Les escribo desde el mundo rico y consumidor, desde las tierras del despilfarro, desde los países situados en el centro económico mundial. Y lo hago después de haberme comido, en la playa de la Malvarrosa, uno de los platos típicos españoles: la paella valenciana. Después de felicitar al cocinero por su guiso le pregunté por […]
Les escribo desde el mundo rico y consumidor, desde las tierras del despilfarro, desde los países situados en el centro económico mundial. Y lo hago después de haberme comido, en la playa de la Malvarrosa, uno de los platos típicos españoles: la paella valenciana. Después de felicitar al cocinero por su guiso le pregunté por los ingredientes: el arroz, ingrediente principal en una zona como el levante español, rica en este cultivo, proviene de Indonesia. Los camarones, de Ecuador y de India; los calamares, de Argentina; el pollo, de granjas que los engordan con maíz brasileño; el conejo, alimentado con soya boliviana; las verduras, de Marruecos, y todo eso con cariño y a fuego lento… con gas que nos llega desde Argelia. Para terminar un café ugandés con azúcar dominicano y en el centro de la mesa unas flores colombianas. ¿Nos estamos comiendo el mundo?
Para abastecernos de esta larga lista de alimentos necesitamos de los monocultivos para la agroexportación: modelo agrícola altamente selectivo. Seleccionan a quien los produce, cómo se producen, qué se produce y quién se queda con el beneficio monetario. Los pequeños y medianos campesinos no pueden formar parte de este sistema: los únicos que pueden producir para exportación en gran escala son las grandes explotaciones agrarias. Las pequeñas y medianas empresas nacionales tienen enormes dificultades para exportar estos productos. Los únicos con capacidad para hacerlo a los niveles actuales son las grandes corporaciones agroalimentarias. Para exportar a ese nivel no sirven los modelos de producción agroecológicos, diversos, locales, campesinos y sustentables. Para la función macroexportadora necesitamos de la Revolución Verde, de la Nueva Revolución Verde (con los OGM incluidos) y de la Revolución Azul (pesca y acuacultura industrializada), que han estado optimizados justamente para esa función. Con los monocultivos exportadores no se puede producir la cantidad suficiente de alimentos sanos, nutritivos, culturalmente apropiados, diversos que conforman la dieta básica de una población. Los monocultivos de exportación obligan a pensar en el mercado del norte y producir aquello que necesita, en la cantidad que necesita y en la forma y sabor que necesita. En realidad quien dicta el quién, el cómo y el qué del sector agrario de los países del sur no son los ministerios de agricultura de cada uno de estos países, y menos aún sus familias campesinas. Lo dictamos nosotros, los europeos y españoles, por ejemplo.
Pueblos y naciones sin soberanía alimentaria. Evidentemente la administración local tiene sus responsabilidades, pero desde la distancia de los países enriquecidos la corresponsabilidad del norte en ello es clara. Nosotros somos los motores de importación de esos productos (que, dicho sea de paso, buena parte de ellos se destina a una producción agroganadera altamente contaminante y antisocial). Son en muchas ocasiones nuestras empresas quienes producen, exportan y se quedan con el beneficio monetario del modelo. Son nuestros gobiernos quienes firman acuerdos comerciales bilaterales y multilaterales que crean los moldes políticos y económicos ideales para crear estos modelos y asegurar su supervivencia.
Aparece entonces el concepto de deuda ecológica asociada a la pérdida de soberanía alimentaria. La deuda ecológica a consecuencia de la contaminación de tierras y aguas por exceso de fertilización química y por la abusiva utilización de plaguicidas. La erosión del suelo agrícola por la adopción de modelos no sustentables. La exportación de recursos no renovables sin pagar nada por ellos. La deforestación, la pérdida de biodiversidad y ecosistemas son, entre otros muchos aspectos, parte de esa deuda. En definitiva el uso que hacemos -a miles de kilómetros- de los bienes ecológicos de otros y de todos.
Y si además contabilizamos los agricultores desplazados de sus tierras, la pérdida de granjas y explotaciones locales, la inseguridad alimentaria y pobreza que genera la sustitución de una agricultura local, diversa, campesina y orientada a alimentar a la población local por otra que piensa exclusivamente en la bolsa de Chicago, entonces la deuda aumenta: la deuda social.
¿Quién debe a quién? ¿Los países del sur económico al norte en concepto de deuda externa, o los del norte al sur en concepto de deuda ecológica y social? Si sacamos cuentas la respuesta es clara. Nosotros debemos.
Gustavo Duch Guillot es Director de Veterinarios sin Fronteras España