Todas las personas que nos consideramos de izquierdas podemos compartir que la naturaleza es un patrimonio universal indispensable para la vida y que el capitalismo ha convertido los bienes comunes (recursos al servicio de la comunidad como el agua, el aire o los bosques) en mercancías. Esto implica tratar a la naturaleza como un insumo […]
Todas las personas que nos consideramos de izquierdas podemos compartir que la naturaleza es un patrimonio universal indispensable para la vida y que el capitalismo ha convertido los bienes comunes (recursos al servicio de la comunidad como el agua, el aire o los bosques) en mercancías. Esto implica tratar a la naturaleza como un insumo más, priorizar la propiedad privada sobre otras formas de propiedad y desconocer los derechos consuetudinarios de los pueblos que habitan sobre ese patrimonio. Hay dos lógicas que se tensionan y que discurren superpuestas: la lógica de la vida y la lógica de un determinado modelo de «desarrollo».
Durante años parecía existir una unidad entre los movimientos sociales, el movimiento indígena y la izquierda latinoamericana por la conservación de los bienes comunes y la lucha contra el extractivismo que los hacía peligrar. Hay quienes consideramos que el agua, el aire, el medio ambiente, son bienes planetarios que nos conciernen a todos, aunque estén en un espacio geográfico determinado. La biodiversidad se ha conservado durante siglos en zonas selváticas, alejadas de la «civilización» y donde, para desgracia de algunos, sus poblaciones -los pueblos indígenas- la consideran parte de su estructura constituyente como pueblo. Ya sabemos que las grandes potencias tienen otra visión: para ellas son simplemente mercancías que se compran y venden para obtener un beneficio y para ello, su instrumento, las multinacionales, se alían con gobiernos corruptos, apoyan a grupos paramilitares o diseñan arquitecturas legales que les permitan tener «seguridad jurídica» e impunidad en sus actuaciones.
En los últimos años, con la llegada de gobiernos progresistas a América Latina, se ha dado cierta tirantez en la relación entre una parte de los movimientos sociales, movimientos indígenas y algunos académicos de izquierda, por un lado, y gobiernos como el argentino, brasileño, boliviano, ecuatoriano o nicaragüense, por otro, que están en una fase neoextractivista. La posibilidad de aprovechar el potencial de recursos naturales con fines comerciales ha dado paso a posiciones antagónicas dentro de estos países: por una parte, quienes respaldan las tesis de explotar las riquezas del subsuelo como un medio para disponer de ingresos que permitan superar la pobreza, expandir la cobertura de atención de servicios básicos y corregir las asimetrías sociales y económicas existentes; por otra, aquellos que señalan que la extracción supondría impactos graves para la naturaleza y efectos adversos sobre la continuidad histórica de los pueblos indígenas.
Con ello, ¿estamos diciendo que los pueblos indígenas o los movimientos sociales que se oponen al neoextractivismo no quieren desarrollar económicamente el territorio? Y esto nos conduce a un nuevo interrogante: ¿qué modelo de desarrollo queremos para el país?
Las poblaciones asentadas en estos territorios, ricos en grandes recursos naturales, están entre las más pobres de sus países. Muchas de ellas no tienen acceso al agua potable ni a la electricidad, son diezmadas por enfermedades, sus fuentes de empleo se mueven en la precariedad, y cada vez se ven más arrinconadas en sus territorios, convertidas en objeto de consumo turístico para la población «occidentalizada» de dentro y fuera del país.
En este contexto, las preguntas se suceden. ¿Hay que dejar los recursos energéticos sin explotar? ¿Se pueden explotar sin dañar los bienes comunes? ¿De quién es la decisión? ¿De los pueblos que habitan esos territorios, de los gobiernos o de ambos? ¿Puede un pueblo o un conjunto de pueblos indígenas bloquear una explotación en un país, si el resto de la población está de acuerdo? ¿Puede un gobierno dejar de explotar los recursos naturales cuya venta le proporciona recursos para dar servicios esenciales a su población? ¿Cuáles son los mecanismos de consulta y decisión que se consideran válidos, inclusivos y decisivos?
Los gobiernos progresistas de América Latina parecen tenerlo claro: en estos momentos, con la actual coyuntura mundial, no hay capacidad de modificar sustancialmente la matriz productiva. Estos gobiernos tienen la obligación política de sacar al conjunto de sus poblaciones de la extrema pobreza y su principal fuente de ingresos es la explotación de los recursos naturales que poseen, a pesar de los impactos medioambientales que ello supone y de los que son conscientes. Parece obvio que el papel más activo de los gobiernos progresistas permitirá obtener mayores ingresos y mejores políticas distributivas, encarar la lucha contra la pobreza, generar nuevos empleos y aminorar los impactos ambientales, pero ello no impedirá la pérdida de biodiversidad, el deterioro de ecosistemas, la desestructuración de culturas ancestrales, la pérdida de empleo en sectores primarios y daños irreversibles a la naturaleza.
Se echa en falta una reflexión seria y un debate democrático y transparente que tienda puentes, supere la situación actual de enfrentamiento y posibilite una discusión serena sobre en qué áreas se podrían realizar actividades extractivas, con quién hacerlo, cómo hacerlo y para qué. En resumen, ¿es posible una explotación de los recursos naturales que dañe lo menos posible a los bienes comunes y que tenga el respaldo de la población afectada?
Estamos en tiempos de cambio y necesitamos escucharnos, respetarnos, no hacer de la diferencia de opiniones un muro insalvable. No permitamos que el capital se aproveche de nuestras fisuras y nos debilite.
Luis Nieto es coordinador de la Asociación Paz con Dignidad
Fuente: http://www.lamarea.com/2014/12/18/neoextractivismo-de-las-trincheras-al-debate-democratico/