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Nadia Calviño exigió a Yolanda Díaz retirar la propuesta de subida del SMI

Fuentes: RT

En el año 2020 hemos sido protagonistas de un gigantesco seísmo al que no hace falta poner nombre, uno que ha conmocionado a nuestra sociedad hasta sus cimientos, agrietados por una pasada década convulsa. Un mundo entre dos crisis, una época de cambios que nos conducirá a un cambio de época.

Sabemos, o intentamos averiguar, cómo han sucedido los acontecimientos que nos han traído hasta aquí. Nos falta conocer cómo será el comienzo de lo que viene. Mientras ustedes leen, las piezas se disponen en el tablero. Conviene ponerles nombre, bajar a tierra las grandes palabras, ilustrar lo general con lo particular. Algo que ahora mismo está sucediendo en España ilustra este conflicto entre lo que quiere llegar y lo que se resiste a marchar.

Yolanda Díaz es la ministra de Trabajo del Gobierno de España, un cargo que, vistos sus predecesores, no tenía ya demasiada relevancia política, influencia social y recorrido mediático. Sin embargo, esta mujer nacida hace 49 años en un barrio industrial de Ferrol, Galicia, hija de un histórico sindicalista de CCOO, está siendo protagonista de la actualidad en los últimos meses. Desde el inicio de la legislatura, Trabajo, con un equipo donde destaca Joaquín Pérez Rey, el secretario de Estado de Empleo, ha llevado adelante la subida del salario mínimo en febrero hasta los 950 euros, ha derogado el despido por baja médica, ha incrementado las inspecciones laborales, ha prohibido los despidos relacionados con la covid y ha implementado los ERTE, con los que de facto se llegó a nacionalizar el pago de los sueldos de millones de trabajadores en los momentos más duros del confinamiento.

Yolanda Díaz es la ministra comunista del Gobierno. Primero porque pertenece a ese partido, integrado en la coalición Unidas Podemos que forma junto al PSOE el Ejecutivo presidido por el socialista Pedro Sánchez. Segundo porque las políticas que está llevando a cabo desde su ministerio son diametralmente opuestas a las practicadas en España en las últimas décadas, de marcado corte neoliberal. Tercero porque aunque sus reformas son obviamente socialdemócratas, muy similares a las que llevaba adelante cualquier Gobierno progresista de la Europa occidental en la segunda mitad del pasado siglo, los sectores más reaccionarios del país no se cansan de señalar su militancia como acusación: de tanto repetirlo van a conseguir que el adjetivo comunista, más allá del debate de qué es el comunismo hoy, vuelva a ser visto con buenos ojos por una parte sustancial de la población española.

No todo han sido éxitos en estos meses. Muchas de estas medidas no han conseguido la profundidad deseada, otras no han llegado a toda la población que deberían, una parte del empresariado burla las legislaciones recrudeciendo las condiciones con la excusa de la pandemia. Díaz lo sabe, implicándose de una manera directa en casos puntuales, intentando tapar demasiadas fugas de agua con tan sólo dos manos: a veces la formación ideológica que marca que los únicos cambios válidos son los que se producen desde lo estructural se deja a un lado cuando el teléfono suena a deshoras trayendo mensajes desesperados. Han sido meses muy duros, probablemente los más duros que muchas generaciones recuerdan. Las jornadas se alargan en el edificio que alberga el ministerio mucho más de lo que la salud marcaría. Es ahora o nunca.

Ahora o nunca porque la concatenación de circunstancias que han llevado a Díaz a su cartera son del todo excepcionales, tanto como que en 80 años es la primera vez, desde la II República en los años 30, que hay ministros más a la izquierda del PSOE en un Ejecutivo. Ahora o nunca porque aunque la conmoción causada por la pandemia rompió todos los planes, precisamente esa ruptura abre nuevas posibilidades para inducir cambios, aunque se ande siempre al borde del precipicio. Ahora o nunca porque nadie esperaba que Trabajo pudiera volver a ser una cartera relevante: seguramente por eso los socialistas no pusieron demasiadas pegas para otorgar a Díaz su cartera en las negociaciones de hace un año que conformaron la coalición gubernativa.

Algo que se conoce, pero que pocas veces se cuenta, es que anteriores ministros de trabajo eran poco más que funcionarios sin voz ni voto a las órdenes del ministerio de Economía o de la Troika que tuvo bajo vigilancia a España en la pasada década. Las diferentes reformas emprendidas, siempre lesivas para los derechos de los trabajadores, venían precedidas de estudios realizados por consultoras privadas. Los papeles iban llegando a la mesa principal del ministerio de Trabajo y allí su titular se limitaba a firmarlos. Al igual que de forma eufemística los ministerios de la Guerra pasaron a denominarse de Defensa, que el ministerio de Trabajo mantuviera su nombre era un eufemismo por conservación: debería haber pasado a llamarse ministerio de los Recortes y el Empresariado.

A Díaz se le impuso, desde Moncloa, una condición para que sus medidas salieran adelante: que se aprobaran con diálogo social, la forma en que se denomina a las desiguales negociaciones entre los sindicatos y la organizaciones empresariales, donde los ministros parecían siempre inclinarse del lado de la CEOE, confederación que agrupa a la patronal. La pandemia cambió algo, la bicicleta sin pedales del neoliberalismo enfrentó una cuesta que era incapaz de subir sin ayuda. Los sindicatos se han hecho más presentes en la vida pública. Y en el despacho del ministerio ya no se sentaba una persona encargada tan sólo de poner un sello a lo que le mandaban. Las circunstancias, la audacia de los nuevos actores y la firmeza que otorga la autoridad de no haberse escondido en momentos difíciles, por contra, haber sido una de los ministerios más activos en los meses del desastre vírico, han hecho el resto. De ahí que, para sorpresa de propios y extraños, se hayan conseguido aprobar tantas y tan variadas medidas. De ahí que Díaz sea una de las ministras mejor valoradas del Gobierno.

A los grandes medios les ha costado algunos meses tomar posición. Cuando lo hicieron fue para encumbrar a Díaz buscando subrepticiamente el enfrentamiento con Pablo Iglesias, el líder de Unidas Podemos y vicepresidente del Gobierno, sobre el que disparan diariamente todas las baterías de gran calibre de las más importantes tribunas del país. Ambos políticos tienen una estrecha relación que se remonta al 2012, cuando Díaz trabajaba en la política gallega y contrató al profesor de la Complutense como asesor de campaña en las elecciones regionales. Muchos especulan con que la ministra pueda ser la sucesora de Iglesias. Lo cierto es que es en lo último en lo que se piensa en estos momentos dentro de la coalición de izquierdas por una sencilla razón: los conflictos cotidianos más que apretar, ahogan.

Sobre todo desde diciembre, cuando se propuso una nueva subida del salario mínimo, la que marca el Estatuto de los Trabajadores, la ley general que regula las condiciones laborales. Seamos claros en este punto. La reticencias dentro del Gobierno, especialmente las que provienen del área económica, han sido constantes desde el inicio de la legislatura. Reticencias en el mejor de los casos, conflictos abiertos de alta intensidad la mayoría de las veces. Si muchos no han trascendido a la opinión pública ha sido por la disciplina necesaria frente a una derecha desbocada, política, pero también mediática, judicial y militar que ha coqueteado incluso con un plan golpista que vamos conociendo poco a poco. En público las diferencias se atenúan por una necesidad de supervivencia, pero existen y son de una profundidad notable.

La nueva subida del salario mínimo es, esta vez, de una pequeña cuantía, apenas de 9 euros. ¿Cómo es posible que se haya desatado una descomunal tormenta por una medida que, además de legal, es económicamente viable? Por razones políticas de fondo. De un lado, el PSOE está satisfecho con la labor de Díaz, por su solvencia y eficacia, por la imagen social que aporta al Gobierno. Pero por otro sabe que la ministra se ha hecho demasiado grande y por tanto no fácilmente controlable desde el ministerio de Economía, al mando de Nadia Calviño, una alta funcionaria con carrera en diferentes instituciones internacionales de una tendencia ortodoxa contraria a las políticas expansivas y de intervención pública. También, a juzgar por sus encontronazos con diferentes compañeros de Ejecutivo, incluidos algunos del PSOE como Escrivá o Ábalos, con un carácter poco dado a la negociación.

Calviño está al mando de la cartera de Economía desde el primer Gobierno de Sánchez conformado en junio de 2018, surgido tras la moción de censura contra el Ejecutivo del derechista Rajoy, provocado por un sangrante caso de corrupción. Esta ministra fue elegida por Sánchez, cuyo primer Ejecutivo adolecía de debilidad parlamentaria, como seguro de vida frente a las instituciones europeas y los mercados internacionales. También cabe otra lectura. Que Calviño fuera precisamente la enviada de los sectores de las finanzas internacionales como maestra de las llaves del Gobierno. Como en las historias de agentes dobles de la Guerra Fría es difícil saber a qué atenerse. Lo cierto es que no es descabellado metaforizar con que el Gobierno español está constituido por tres partidos: el PSOE de Sánchez (diferente al de los antiguos barones territoriales), Unidas Podemos y el partido de Nadia Calviño, ese que nunca se presenta a las elecciones pero que siempre influye, de manera directa o indirecta, notable en todo caso, en cualquier Gobierno del mundo.

La pelea de fondo no es por los 9 euros de subida del salario mínimo, la pelea de fondo es por el rumbo que tomará un Gobierno que a sí mismo se define como social y progresista: si las políticas sociales o las austeritarias. El PSOE vuelve a estremecerse entre sus dos almas, la progresista de sus votantes y la conservadora de su institucionalidad, salvo que esta vez tiene a alguien a su izquierda marcándole el ritmo y no desde la oposición, sino desde la bancada azul gubernamental, compartida con los miembros de Unidas Podemos. El jueves 17 de diciembre, mientras Iglesias discutía con Montero, titular de Hacienda, a propósito de la profundidad de la ley anti-desahucios, finalmente aprobada, Sánchez defendía a Calviño en el hemiciclo, como esos presidentes de club futbolístico que garantizan la continuidad de su entrenador sin ser preguntados en rueda de prensa. El mensaje era sobre todo interno. A su vez, en esos momentos, Yolanda Díaz estaba en Bruselas defendiendo el desmontaje de la reforma laboral de 2012, lesiva para los trabajadores. Las coincidencias siempre son dignas de tener en cuenta.

El lunes 21, la titular de Economía acude al programa televisivo Al Rojo Vivo, donde realiza las siguientes declaraciones: «Si no hay acuerdo entre los agentes sociales [para la subida del salario mínimo] a lo mejor lo que se nos está diciendo es que hay que tomarse tiempo y que esta decisión debe tomarse con la recuperación económica enfilada». Unos minutos después, Unai Sordo, secretario general de Comisiones Obreras, el sindicato más grande del país, respondía en sus redes sociales: «Decir esto es tanto como otorgar derecho a veto a la CEOE. Se desliza un mensaje claro ‘si no acordáis la subida del SMI, no se sube’. El Gobierno debe promover el diálogo social, no poner palos en las ruedas. Así no».

Lo cierto es que la segunda semana de diciembre tuvo lugar un duro enfrentamiento entre Calviño y Díaz, exigiendo la titular de Economía a la de Trabajo que retirase su propuesta de subida del SMI. Calviño trató de parar de toda forma posible a Díaz pero la ministra de Trabajo no cedió: es conocedora de que su popularidad y eficacia la protegen, además de que hay más de un millón y medio de trabajadores pendientes de la decisión de subida del SMI. Pero también de que a partir de ahora se ha convertido en una pieza a cobrar por los sectores más conservadores, dentro y fuera del Gobierno.

En los próximos días, sindicatos, patronal y ministerio se volverán a reunir para tratar la exigua subida. En esa mesa realmente se estarán decidiendo otras muchas cuestiones: si un ministerio de Trabajo puede tener un programa de reformas sustancialmente diferente al que quiere imponer el poder económico, si se pueden poner apellidos materiales a la palabra «cambio» más allá de un significado difuso, si el desequilibrio en el conflicto capital-trabajo, tras décadas de neoliberalismo, está empezando a variar. Pero sobre todo, de lo que se estará discutiendo, es sobre si la economía, aquello que afecta dramáticamente a la vida de los ciudadanos, es susceptible de quedar bajo el control de la soberanía popular expresada en unas elecciones, o es un epígrafe que se domina desde altas instancias, allá donde la luz de la democracia rara vez ilumina.

Fuente: https://actualidad.rt.com/opinion/daniel-bernabe/377871-exclusiva-nadia-calvino-yolanda-diaz-smi