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Mundo en blanco

Fuentes: Bohemia

A primera ojeada parecería que la vida da la razón a los surrealistas, o a los denodados escritores del absurdo. Mientras la imposibilidad de acceder a los alimentos ha empujado, en los últimos meses, a centenares de miles de personas de todo el planeta a ígneas manifestaciones y huelgas, las estadísticas demuestran que «la producción […]

A primera ojeada parecería que la vida da la razón a los surrealistas, o a los denodados escritores del absurdo. Mientras la imposibilidad de acceder a los alimentos ha empujado, en los últimos meses, a centenares de miles de personas de todo el planeta a ígneas manifestaciones y huelgas, las estadísticas demuestran que «la producción de cereales a nivel mundial se ha triplicado desde los años sesenta y las reservas siguen estando muy por encima de la demanda. De hecho, la producción agrícola nunca había sido tan abundante», al decir de colegas como Esther Vivas, de la digital Corriente Alterna.

Sólo que aquí no se trata de surrealismo, con su inherente esfuerzo por sobrepasar lo real por medio de lo imaginario y lo irracional -aceptemos esta definición elemental-, ni de una kafkiana visión de circunstancias absurdas, por tanto contrarias a la lógica. Al revés: esto es pura lógica. La de un sistema que antepone los intereses económicos privados a las necesidades perentorias de innúmeros seres. Un sistema que permite o propicia que 963 millones de individuos sobrevivan, o malvivan, con el estómago in albis, como tachonado de telarañas, en tanto en ciertos puntos geográficos, en ciertas capas sociales, se malgasta una ingente, descomunal cantidad de comida. De manera alevosamente sibarítica. Cínica. Enajenada y enajenante.

Sobrehumana resulta la tensión de la voluntad para no dejar resquicio a vocablos soeces (ni siquiera el socorrido «carajo»), en aras de una decencia en nuestra opinión a menudo convencional, cuando nos enteramos, verbigracia, de que «con la comida desperdiciada durante un año en el Reino Unido y Estados Unidos se podría sacar de la hambruna a todas las personas que pasan hambre en el mundo», como ha aseverado el experto Tristam Stuart, autor de Basura: destapando el escándalo global de alimentos (Penguin, 2009), quien se ha auxiliado en su denuncia de una miríada de datos oficiales, muchos de ellos provenientes de las Naciones Unidas.

Se aviene, Stuart, al detalle: «A los supermercados no les gusta hacer sus sándwiches con las rebanadas externas de un pan. Visité una fábrica que hacía sándwiches para una cadena de supermercados y cada día tiraban 13 mil rebanadas… Hay supermercados que no admiten manzanas que no tengan un determinado color o combinación de colores entre el rojo y el verde». Pero el mal no queda ahí varado, porque los responsables se hallarán también entre ciertos pescadores, ciertos agricultores (recordemos el reciente e infausto caso de las toneladas de leche vertidas en los campos por productores europeos deseosos de mejores precios), las empresas del ramo y los simples ciudadanos. «En el Reino Unido las familias tiran a la basura un cuarto de la comida que compran.»

Y mientras los cestos de desperdicios de los «agraciados» rebosan no precisamente de sobras, la ONU cifra en 34 los países inmersos en la crisis alimentaria, que quizás podría paliarse con los 44 mil millones de dólares pedidos, casi implorados, en su última Cumbre, por la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) para invertir anualmente en el sector y poner fin a lo que Cuba calificó de «vergüenza que debería sonrojar a los ricos del Norte». El precio de los cereales básicos aumentó 70 por ciento en el último año, por poner un somero ejemplo.

Ahora, el lector puntilloso estará exigiéndonos casi a gritos nuestro punto de vista sobre la aparente contradicción entre el desbordamiento de las cosechas, de la producción, y el hambre también desbordada. Y aquí recurrimos de nuevo a la colega Vivas, que menciona un rimero de causas de entre las que extraemos, por ser las más importantes a nuestro juicio, la subida del precio del petróleo, que ha repercutido directa o indirectamente en una agricultura dependiente del hidrocarburo; las nuevas tendencias a echar mano a los agrocombustibles; y, yendo a la raíz, las crecientes inversiones especulativas en cereales, después del crack de los mercados puntocom e inmobiliarios.

Por tanto, este es el ámbito propicio para que las empresas transnacionales ejerzan un monopolio desfachatado, que otorga prioridad a la exportación sobre el abastecimiento local en el Tercer Mundo, obligado a abandonar tradicionales cultivos y a encarar una agricultura industrial y atada a pesticidas y otros agentes químicos. Transnacionales que andan «sembrando», más que todo, la temida inseguridad alimentaria de ¿un sexto? de los habitantes de un orbe que algunos se empeñan en presentar como el único posible, el óptimo, cuando, como si definitivamente tuvieran razón los surrealistas y los escritores del absurdo, los más lo aprecian ancho y ajeno. Ah, y hambreado.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.