Barcelona En Comú ha encarado probablemente su semana más difícil en los nueve meses al frente del gobierno. Aunque habían existido otros momentos de tensión entre el Ayuntamiento y sectores del activismo social (como las operaciones de la Guardia Urbana contra los manteros), la huelga de Metro del 22 y 24 de febrero seguramente ha […]
Barcelona En Comú ha encarado probablemente su semana más difícil en los nueve meses al frente del gobierno. Aunque habían existido otros momentos de tensión entre el Ayuntamiento y sectores del activismo social (como las operaciones de la Guardia Urbana contra los manteros), la huelga de Metro del 22 y 24 de febrero seguramente ha sido el enfrentamiento más abierto y crudo entre el consistorio y una movilización de los de abajo. Desde el compromiso con las experiencias de «municipalismo de cambio» es necesario hacer una reflexión que nos permita entender mejor qué y por qué ha pasado y qué implicaciones tiene para el movimiento. No se trata de dar lecciones desde posiciones de confort a las personas que están en la primera línea institucional, sino de aportar ideas para extraer lecciones colectivas.
La eclosión mediática y pública se ha dado en este momento por la coincidencia de los paros con el Mobile World Congress, pero se trata de un conflicto laboral que se arrastra desde hace meses, dentro de una lucha de años en TMB. Se trata de la negociación del convenio en Ferrocarrils Metropolitans de Barcelona, la empresa pública que gestiona el Metro (mientras Transports de Barcelona lo hace con el bus), negociación que está absolutamente atascada y con unas reivindicaciones, principalmente la descongelación salarial después de 4 años y la reducción de los 600 puestos de trabajo precarios en la empresa, presentadas en una plataforma unitaria de los sindicatos de metro y que no se habían ni valorado.
Como síntoma del atasco de las negociaciones, los trabajadores denuncian que la dirección no se presentaba a algunas reuniones y que no había hecho ninguna propuesta por escrito. En este contexto, en enero la Asamblea General de la plantilla convocó un paro parcial el 2 de febrero y huelgas de 24 horas dos días durante el MWC. El Ayuntamiento, siguiendo los consejos de «gente con experiencia política», según explicó Ada Colau en Rac1, no había intervenido en el conflicto. Sin embargo, el comité de empresa y los sindicatos del metro habían apelado públicamente en diversas ocasiones al equipo de gobierno para que desautorizara a la dirección y desbloqueara la situación.
Intervención del Ayuntamiento
La propia Colau aterrizó en el debate público sobre el conflicto de una forma desafortunada, como ella misma reconoció y rectificó después en un programa de TV3, al pedir a los trabajadores que retiraran la convocatoria de huelga para poder negociar. Desde entonces tanto Colau como Mercedes Vidal, consejera de Movilidad y presidenta de TMB, han defendido el derecho a huelga en sus intervenciones públicas, pero recalcando la idea de que ésta en concreto era «desproporcionada». Sin embargo, la propuesta hecha por la dirección con la mediación del Ayuntamiento la semana antes del MWC fue rechazada por unanimidad en las asambleas de trabajadores que decidieron mantener la huelga.
Hay, al menos y desde mi punto de vista, tres críticas a cómo ha encarado el conflicto el Equipo de gobierno:
Primera: transmitir una concepción de la huelga extremadamente restrictiva. «Entiendo que la huelga es una medida extrema a la que se recurre ante pérdidas de derechos y cuando la otra parte no ofrece diálogo, cuando no hay otra vía», afirmaba Colau en su página de Facebook. Sin embargo, no es nada demasiado novedoso decir que la huelga es una de las pocas herramientas de presión efectiva con la que cuentan los trabajadores y que por supuesto no está limitada a luchas defensivas. Precisamente el modelo de sindicalismo de pacto social y diálogo que evita el conflicto es el que ha demostrado su inoperancia para defender las condiciones de vida de la clase trabajadora.
Segunda: la utilización de tácticas desmovilizadoras propias de la «vieja política». Por ejemplo, llamadas a la responsabilidad de todas las partes; las críticas constantes a la huelga en los medios de Mercedes Vidal, militante de Comunistes de Catalunya y EUiA; la publicación de los sueldos de los trabajadores, que además afirman que los datos no eran correctos, señalándolos como «privilegiados» frente a sectores populares más depauperados; o la reunión con las cúpulas catalanas de CCOO y UGT, a la que CGT se negó a asistir al entender que el único legitimado para negociar era el Comité de Huelga.
Tercera: una lógica de enfrentamiento entre los intereses de los trabajadores y los de los usuarios o incluso los de la ciudad en abstracto. La principal muestra de esto: afirmar que para asumir las reivindicaciones laborales habría que subir el precio del billete o los impuestos, en lugar de poner el foco en las restricciones del Tribunal de Cuentas, en la financiación insuficiente del transporte público por parte de la Generalitat y el Estado o en la necesidad de racionalizar y democratizar la estructura de TMB. También parecía que la principal motivación para intentar resolver el conflicto fuera «que el MWC fuera un éxito», reforzando el consenso en torno a la importancia de proteger la marca Barcelona y los efectos casi milagrosos de los macroeventos en la economía metropolitana para cualquier habitante de la ciudad sin importar su clase social.
En definitiva, una lógica de desmovilización que rompe con el discurso de BenComú hasta el momento, que siempre ha puesto el acento en la necesidad de autoorganización y presión popular para hacer posibles cambios significativos. No se trata de que el Ayuntamiento tuviera que aceptar sí o sí las reivindicaciones de la huelga, pero ha aparecido alineado con la directiva de TMB y los poderes económicos y mediáticos contra los huelguistas. Ha puesto el foco en los salarios de la plantilla y en su responsabilidad en el conflicto, en lugar de señalar la necesidad de reestructurar la sobredimensionada dirección de TMB, acabar con la opacidad y la utilización de la empresa como un cementerio de elefantes sociovergentes y legitimar tanto las reivindicaciones como la huelga de los trabajadores, incluso aunque sean presupuestariamente inasumibles.
Hay que tener en cuenta que las declaraciones públicas de las principales caras del Ayuntamiento y sobre todo de Ada Colau tienen una audiencia enorme y una capacidad de influir nada despreciables. En esta ocasión han reforzado el marco de La Vanguardia o el Grupo Prisa en que las huelgas, y más aún las de transporte, son una molestia a evitar para mantener la credibilidad de la ciudad. Se ha situado como mediadora entre dos partes y garante de los intereses de la ciudad pero ya decíamos que «quien intente ser el ‘alcalde de todos’ y llegar a consensos entre intereses contradictorios, en lugar de encarar la política como un conflicto, lo más probable es que acabe siendo el alcalde de los de siempre.»/1
¿Por qué?
Igual que pasó en Grecia con la firma del tercer memorándum, proliferan las críticas de tipo moral («se han vendido») y además personalizadas en Ada Colau. La propia Colau rebatió estas críticas afirmando que los concejales de BenComú trabajan cada día con honestidad y con humildad. No obstante, las teorías de la traición no sirven para explicar nada y lo que hay que intentar entender son las correlaciones de fuerzas y las hipótesis estratégicas.
Una idea que se ha repetido en innumerables ocasiones pero que es clave para entender la situación es que tener el gobierno no es tener el poder. Los ayuntamientos del cambio están sometidos desde el pasado mes de mayo a una tensión constante desde la oligarquía hacia la cooptación o hacia el derrumbe. Es decir, los grandes medios de comunicación siguen marcando la agenda sobre qué es importante o qué se puede o no hacer, la patronal presiona e intenta evitar cualquier medida que les arranque privilegios y la oposición afín al régimen bloquea la acción de las candidaturas municipalistas.
Además, los ayuntamientos tienen pocas competencias para resolver la mayoría de situaciones. En este caso, reestructurar la dirección de TMB está en manos del Área Metropolitana de Barcelona con mayoría del PSC. La cuestión es ser capaces de comunicar el chantaje y los límites de la acción institucional en lugar de justificar políticamente decisiones poco comprensibles.
Por si no fuera suficiente tener una parcela de poder tan limitada, no hay que olvidar que BenComú es un gobierno en minoría y que necesita apoyos para aprobar los presupuestos y evitar una prórroga de los anteriores aprobados por la derecha. ¿Cómo enfrentarse públicamente a una dirección de TMB copada de exdirigentes y dirigentes del PSC si necesitas su apoyo para sacar adelante unos presupuestos?
Por lo tanto, BenComú tiene una mala correlación de fuerzas para enfrentar esta clase de conflictos desde la institución pero, ¿cómo se camina hacia una mejor? Precisamente estimulando las luchas y fomentando la autonomía del movimiento respecto a las instituciones y a sus hipotecas para actuar. Si existe una presión constante de los poderosos para neutralizar las transformaciones, es imprescindible una tensión desde los desposeídos para hacerlas efectivas.
En ocasiones esto supone un enorme ejercicio de equilibrismo porque, como afirmaba Ada Colau en la entrevista en TV3, «cada uno tiene que hacer su papel». En última instancia se trata de dilucidar cómo ese entiende ese papel del gobierno municipal: como un buen gestor de izquierdas de lo existente o como un precipitador hacía un proceso constituyente.
Relación con el sindicalismo
Otro factor a tener en cuenta es la falta de centralidad de las luchas sindicales en el último ciclo de movilizaciones, es decir, el problema de que el conflicto se quede en las puertas de las empresas. Esto provoca, por una parte, que pocas de las personas con responsabilidades en los ayuntamientos provengan del mundo sindical y tengan experiencia para encarar situaciones como la de la huelga de metro y, por otra parte, que el sindicalismo se haya visto menos afectado por las mutaciones provocadas por el 15M y está bastante desconectado de los procesos políticos en curso.
«Solucionar estas situaciones será clave para no generar desconfianza entre los sectores más activos y politizados ni sensación de fracaso y decepción en los sectores inmersos en su primera experiencia política.» /1 afirmábamos ya en mayo. El riesgo de enfrentamientos como el actual es el desacoplamiento entre el activismo social capaz de radicalizar los procesos en curso y las candidaturas municipalistas.
Es obvio que existen algunos sectores de la izquierda radical con una posición central en la vertebración de los movimientos sociales de la ciudad que tienen una posición hostil hacia BenComú y que han actuado intentando sacar tajada política, como la CUP de Barcelona en su guerra de desgaste continua o sectores libertarios encantados de validar «que el poder corrompe».
Sin embargo, la gestión del Ayuntamiento también ha provocado malestar en la izquierda sindical, en actores como Co.Bas (sindicato de comisiones de base), parte de la afiliación de CCOO o ciertos sectores de la CGT, que han visto estos meses al nuevo Ayuntamiento como un aliado y que se pueden desencantar progresivamente si se repiten estas situaciones. Más distancia entre estos sectores y el «municipalismo del cambio» quiere decir más riesgo de caer en una dinámica gestionaria.
El rol de las luchas en las empresas públicas
Una pregunta que surge es: ¿qué recorrido pueden tener luchas como la del metro para empujar la situación hacia la ruptura? En un documento repartido en las manifestaciones con el nombre de «Carta a la ciudadanía de un trabajador de metro» se afirmaba «al contrario, por desgracia, de otros colectivos, podemos hacer fuerza para intentar solucionarlo, y ¿quién en su sano juicio si pudiera no haría algo para cambiar su situación?». Esta frase señala a la vez una de las principales potencialidades y uno de los principales límites de luchas sindicales como la de la huelga de metro.
La potencialidad es que se trata de un sector con tradición sindical y de luchas, donde la precarización y atomización neoliberal no han penetrado tanto y con una posición estratégica (la posibilidad de paralizar la ciudad) para presionar. Es un gran acierto que los sindicatos del metro quieran combatir los puestos de trabajo precarios de nueva incorporación en la empresa, porque ha sido habitual que dieran luz verde a este tipo de medidas a cambio de que la plantilla con más experiencia mantuviera unas buenas condiciones, generando una ruptura, a veces insalvable, en el seno de las propias plantillas. Sin embargo, el riesgo es caer en luchas corporativas. A la larga es un callejón sin salida porque si el resto de sectores están precarizados y atomizados una ofensiva para criminalizar a estos trabajadores y aislarlos para después destruir sus condiciones dignas de trabajo es mucho más posible.
Para sortear ese riesgo, los sindicatos de sectores como el Metro también pueden impulsar demandas que no pongan en el centro sólo los aumentos salariales sino que vayan en la dirección del reparto del trabajo, de la riqueza y de la democratización de los servicios públicos, tanto del acceso como de la gestión. También es importante una política de alianzas amplia y poner sus recursos al servicio de los sectores más precarizados y con más dificultades para organizarse. Por ejemplo, dinamizando una plataforma de las empresas externalizadas y subcontratadas por el Ayuntamiento que persiguiera remunicipalizaciones y condiciones de trabajo dignas para todos los trabajadores que depende de este.
En definitiva, se trata de un conflicto abierto en el que las posiciones del Ayuntamiento y los sindicatos se han polarizado, pero que aún se puede corregir. Igual que la gestión del agua o los problemas con la Guardia Urbana, TMB es una fuente endémica de conflictos y una trinchera de las redes clientelares del PSC y CiU que hay que afrontar tarde o temprano si se quiere transformar Barcelona y socializar el poder político. Además, esta lucha concreta también es un aviso para que el «bloque del cambio» dispute la «economía política» y no reduzca sus acciones a la radicalidad simbólica. Las tensiones entre sectores de los trabajadores y los gobiernos son algo prácticamente inevitable mientras sigamos disputando dentro de la hegemonía y de las instituciones de la clase dominante.
El reto es aprovechar estas tensiones de forma creativa, impulsando a los «municipios del cambio» más allá de las constricciones en las que están anclados. Con este propósito hay que impulsar nuevas alianzas y acuerdos que sean capaces de generar contrapoderes que empujen y desborden los límites de los marcos vigentes. Cada tensión de este tipo debe ser tratada con pedagogía y con una doble tarea: por un lado, convencer a la mayoría social de que cada lucha particular es parte de un proceso colectivo, de toda una clase que representa los intereses del conjunto de la sociedad, y por otro lado, también deben servir de base para generar la fuerza social capaz de contrarrestar la potencia de fuego de las élites. Es decir, hacer visible un proyecto alternativo de ciudad y de sociedad al servicio de las clases populares y avanzar en la constitución de la fuerza material que lo haga posible.
Notas
1/ «Transformar votos en movimiento popular», Laia Facet y Oscar Blanco http://vientosur.info/spip.php?article10197
Oscar Blanco es activista y militante de Revolta Global-Esquerra Anticapitalista