Algunas veces, dirigentes políticos, periodistas e intelectuales, como por ejemplo Manuel Fraga o Federico Jiménez Losantos, entre otros, realizan explosivas críticas hacia todo el que tenga el más mínimo indicio de nacionalismo, entendiendo como nacionalismo todo aquello que se opone al centralismo español. Atacar el «nacionalismo», ya sea desde posiciones conservadoras, ya sea desde posturas […]
Algunas veces, dirigentes políticos, periodistas e intelectuales, como por ejemplo Manuel Fraga o Federico Jiménez Losantos, entre otros, realizan explosivas críticas hacia todo el que tenga el más mínimo indicio de nacionalismo, entendiendo como nacionalismo todo aquello que se opone al centralismo español.
Atacar el «nacionalismo», ya sea desde posiciones conservadoras, ya sea desde posturas supuestamente progresistas, haciendo referencia sólo al que defienden las minorías nacionales, parece olvidar a los nacionalismos de estado que a lo largo de la historia han practicado la violencia y la represión sistemática contra minorías nacionales y disidentes políticos, como el propio nacionalsindicalismo franquista o el nacionalsocialismo alemán, entre otros muchos movimientos. Y parece ignorar incluso un nacionalismo español moderno y teóricamente constitucional, infinitamente más poderoso que los nacionalismos de los pueblos minoritarios que tan peligrosos se suponen para la unidad de España. Para esta gente, el nacionalismo español, reconvertido en nacionalismo de estado por el curso de la historia, es tan sólo un respetable y tolerante patriotismo constitucional, mientras los otros serían poco menos que primos hermanos del terrorismo.
A lo largo de los siglos, la construcción de determinados estados, especialmente con componentes nacionales diversos, ha puesto de manifiesto una infinidad de problemas de relación entre el poder central y los diferentes pueblos que lo integran. Ha sido el caso de España, la formación histórica de la cual se estructuró precisamente bajo la hegemonía del nacionalismo español, cosa que dio lugar, especialmente durante los siglos XVIII, XIX y buena parte del XX, a situaciones de opresión y a la pérdida de la capacidad de autogobierno de las minorías nacionales (catalana o vasca, entre otras).
Afortunadamente, pese a determinadas posiciones maximalistas por uno u otro lado, no es probable que en el Estado Español se llegue nunca a una situación de conflicto como la que se ha producido en la antigua Y ugoslavia desde los años noventa, con la nada altruista intervención de la OTAN. Aun así, el mantenimiento de la convivencia depende de todas las partes, también de este nacionalismo español habitualmente ignorante de su propia y profunda raíz nacional, pero siempre dispuesto a impedir por todos los medios cualquiera intento de divorcio dentro del matrimonio hispánico que nos une desde el siglo XV.
También es cierto que la distinción entre nacionalismos de estado, eventualmente opresores, y nacionalismos sin estado, eventualmente oprimidos, tiene sentido tan sólo mientras no se da una situación de independencia. Cuando se llega a este nuevo estatus, el nacionalismo minoritario, por pura lógica política, se convierte en nacionalismo de estado, con todas sus connotaciones, tanto positivas como negativas. En la Europa del Este y en los Balcanes podemos encontrar algunos ejemplos de esto, pero el ejemplo más evidente y vergonzoso de como se puede pasar de oprimido a opresor lo encontramos en el estado de Israel, uno de los pueblos más perseguidos durante los últimos siglos, y que hoy en día práctica una política de represión sistemática contra el pueblo palestino, como se está haciendo evidente estos dias en Gaza.
No hace falta ser nacionalista para considerar que la opresión, la colonización, la expoliación o la subordinación de cualquier pueblo a otro por la imposición o la fuerza es una injusticia a la que todas las personas honestas, sea el que sea su orígen nacional, deberían oponerse. Una lucha pacífica y democrática que, en la Europa del siglo XXI, no puede admitir de ninguna forma el uso de la violencia, sea del signo que sea y venga de dónde venga. Ni la coerción y la violencia terrorista para conseguir una eventual secesión, ni la coerción y la violencia policial y militar del estado, como supuesta «garantía constitucional» para preservar «la unidad y la integridad nacionales».
Instalados en el maniqueísmo y la confrontación permanente entre nacionalismo español y nacionalismos periféricos, o entre centralismo e independencia, a veces parece como si las otras opciones no existieran. Aun así, la opción federal o confederal, que ya en su día defendieron Francesc Macià o Lluís Companys, Joan Comorera o Andreu Nin, continua siendo hoy la opción más razonable para un estado plurinacional como el español. Un estado federal y republicano dentro de una Europa confederal, con pleno respeto a los derechos de todos los pueblos. Este es el futuro que muchos quisieramos.
Jordi Córdoba es coordinador de Esquerra Unida i Alternativa (EUiA) en Girona