Francisco Padilla No grabé su voz durante la entrevista en su casa aquél frío día de febrero de 2015. Preferí hacer anotaciones en una libreta mientras escuchaba el relato de su vida hasta aquél fatídico martes 6 de mayo de 2014. «Recuerdo exactamente el día», me dijo, esa mañana de primavera en la que sintió […]
Francisco Padilla
No grabé su voz durante la entrevista en su casa aquél frío día de febrero de 2015. Preferí hacer anotaciones en una libreta mientras escuchaba el relato de su vida hasta aquél fatídico martes 6 de mayo de 2014. «Recuerdo exactamente el día», me dijo, esa mañana de primavera en la que sintió un agotamiento extraño en su habitual camino en bicicleta al trabajo en los talleres de Los Prados de Renfe en Málaga.
Un cansancio, tos seca y dolor de estómago fueron los síntomas que le advirtieron de que algo iba mal y le llevaron a acudir al médico. El diagnóstico fue claro: mesotelioma pleural, un cáncer muy agresivo causado por la exposición a las fibras del amianto. «En la radiografía se veía un pulmón blanco y otro negro», leo en mis anotaciones de entonces.
Se llamaba Francisco Padilla. Tenía el cabello moreno, los ojos oscuros, una mujer valiente y un hijo. Murió el martes 9 de agosto a las cinco de la mañana. Dos días después fue enterrado en Villa del Río, pueblo cordobés del que era originario al que se había retirado hacía ya tiempo para estar más tranquilo. Rodeado de campos de olivos. Al funeral acudieron muchos de sus compañeros de trabajo y miembros de sindicatos.
Su mujer Pepi Reyes fue quien me abrió la puerta de su casa el día de la entrevista en un último piso de su vivienda. Preparaba por entonces un reportaje sobre el amianto y sus consecuencias. En esos días Francisco ya acudía acompañado de su mujer a sesiones de radioterapia después de una compleja cirugía en la que le extirparon el pulmón izquierdo, el diafragma y parte de la pleura.
Esperaba sentado en una pequeña sala de estar al calor del brasero de una mesa camilla que enseguida me invitó a compartir. Recuerdo que decía sentirse «afortunado» y un «bicho raro» por estar vivo al tratarse de un cáncer tan agresivo que ya había segado rápidamente la vida de compañeros de trabajo.
Electricista de profesión, contaba que desde los 14 a los 17 años hizo participó en un curso de adaptación ferroviaria y que trabajó de los 18 a los 52 años en los talleres de Renfe de Los Prados en Málaga reparando trenes y aires acondicionados. Toda una vida de labor y demasiado tiempo en contacto directo con el asbesto ignorando su carácter letal.
Él y sus compañeros desmontaban los vagones por dentro en los años 80 y en ese tiempo «todo estaba forrado de amianto», un material aislante que se usaba porque era barato y eficaz.
«Me caía en la boca, lo escupía y seguía trabajando», contaba. Decía que en aquellos momentos ningún trabajador sabía que el amianto, prohibido en España desde 2002, era tan peligroso y la empresa no adoptaba ninguna medida de seguridad.
Renfe concedió a Francisco en 2014 la incapacidad permanente por enfermedad profesional. Pero él y su familia quisieron interponer una demanda contra la empresa ante los tribunales cuyo juicio se celebró en mayo y quedó visto para sentencia.
Reclaman 350.000 euros por daños morales, estéticos y físicos derivados de su dolencia. Francisco no pudo acudir al juicio por la gravedad de su enfermedad y tampoco podrá ya escuchar el veredicto como habría querido.
Me acuerdo bien de que casi al final de la charla que mantuvimos se le aguaban los ojos cuando miraba a su mujer. Decía que tenía ganas de llorar, pero no por la enfermedad, sino por el sufrimiento de los que le rodeaban. Pepi le devolvía la mirada y me contaba que había que ser optimista, que no quedaba otra.
Era un hombre que se cuidaba, nunca había fumado y solía ir a trabajar en bicicleta. La enfermedad llegó sin avisar y sus compañeros, sometidos a revisiones periódicas, viven en el temor de que en cualquier momento les puede tocar.
El cáncer causado por el amianto tiene un periodo de latencia tan largo que puede manifestarse más de 20 años después de la exposición, por lo que puede afectar a personas que ya están jubiladas.
Ocurre que muchos han muerto sin saber que su fallecimiento se debía al amianto y sin posibilidad de resarcimiento.
Quise en estos últimos meses volver a hablar con Francisco, pero me advirtieron de que estaba demasiado débil, ya no aguantaba.
Ya en el juicio en mayo el perito forense habló de que le quedaba muy poco tiempo de vida. Sin embargo nadie se esperaba que el desenlace fuera tan rápido.
Me quedan sus frases de entonces y las de su mujer, anotadas con prisa en mi cuaderno a cuadros. La palabra, su testimonio, le sobrevive.
Descansa en paz.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.