Desde la multitudinaria manifestación de la Diada la reivindicación del derecho a la autodeterminación y a la independencia ha pasado al centro de la agenda política en Catalunya y en el Estado español. No pretendo en este artículo analizar en profundidad los factores que ayudan a entender el rápido ascenso de la opción independentista, pero […]
Desde la multitudinaria manifestación de la Diada la reivindicación del derecho a la autodeterminación y a la independencia ha pasado al centro de la agenda política en Catalunya y en el Estado español. No pretendo en este artículo analizar en profundidad los factores que ayudan a entender el rápido ascenso de la opción independentista, pero es evidente que en ello influyó notablemente el rechazo de la reforma estatutaria por el Tribunal Constitucional en julio de 2010, ya que se confirmaba así que las puertas de la Carta Magna estaban cerradas incluso para una apuesta que, aunque enmendada en aspectos importantes, contaba con el visto bueno del parlamento español. No es casual que desde entonces se haya ido extendiendo un movimiento municipalista y ciudadano en Catalunya, promotor de consultas populares con eco creciente, que ha culminado en el éxito alcanzado durante la jornada del 11 de septiembre.
Luego, el estallido de la crisis sistémica ha podido ayudar también a fomentar cierto sentimiento de agravio comparativo con argumentos discutibles pero acompañado -no lo olvidemos- por el temor a una recentralización del Estado, cada vez más visible en el proyecto del PP y ratificada recientemente por la beligerante intervención de la Corona. Ante este panorama, corroborado por las encuestas, no reconocer que nos encontramos ante un nuevo escenario en el que la vía «autonomista» ha fracasado y lo coherente desde un punto de vista democrático es respetar la libre decisión que quiera tomar el pueblo catalán sobre su futuro sería estar ciegos ante el más que probable «choque de trenes».
Consciente de que ese independentismo ciudadano se produce en el contexto de una crisis de régimen y de la eurozona y buscando a la vez desviar la atención del desgaste que está sufriendo con sus recortes sociales, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, ha optado por ponerse a la cabeza de ese movimiento y convocar unas elecciones anticipadas con el fin de convertirlas en plebiscitarias. Desde fuera de Catalunya podemos criticar el oportunismo de Mas y su innegable propósito de dejar al margen de la agenda los efectos de sus políticas neoliberales en nombre de un proyecto independentista que pretende aparecer a la vez como solución mágica a la crisis económica y social. Pero no por ello podemos dejar de poner en primer plano la denuncia de un nacionalismo español que, tanto en sus versiones más beligerantes -las del «TDP party», la UPyD y el PP, con Vidal-Quadras pidiendo la intervención militar- como en las de un PSOE que de pronto ha redescubierto el federalismo «a la alemana» -o sea, uninacional-, sigue rechazando la necesidad de reconocer en condiciones de igualdad la realidad plurinacional existente dentro del Estado español.
No cabe pues más camino que el de buscar una vía democrática de solución del conflicto abierto, con mayor razón cuando probablemente puede volver a plantearse también en el caso vasco. Los «padres de la Constitución» de 1978 -en primer lugar, el rey y la jerarquía militar- quisieron tener «atada y bien atada» la «unidad e indivisibilidad de la Nación española», pero 34 años después su fracaso es incontestable. Ni el Estado autonómico, ni la integración en la UE -con las constantes cesiones de soberanía hacia arriba que ha supuesto- han logrado ofrecer un reconocimiento y un «acomodo» suficientes de Catalunya dentro del Estado español. A lo máximo que se ha llegado desde «Madrid» ha sido a hablar de España como «Nación de naciones» (la primera con mayúscula y la segunda con minúsculas), pero ni siquiera eso es aceptable para un PP que sigue mostrando su nostalgia de la época colonial con conflictos como el que recientemente se produjo con el islote Tierra, o su persistente obsesión por vender una «marca España» al servicio de las multinacionales.
Responder a este reto con el argumento de que en la Constitución no cabe el derecho a la autodeterminación y de que en caso de referéndum tendría que votar el conjunto de la ciudadanía del Estado, además de antidemocrático, significaría generar una dinámica de confrontación que facilitaría un mayor sentimiento independentista en Catalunya. Una vez más, hay que decir que la responsabilidad principal en el escenario que se ha creado se encuentra en los «separadores» españoles. Ese fundamentalismo constitucional se ve hoy todavía más debilitado si tenemos en cuenta que la Carta Magna que defienden con tanta pasión se ve diariamente violada en su apartado dedicado a los derechos sociales, sobre todo tras la reforma que a toda prisa se hizo en pleno verano de 2011 en su artículo 135 para imponer la «regla de oro» del déficit y del pago de una deuda ilegítima. No cabe pues extrañarse de que lo que fue ya resultado de una «transacción asimétrica» sea cada vez más cuestionado en las calles y estemos entrando ya en una crisis abierta de régimen.
Por eso, en lo que se refiere a la cuestión que nos atañe no vendría mal recordar lo que declaraba el Tribunal Supremo de Canadá en 1998: «La Constitución no es una camisa de fuerza (…). Aunque es cierto que algunas tentativas de reforma de la Constitución han fracasado en el transcurso de los últimos años, un voto claro de la mayoría de quebequeses sobre una pregunta clara, conferiría al proyecto de secesión una legitimidad democrática que el resto de participantes en la Confederación tendrían la obligación de reconocer«.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/5901/nacionalismos-derecho-a-decidir-y-democracia/