En un texto titulado sencillamente «Una historia» (incluido como prefacio al libro Ayudar a morir, de la doctora Iona Heath), John Berger señala cómo los últimos momentos de la vida de un ser humano pueden (suelen) ocurrir lejos de sus seres queridos; sea en un hospital (rodeado de aparatos, «tubos» y profesionales) o en una […]
En un texto titulado sencillamente «Una historia» (incluido como prefacio al libro Ayudar a morir, de la doctora Iona Heath), John Berger señala cómo los últimos momentos de la vida de un ser humano pueden (suelen) ocurrir lejos de sus seres queridos; sea en un hospital (rodeado de aparatos, «tubos» y profesionales) o en una ambulancia (con algún desconocido enfermero asistiéndolo) camino al mismo. Esta misma cuestión se plantea, más ampliamente, al comienzo de la película No todo es vigilia, del director Hermes Paralluelo. Allí, retratados en una suerte de mezcla de documental y ficción, están sus abuelos: Felisa y Antonio (octogenarios, llevan toda la vida juntos). Antonio está en una cama, internado, y Felisa le habla: desgrana argumentos, uno tras otro, insiste, en contra de terminar viviendo en un asilo. Le comenta lo mal que se vive (qué dan de comer, las «reglas» de «convivencia», las ataduras, y el dopaje que deja cabizbajo -tal como se ve en la película El artista, en aquella escena memorable con León Ferrari, Fogwill, Horacio González y Alberto Laiseca haciendo de «internados», idos gracias a alguna pastilla y a la TV que se les pone enfrente, o en este caso en lo alto-), y por ello propone que sigan independientes, autónomos, viviendo en su propia casa.
Así, el primer tercio de la película retrata las condiciones de despersonalización y manipulación del hospital -un hospital militar-, por fuera de toda atención específica a la individualidad, a lo propio y singular de cada paciente. Antonio habla, cuenta sus historias, y nadie lo escucha -«simplemente», se siguen los protocolos y pasos establecidos (con él y con quien sea)-. Felisa, que recorre como puede todos los pasillos, ascensores y habitaciones del hospital con su andador, sufre una descompensación allí, y actúan de igual manera con ella (no importa qué recuerde o no: está el «historial» de la computadora, que archivó todas sus enfermedades y operaciones). Su pasado, sus vivencias y recuerdos parecieran no tener ningún sentido, ningún punto de contacto o significación para médicos, enfermeras y camilleros. Sin embargo la cámara -que tiene planos muy logrados- lo registra, y sabemos que vivieron «la guerra» (se entiende que la guerra civil de 1936-39).
De ritmo moroso, con una cadencia que se adapta a los protagonistas (tal como hizo en su momento Lucrecia Martel con su primera película, La ciénaga, al retratar la vida de una familia acomodada –viniendo a menos– de las provincias del norte argentino), la cámara sigue luego el retorno de la pareja al hogar, y cómo conviven y se asisten ante diversas complicaciones que los aquejan. (Y sus diálogos, recuerdos, sus largos silencios -¿qué pensarán?-, sus esfuerzos por desplazarse y lidiar con «la tecnología», y sus «tiempos muertos»…) Su relación con el «afuera» de la casa (alguien que les arregle la calefacción, el correo que deja un «aviso de visita», etc.) y otros típicos asuntos de la vida cotidiana son mostrados frontalmente -en todas sus complicaciones-, cruda pero tranquilamente. Sin prisa y sin dramas.
¿Podrían vivir el uno sin el otro? Pareciera que no. El mismo director, que ha dicho que buscó retratar solamente la historia de amor de estos, sus seres queridos, lo duda. Y sin embargo «su tema» (la vida y situación de dos familiares) puede también ampliarse y pensarse-conectarse con otras obras que, a su modo, se enfocaron en el tema: desde La feria del asilo, la primera novela de John Updike que cuenta la osadía (y algarabía) de una «rebelión» de abuelos y abuelas internados contra las autoridades de la institución, hasta Plataforma, de Michel Houellebecq, novela escrita ya en el siglo XXI, en el mismo momento en que olas de calor recorrían Europa, provocando la muerte de abuelas y abuelos, sumándose el abandono y desinterés por parte de sus familiares -lo que puso en discusión pública el individualismo de generaciones más jóvenes: hijos y nietos-. También se pueden mencionar los libros de fotografías de Philippe Bazin, y, por supuesto, Amor, la película de Michael Haneke, aunque allí los protagonistas son gente de clase media (alta), de buen pasar, con uno de sus integrantes comenzando una debacle total, en un duro, durísimo drama vital que -puestos a comparar- la película de Paralluelo muestra con sosiego, de manera mucho más atemperada.
No todo es vigilia es una película «minimalista», atenta a sus personajes, honesta y sencilla. Lograda en lo estético, tiene un guión que, aunque parco -además, apenas si hay música-, permite conocer a una pareja unida por décadas, y, también, abrir una reflexión acerca de cómo (se) vive la llamada «tercera edad».
Fuente: http://www.laizquierdadiario.com/No-todo-es-vigilia-el-paso-y-peso-de-los-anos
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