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No te quiero tan verde

Fuentes: Rebelión

A despecho de quienes proclaman que el recalentamiento global se ha detenido, o que este supone un ciclo dictado por una suerte de ley impersonal del eterno retorno, un nuevo informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático indica que las temperaturas de las tres últimas décadas han sido, escalonadamente, las más altas […]

A despecho de quienes proclaman que el recalentamiento global se ha detenido, o que este supone un ciclo dictado por una suerte de ley impersonal del eterno retorno, un nuevo informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático indica que las temperaturas de las tres últimas décadas han sido, escalonadamente, las más altas desde 1850, y que las alteraciones dependen principalmente del homo sapiens. 

Duro golpe a aquellos que, con una compulsiva visión cortoplacista, intentan insuflar optimismo a ultranza, narcotizar en aras de las ganancias. Para ello incluso juegan a trastocar las palabras. No en balde, en el número 73 de la revista Temas, Ramón Pichs Madruga sugiere establecer a manera de premisa un deslinde entre los conceptos de cambio climático y efecto invernadero, a menudo convertidos en sinónimos. El segundo constituye «un fenómeno natural, gracias al cual existe vida en la Tierra, y en sí mismo no genera preocupaciones, aunque sí lo hace su reforzamiento a partir de las actividades humanas».

Sucede que «la temperatura de la Tierra es el resultado del equilibrio entre la energía que recibe de los rayos solares y la que se devuelve al espacio desde su superficie. La energía solar llega en forma de radiaciones de onda corta que atraviesan la atmósfera; luego, sale como rayos infrarrojos de mayor longitud de onda. Si toda la radiación se devolviera directamente al espacio, la temperatura media del planeta sería 30 grados centígrados inferior a la actual y este se convertiría en un lugar inhabitable. Gracias a los GEI (gases de efecto invernadero) que componen la atmósfera, gran parte de la radiación infrarroja es absorbida. Estos actúan como los vidrios de un invernadero, que dejan pasar la luz y retienen gran parte del calor. Por tanto, tal efecto no es un fenómeno creado por el hombre.»

Sin embargo, con el empleo de combustibles fósiles, por ejemplo, aumentan las emisiones de GEI más allá de ciertos límites, lo cual perjudica el comportamiento armónico de los sistemas climático, económico y social. Y he aquí el meollo. Petróleo, carbón, gas. Tres nada «tristes tigres» a los que algunos se aferran, cuando «la transición a fuentes renovables de energía tiene un costo cada vez menor que el que se estimaba hace 15 años. El problema no es la tecnología, sino la decisión política», nos recuerda valientemente el brasileño Carlos Nobre, uno de los autores principales del reporte arriba citado.

Animosa la aseveración, sí, por atañer a los intereses de las transnacionales, mas no todo lo radical posible, porque habremos de coincidir con John Bellamy Foster (número 33 de la revista Marx Ahora) en que la mayoría de las declaraciones de especialistas termina con un llamado a un empleo más cuidadoso de los recursos. Suelen proponerse medidas como la reducción de la dependencia de los mencionados combustibles y su sustitución por la energía solar, la disminución del consumo, el control del crecimiento de la población global…

Y no es que peque de errado el reclamo. Lo que sucede es que se reduce a cuestiones de voluntad individual y colectiva, y en oportunidades al manejo racional del mercado, y se ahonda poco en las dimensiones social y ecológica. «[…] los planteamientos de los principales ambientalistas, entre ellos la mayor parte de los científicos preocupados -como señaló Hans Magnus Enzensberger-, semejan con frecuencia sermones en los que ‘el horror de la catástrofe predicha contrasta fuertemente con la benignidad de la admonición con la que se nos permite escapar'».

Convengamos también: únicamente cuando se incorpora la comprensión de la acumulación privada se tornan completamente entendibles entuertos tales el cambio climático. Porque, como han reconocido miríadas de importantes economistas, aludidos por Foster, el capitalismo deviene insostenible. «Si las fronteras de la inversión no se expanden, y si los beneficios no se incrementan, la circulación del capital se interrumpe y se produce una crisis. […] el tipo de crecimiento rápido que exige el sistema con el objetivo de sustentar su propia existencia -crecimiento que ahora se produce a escala mundial- ya no es ecológicamente sustentable».

Así que no existen alternativas a las formas conscientes y racionales de control. ¿Socialismo, entonces? Póngale usted el nombre, a su albedrío, que aquí se trata más bien de esencias. De que al saber que Groenlandia podría ganar en matices y colores, pues la mayor porción de su hielo está condenada a derretirse, no vengamos a repetir descontextualizadamente con el poeta: «Verde, que te quiero verde». El asunto es otro. Y el despiste, el optimismo cerril, se pagan largo y pronto.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.