Desde una visión a largo plazo de la vida en la Tierra, Robin Wall Kimmerer explora cómo los musgos, seres antiguos que transformaron el mundo, nos enseñan estrategias para perdurar en un clima cambiante.
Un día de verano en Alaska, me encontraba dentro de una cueva glacial, azul y extraña bajo el hielo. Escuché el golpeteo de las gotas cayendo en la piscina de agua derretida y me estremecí bajo la fría luz azul. Escuché las llamadas del hielo convirtiéndose en agua. Hay una historia que comienza aquí, o tal vez termine. Depende de nosotros.
La última vez que los glaciares se derritieron aquí en Adirondacks, dejaron atrás este campo de rocas. Cientos de bloques erráticos glaciales, arrastrados desde el antiguo Escudo Laurentiano, que rodaron hasta aquí bajo la capa de hielo, salpican el paisaje. Hoy, las cicatrices en sus superficies de granito están cubiertas de musgo. El aire mismo está cargado de su verde radiante. Los cantos rodados parecen una manada de bueyes almizcleros de la Edad del Hielo, congelados en el sito con una gruesa capa de piel verde, pastando bajo un dosel posterior al Pleistoceno de abedules, arces y abetos. Como brioecóloga, he pasado décadas observando estas islas de roca cubierta de musgo. Lo que me parece una vida es apenas un parpadeo en el reposo de diez mil años que permitió que estas piedras rodantes acumularan algo de musgo. Los musgos y las rocas tienen una visión a largo plazo.
Los musgos, creo, son como el tiempo hecho visible. Crean una especie de olvido botánico. Con cada tallo diminuto, el pasado se entenebrece en verde. Por eso tenemos historias, para que podamos recordar.
Los musgos recuerdan que no es la primera vez que se derriten los glaciares. Si el tiempo es una línea, como supone el pensamiento occidental, podríamos pensar que este es un momento único para el que tenemos que idear una solución que permita que esa línea continúe. Si el tiempo es un círculo, como supone la cosmovisión indígena, el conocimiento que necesitamos ya está dentro del círculo; solo tenemos que recordarlo para encontrarlo de nuevo y dejar que nos enseñe. Ahí es donde entran los narradores.
Entre los primeros habitantes de los bosques del este, se dice que en un punto del ciclo del tiempo que es nuestra historia, los Pueblos vivían en el Mundo del Cielo, de la misma manera que hoy vivimos aquí en la Tierra. Creció entre ellos un gran Árbol de la Vida. Todo tipo de plantas nacía en sus ramas: las hierbas, las bayas, los árboles, los helechos e incluso los musgos, acurrucados en un nudo. Una noche, una gran tormenta de viento sopló a través del Mundo del Cielo y derribó el árbol. A la mañana siguiente, Gizhgokwe, una hermosa joven, se paró junto al gran agujero donde habían estado sus raíces. Se acercó al borde para mirar hacia abajo, y todo lo que vio fue negrura. Así que se acercó un poco más, pero todo lo que pudo ver fue el rayo de luz del Mundo del Cielo desapareciendo en la oscuridad. Cuando se inclinó hacia adelante, la tierra en el borde comenzó a desmoronarse y extendió la mano hacia el Árbol de la Vida para sostenerse, pero la rama se rompió en su mano. Y cayó, a la incertidumbre de un mundo nuevo.
En ese momento, el mundo de abajo estaba completamente cubierto de agua y poblado de seres acuáticos. Algunos dicen que este es el recuerdo de la inundación de nuestro pueblo, que fue testigo de las inundaciones al final de la última edad de hielo. ¿Quién lo puede decir? Al ver a la mujer que se dirigía en espiral hacia ellos, los gansos levantaron el vuelo desde el agua y volaron para atraparla con sus fuertes alas. Imagina su alivio, lejos del único hogar que había conocido, al ser rescatada en un cálido abrazo de suaves plumas. Desde el principio de los tiempos, se nos ha dicho que el primer encuentro entre los humanos y los demás seres de la tierra estuvo marcado por el cuidado y la responsabilidad. El consejo de seres acuáticos se reunió para decidir qué hacer. Una gran tortuga mordedora que flotaba en la acuática reunión, se ofreció a dejar que Gizhgokwe, o Mujer del Cielo, descansara sobre su espalda. Agradecida, pasó de las alas de ganso a la cúpula de la Tortuga. Los demás entendieron que necesitaba un terreno para su casa.
Entre ellos, los buceadores que alcanzaban más profundidad habían oído hablar del lodo en el fondo del agua y accedieron a recuperar un poco. El somormujo se zambulló para conseguir un puñado, pero la distancia era demasiado grande y, después de un largo rato, salió a la superficie sin nada que mostrar por sus esfuerzos. Uno a uno, los otros animales se ofrecieron a ayudar: la nutria, el castor, el esturión. Pero la profundidad, la oscuridad y las presiones eran demasiado grandes incluso para estos nadadores más fuertes, que subieron jadeando por aire con la cabeza zumbando. Pronto, solo quedó la rata almizclera, el buceador más débil de todos. Se ofreció como voluntario mientras los demás miraban dubitativos. Sus pequeñas piernas se agitaron mientras se abría camino hacia abajo. Esperaron y esperaron a que regresara, temiendo lo peor para su pariente. Una corriente de burbujas se elevó del agua y el cuerpo pequeño y fláccido de la rata almizclera flotó boca arriba. Había dado su vida para ayudar a este humano indefenso. Pero los demás notaron que su pata estaba fuertemente apretada, y cuando la abrieron, había un pequeño puñado de barro. Tortuga dijo: «Aquí, ponlo en mi espalda y lo sostendrá».
La Mujer del Cielo se inclinó y extendió el barro sobre el caparazón de la tortuga. Movida por la gratitud de los regalos de los animales, cantó en acción de gracias y luego comenzó a bailar, sus pies acariciando la tierra con amor. Mientras bailaba su agradecimiento, la tierra creció y creció a partir de la mancha de barro en la espalda de la tortuga. Y así, la tierra fue creada. No por uno solo, sino por la alquimia de los dones de los animales y la gratitud humana. Juntos crearon lo que hoy conocemos como Isla Tortuga.
La Mujer del Cielo compartió el regalo que portaba en su mano, la rama del Árbol de la Vida. Esparció las semillas sobre la nueva capa de tierra, y así el mundo se volvió verde con todo tipo de plantas silvestres. Ella es nuestra maestra que nos enseña cómo funciona el mundo: a través de un intercambio de dones, la práctica de la reciprocidad entre los seres posibilita la vida tal como la conocemos. Rescate y gratitud, vida de rata almizclera por vida de mujer, barro y canto, tortuga y danza, semilla y tierra. Debía haber esporas en sus mocasines, porque los musgos también brotaban por donde caminaba.
Entre los pueblos contemporáneos de la ciencia occidental, se cuenta una historia de la creación diferente, desde un punto a lo largo de la línea que es el tiempo: después de la coalescencia de la materia que se convirtió en la Tierra y antes de que se convirtiera en el paraíso. Es la historia de un gran maestro que vino entre nosotros, de cómo llegó el verde al rocoso lomo de aquella tortuga.
En ese momento de la evolución de la vida, el mundo estaba cubierto por agua y poblado de muchos seres, desde los más simples unicelulares hasta complejos nadadores. Durante mucho tiempo no hubo tierra en absoluto excepto en el fondo del mar, más allá incluso del alcance de una comprometida rata almizclera. Eventualmente, la tierra comenzó a elevarse desde el mar primitivo como la cúpula de una enorme tortuga. Demasiado dura para la vida, la tierra rocosa carecía de verde. La luz que fluía del Mundo del Cielo era demasiado intensa para la vida. Altos niveles de radiación ultravioleta y rayos gamma bombardeaban la Tierra así que cualquier forma de vida que se aventurara sobre la tierra sería irradiada con longitudes de onda que destruyen el ADN.
Todo el verde estaba cobijado en la seguridad del agua. Aquella miríada de algas, filamentos relucientes, acróbatas unicelulares, bosques ondulantes de parientes de algas pardas, estaban produciendo oxígeno, molécula a molécula, construyendo una atmósfera a partir de la fotosíntesis. El oxígeno y la luz solar trabajaron juntos y produjeron una capa de ozono en lo alto de la atmósfera, que creó un filtro para la radiación ultravioleta. Este protector solar planetario, creado con el aliento de las plantas acuáticas, hizo que fuera seguro para el primero que pusiera la primera hoja sobre la tierra estéril. Como la Mujer del Cielo en un mundo nuevo y vacío, las primeras plantas terrestres aparecieron en una superficie desnuda donde no había ni un puñado de rata almizclera de tierra para cubrirla. Así que estas nuevas plantas tuvieron que adherirse a la roca desnuda, acurrucarse en grietas y depresiones húmedas para evitar secarse bajo el sol aún intenso. Estos valientes pioneros tuvieron que desaprender las costumbres de sus antepasados las algas, que estaban acostumbrados a una vida fácil bañadas en agua y nutrientes, y soportar las duras condiciones de la tierra firme. Los colonos desarrollaron medios para retener agua y extraer minerales de la roca desnuda con sus hojas delgadas como membranas.
Imagina ese momento, el primer toque de verde en la tierra, la primera unión de la roca y la hoja, el valor que necesitó para aventurarse y cambiar el mundo. Y cambiaron el mundo, con cada diminuta hoja transparente, sin raíces, flores, semillas, madera o con poco más que su media pulgada de altura. Su ascendencia acuática no los preparó muy bien para ser pioneros, para vivir como los primeros inmigrantes a lomos de la Tortuga. No obstante, persistieron. Con el tiempo, la Tierra se cubrió de manchas verdes. Estos valientes nuevos seres fueron los musgos, quienes hace 450 millones de años iniciaron un gran experimento de evolución, el desafío de vivir en la tierra, un experimento del que todos somos parte, una historia cuyo final no está escrito.
Sin embargo, los musgos, diminutos en estatura, simples en forma, tuvieron un gran impacto. Los estudios han revelado que la colonización de la tierra por musgos provocó un importante cambio climático en la Tierra primitiva. Cuando cruzaron la frontera hacia la tierra, los musgos erosionaron y disolvieron lentamente la roca y enviaron esos nutrientes sueltos al mar. Las algas marinas, cuyo número se había visto limitado por la escasez de nutrientes, ahora tenían abundancia y, gracias a los musgos, experimentaron una explosión demográfica. La proliferación de algas requirió enormes cantidades de dióxido de carbono para alimentar su fotosíntesis, que absorbieron, molécula a molécula, de la atmósfera. Sabemos que el dióxido de carbono es un gas de efecto invernadero, que absorbe calor y calienta el planeta. Con tanta demanda de CO2 para la fotosíntesis de las algas, disminuyó significativamente en la atmósfera, y sin su gruesa capa atmosférica, la Tierra comenzó a enfriarse. Se enfrió lo suficiente como para desencadenar una de las primeras glaciaciones, y el mundo experimentó una larga era estéril como resultado de ese rápido cambio climático. Este es un testimonio de la naturaleza interconectada del mundo y del poder colectivo de los pequeños y verdes para cambiar la historia de la Tierra. Este fue el primer cambio climático, pero no el único, que verían los musgos.
En este nuevo mundo creado por los musgos, sus cuerpos se convirtieron en suelo, más lentamente que el puñado de la rata almizclera pero igual de poderosos, formando hogares fértiles para los que les seguirían, y les siguieron, en un desfile evolutivo de experimentos para ser verdes, para colonizar el nuevo mundo.
En sucesivas oleadas de evolución y extinción, el que alguna vez fue dominante es reemplazado por el advenedizo con mayor adaptación a un entorno modificado. El reino vegetal ha evolucionado y cambiado. Hoy en día, los nombres de esas primeras plantas rara vez se escuchan. Psilotum, Rhynia, Archaeopteris. Vinieron, crecieron, cambiaron el mundo y cambiaron con el mundo, o si no lo hicieron, hoy se conocen solo como fósiles, porque la extinción es el destino de la mayoría. Muchas más especies de plantas han ido y venido, han evolucionado y se han extinguido que las que están vivas hoy.
Eso nos asusta, y debería. La lección es clara: adaptarse al cambio o extinguirse. Tú eliges.
Desde esa trascendental colonización de la tierra hace 450 millones de años, cuando el primer musgo puso una hoja en la roca, todo en la Tierra ha cambiado. Todas esas especies, filos enteros, desaparecidos. Y, sin embargo, los musgos todavía están aquí, su forma contemporánea es indistinguible de sus ancestros fósiles. Han bebido de la fuente de la juventud, o tal vez de la fuente de la longevidad, florecieron bajo un cielo de pterodáctilos y florecen hoy bajo un cielo de satélites meteorológicos que nos dicen que los océanos están subiendo y los casquetes polares se están derritiendo.
Todas las cosas mueren. Oh, hermosos y frescos arces sombreados, pinos altísimos, hierba ondulante y lirios extravagantes, ¿también vosotros moriréis en este invernadero sobrecalentado, rindiéndoos a los que están por venir?
En las lenguas anishinaabe de la Mujer del Cielo, nuestras palabras para musgo, aasaakamig y aasaakamek, tienen el significado de “aquellos que cubren la tierra”. Suaves, húmedas, protectoras, convierten el tiempo en vida, cubriendo lo transitorio y suavizando el paso a otro estado.
No discriminan en su cobertura, ya sea una roca posglacial o un automóvil abandonado hace mucho tiempo en el bosque, todos quedan cubiertos. Una vez encontré un par de botas de leñador en un tocón cortado, cubiertas de musgo, con esporofitos saliendo de los ojales. En su verdor vibrante, parecen decir: Donde hay luz y agua, la vida triunfará.
Cubren lo inanimado con lo animado. Sin juicio, ellos cubren nuestros errores, con una aceptación incondicional de su responsabilidad de sanar. Han hecho crecer un vendaje sobre el suelo de Chernóbil, sobre los desechos de las minas y los estanques de lodo. Hay todo un género de imágenes fotográficas de musgos en interiores abandonados, donde el agua que gotea y la luz tenue crean un hábitat para el musgo a partir de viviendas humanas. Las ventanas rotas y los techos que se derrumban invitan a una alfombra extrañamente hermosa de briófitas a tapizar los viejos sofás y cubren las camas de los moteles abandonados. Para mí, la más poderosa de estas escenas es el musgo luminoso que cubre la sala de conferencias de una oficina abandonada de Detroit donde alguna vez conspiraron los capitanes de la industria devoradora de gasolina. Las sillas donde tramaron la explotación a corto plazo se han vuelto verdes a largo plazo.
Cubrirán las plataformas de fracking abandonadas con la misma ternura que las rocas desnudas de un glaciar derretido. Los musgos fueron las primeras plantas que cubrieron la Tierra. No me sorprendería si también fueran las últimas.
No tiene que ser así. ¿Qué pasa si miramos a los musgos no solo como sanadores de la tierra, sino como maestros de cómo podemos vivir?
No sé vosotros, pero en este momento en la cúspide de la catástrofe climática, anhelo un anciano sabio, un maestro que nos guíe. En nuestra historia mítica del origen, decimos que la Mujer del Cielo regresó al cielo y ahora nos mira a todos con el rostro de la abuela Luna. Decimos que nos dejó maestros, las plantas. Si las plantas son nuestros maestros, entonces los aasaakamek son nuestros maestros más antiguos. En el momento de la sexta extinción, ¿podríamos dejar de retorcernos las manos el tiempo suficiente para sentarnos en silencio a los pies de aquellos que han evitado todas las eras de extinción desde el amanecer de la vida en la tierra?
He tenido el privilegio de estudiar los musgos durante la mayor parte de mi vida, arrodillándome ante ellos, escribiendo las historias que han compartido conmigo. Nunca envejece, curioseando entre las selvas tropicales de musgo donde los árboles miden solo una pulgada de alto y los ácaros de colores brillantes se posan como loros en sus lustrosas hojas. Cada una tan diferente de la siguiente como una palmera de una magnolia, su belleza me atrae una y otra vez. No hay luz como la luz del musgo después de la lluvia, cuando brillan y relucen, el agua gotea sobre hojas intrincadas más pequeñas que una gota de lluvia. Y el olor… la riqueza amaderada y húmica que te recuerda de dónde venimos.
Por diminutos que sean, a menudo pasados por alto y confundidos con otra cosa, los musgos como grupo son extraordinariamente exitosos, dependiendo de cómo se evalúe el éxito.
Si el éxito se mide por su amplia distribución, ocupan todos los continentes, desde los trópicos hasta la Antártida, y viven en casi todos los hábitats, desde el desierto hasta la selva tropical. Si el éxito se mide por la extensión, considere las vastas turberas del norte, cubiertas por musgo sphagnum. Si el éxito es la colonización de lugares nuevos, los musgos son los primeros en ocupar nuevos lugares después de una erupción, un incendio forestal o una fusión nuclear. Si la creatividad y la adaptación son las métricas, los musgos se han diversificado para llenar todos los nichos, generando más de once mil especies adaptadas de manera única, una efusión de biodiversidad. Si el éxito radica en la belleza, bueno, solo mira.
Estos son éxitos extraordinarios para un ser tan humilde, pero en un momento en que la continuidad de la vida tal como la conocemos está en duda, la medida más conmovedora de éxito puede ser la permanencia. Desafiando la expectativa evolutiva de extinción, han atravesado edades de hielo, eones de calentamientos, sequías, desplazamiento de continentes, elevación de cadenas montañosas, ascenso y caída de innumerables otros seres, desde Tyrannosaurus rex hasta Homo sapiens. Ellos han persistido.
Las necesidades de un musgo son simples y similares a las nuestras: alimento, energía, agua, calor, un lugar para criar a sus crías y belleza. Pero sus medios para satisfacer esas necesidades son muy diferentes.
Los musgos exigen lo mínimo a su entorno. Todo lo que necesitan es un poco de luz, una película de agua y una fina decocción de minerales, entregados por agua de lluvia o por disolución de roca. Si están hidratados e iluminados, fotosintetizarán exuberantemente y expandirán la alfombra verde. Pero cuando los tiempos son difíciles, la mayoría simplemente deja de crecer y espera hasta que regrese el agua. No mueren, simplemente se arrugan y se detienen, siguiendo los ritmos del mundo natural, creciendo en períodos de abundancia y esperando en períodos de escasez: una estrategia sabia para la vida que está en sintonía con la incertidumbre.
Los estilos de vida de los musgos ofrecen un fuerte contraste con las formas en que hemos organizado nuestra sociedad, que prioriza el crecimiento implacable como la métrica del bienestar: siempre creciendo, produciendo más, teniendo más. El crecimiento infinito es ecológicamente imposible y extremadamente destructivo, ya que exige la transformación de las vidas de otros seres en materias primas para alimentar la ficción. Los musgos nos muestran otro camino: la abundancia que emana del autocontrol, de la suficiencia. Los musgos han vivido demasiado tiempo en este planeta como para ser seducidos por la tontería de la acumulación, la ilusión de la permanencia, la lucha interminable por la productividad. Tal vez los latidos de nuestro corazón se hacen más lentos cuando nos sentamos con musgos porque nos recuerdan que esa satisfacción puede ser nuestra.
En el nombre aasaakamek, «los que cubren la Tierra», está la verdad ecológica de que los musgos viven en las superficies. Los vemos en troncos, en árboles, en estatuas y techos, en superficies impermeables donde las plantas con raiz no pueden vivir.
Hay una especie de brillantez en su ocupación de superficies: un hábitat con propiedades únicas. Apenas unos milímetros por encima de una superficie, el aire se ralentiza hasta quedar inmóvil. En esa tranquila capa límite donde el viento no llega, queda atrapado el calor radiante, junto con la humedad y el dióxido de carbono exhalado por los pequeños seres que los habitan. Las leyes de la física producen un microinvernadero justo en la superficie de una roca, un hábitat espléndido donde no caben plantas grandes pero los musgos pueden tomar el sol. Aprovechando los microclimas naturales, viven en una casa protegida por la tierra y alimentada por energía solar sin construir nada. A medida que crecen y llenan la capa límite con su verdor aterciopelado, esa capa se espesa e invita a los musgos más grandes a entrar.
El factor más importante que limita su crecimiento es el agua, ya que solo pueden realizar la fotosíntesis cuando están mojados, razón por la cual el musgo es tan exuberante en las zonas de salpicaduras de cascadas y en las selvas tropicales templadas. Pero incluso en el desierto más seco hay musgos que viven del rocío. Sin los sofisticados mecanismos de conservación de agua de las plantas más avanzadas, los musgos dependen de una relación íntima con las gotas de agua para prosperar. Sus hojas delgadas, de solo una célula de espesor, se superponen entre sí como tejas, y cada hoja minúscula está esculpida con protuberancias y surcos y extensiones parecidas a pelos con volantes para retener una película de agua por acción capilar. Toda la arquitectura de un musgo fomenta la relación amorosa entre la hoja y el agua, la atracción fisicoquímica del agua con la celulosa, para mantener el agua cerca.
En el momento de la sexta extinción, ¿podríamos dejar de retorcernos las manos el tiempo suficiente para sentarnos en silencio a los pies de aquellos que han evitado todas las eras de extinción desde el amanecer de la vida en la tierra?
Observa cómo cae una gota de lluvia sobre un musgo seco y es posible que aprendas algo más sobre cómo vivir bien. El agua parece moverse por sí sola, recorriendo la superficie de la hoja y trepando hasta la punta de una rama, desafiando la gravedad a través de la afinidad entre el musgo y el agua. El agua no se mueve por el ruido de bombas y tuberías, sino por la forma esculpida de la planta. La arquitectura de un musgo está diseñada para mover el agua sin gastar ninguna energía adicional, simplemente aprovechando las fuerzas de atracción entre el agua y la celulosa. Tal elegancia económica requiere aceptar las fuerzas naturales y dejar que den forma a su forma de vida. Me gusta imaginar una comunidad humana diseñada de la misma manera, abrazando las fuerzas naturales en lugar de obstruyéndolas.
El agua se retiene mejor, no por un brote individual, sino por la esponja colectiva de toda una colonia. La competencia como principio económico organizativo tiene resultados bastante predecibles: los ricos se vuelven más ricos y los pobres más pobres. Pero los musgos se organizan para un resultado económico diferente: la riqueza compartida. En lugar de competir por el agua escasa, un musgo está diseñado para compartirla equitativamente. El agua pasa de un brote a otro a través de puentes frondosos y canales tamaño capilar para humedecer a toda la colonia, no solo a un individuo. Las reglas ecológicas generalmente dictan que el hacinamiento es perjudicial, pero los musgos rompen esas reglas. Una comunidad de musgos puede recolectar y retener la valiosa humedad de manera mucho más efectiva que un individuo solitario. Conocemos este tipo de apoyo mutuo de manera instintiva: en tiempos de crisis, las personas dejan sus vidas aisladas y se unen. Pero nos olvidamos.
Este modelo de cooperación se extiende más allá de las propias necesidades de los musgos a las de la comunidad en general. Por diminutos que sean, los musgos desempeñan un papel enorme en el mantenimiento de la vida de otros seres. Pueden ser un semillero para plantas con raíz, un hábitat para innumerables invertebrados y microbios, el revestimiento suave de nidos de pájaros y viveros para alimento de truchas. Purifican el agua, construyen el suelo, almacenan carbono y curan la tierra después de la perturbación. La mayoría de los humanos no pueden decir lo mismo.
Cuando veo la forma en que los musgos crean comunidades exuberantes sobre la superficie de una roca que una vez fue estéril, pienso que no es tan diferente de nuestro lugar, en la delgada capa límite entre la superficie de la Tierra y el vacío del espacio. Todo lo que necesitan está ahí. Pero a diferencia de nuestra especie, los musgos han aprendido a vivir dentro de los límites naturales de esa capa; no buscan su dominio. En la superficie de una roca, simplemente viven, acumulando vida para ellos con una belleza sin ego.
Una comunidad de musgos posee muchos de los atributos que podríamos imaginar para una comunidad humana sostenible del futuro: energía solar y un sistema integrado de reciclaje donde nada se desperdicia. Mira su impresionante arquitectura de cúpulas verdes translúcidas y capiteles frondosos, cada superficie reluciente es un colector solar. Un musgo es energéticamente autosuficiente. Aquí no hay dependencia del petróleo extranjero ni de los desechos nucleares. El único “residuo” que se produce es el oxígeno; y un elemento vital para la vida de los demás difícilmente puede llamarse desperdicio. Las hojas muertas son descompuestas por las multitudes microbianas y recicladas in situ, transformadas en dióxido de carbono y nutrientes, que son nuevamente absorbidos por el musgo o sus habitantes. Un sistema de este tipo puede sostenerse indefinidamente, como nos muestran claramente los musgos.
Esta es la filosofía ambiental de los musgos, que lo pequeño es hermoso. Nos recuerdan la virtud de la humildad, un valor escaso entre la gente del Antropoceno. Este punto de vista es difícil de aceptar para los humanos, con nuestro amor por el poder y la importancia.
Puedo imaginar a Elon Musk burlándose de la idea de que los musgos sean considerados los seres con más éxito de la Tierra. Después de todo, no son los más grandes ni los más numerosos. No han acumulado grandes cantidades de riqueza, no han consumido la mayor cantidad de cosas, no han atraído la mirada de miles de millones ni han inventado una forma de abandonar la Tierra. Todo lo contrario: hace tiempo decidieron quedarse.
Casi puedo escuchar a los multimillonarios burlándose en respuesta a estas lecciones de los musgos. “No me digas que viva como un musgo. Me he convertido en un gigante entre los hombres”. Haríamos bien en recordar que los dinosaurios también eran grandes. Vivir pequeño no es un signo de debilidad o complacencia. Más bien, es la fuerza insuperable del autocontrol, vivir con sencillez para que otros simplemente puedan vivir.
Nosotros los humanos nos enorgullecemos de vivir bajo el imperio de la ley, pero las leyes que elegimos obedecer son solo las que creamos nosotros mismos. Ignoramos las leyes ecológicas como si la ficción del excepcionalismo humano significara que la termodinámica no fuera con nosotros. Ya sea que decidamos prestarles atención o no, las leyes naturales prevalecerán. La arrogancia nos ha llevado al borde. Las leyes de la naturaleza nos pondrán de rodillas. Y entonces quizás veamos los musgos.
El ritmo de los pasos de baile de la Mujer del Cielo se une al goteo del hielo que se convierte en agua. Ambos son el pulso de un nuevo mundo que se está creando a partir del viejo, en el círculo del tiempo. Aasaakamek dice “Mira. Así se hace, el baile que da vida a la roca y la cubre de verde.”