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Novedad editorial en Argentina

Nosotras presas políticas

Fuentes: Artemisa Noticias

Este libro es una obra colectiva de 112 mujeres que fueron presas políticas y estuvieron en cárceles de distintos puntos del país entre 1974 y 1983

Este libro es una obra colectiva de 112 mujeres que fueron presas políticas y estuvieron en cárceles de distintos puntos del país entre 1974 y 1983. Su originalidad radica también en el intento de contar la vida cotidiana de esas mujeres, de la que por supuesto no estaba ajena la política, a través de los recuerdos, cartas y dibujos que fueron gestándose entre rejas. Aquí adelantamos algunos fragmentos de un material valiosísimo que estará disponible la semana próxima en las librerías y será presentado el 28 de abril en la Feria del Libro.

 

 

En estas páginas contamos nuestra experiencia como presas políticas en la cárceles del país durante el período contenido entre los años 1974 y 1983.

 

Poco tiempo después del golpe de Estado de 1976, y como parte del plan de «aniquilamiento de la subversión», los militares concentraron en el penal de Villa Devoto, en Buenos Aires, Argentina, a las mujeres que nos encontrábamos detenidas en las unidades penitenciarias de todo el país. Su objetivo fue disponer de nosotras según sus necesidades políticas y convertirnos, de esa manera, en rehenes. A partir de ese momento esta cárcel pasó a ser el lugar en el que permanecimos la mayor parte del tiempo y que, por estar situada en la Capital Federal, fue utilizada por la dictadura para mostrar una imagen de legalidad frente a las presiones que ejercían, en ese entonces, los organismos internacionales de derechos humanos, razón por la que la llamamos «cárcel vidriera».

 

 En ese contexto la realidad del penal encerraba una clara dicotomía: en lo formal era una cárcel con celdas prolijamente pintadas de celeste y personal que nos trataba de «señoras» y de «usted». Pero, en realidad, se trataba de un sórdido y persistente régimen opresivo cuya máxima expresión fue la sentencia de las autoridades del Servicio Penitenciario Federal cuando nos dijeron: «De aquí saldrán muertas o locas.»

 

En este lugar, bajo estas condiciones extremas, llegamos a ser casi 1200 mujeres provenientes de Capital Federal, provincias del interior del país y países limítrofes. De diversas edades – desde 14 hasta 70 años – y diferentes condiciones sociales. Con un promedio de detención de 7 años, aunque hubo quienes estuvieron sólo algunos meses. Lili, por ejemplo, permaneció 14 años detenida: desde1974 a 1987 y fue la última presa política en salir en libertad.

 

El primer grupo de presas, detenidas en los años 74 y 75, tenía la característica de ser, en un alto porcentaje, militantes de distintas organizaciones políticas. Inmediatamente después del golpe militar el destino de muchas compañeras fue los campos de concentración, la desaparición y la muerte. Desde entonces, en la cárcel, convivimos estudiantes universitarias y secundarias, obreras, campesinas, empleadas, profesionales, amas de casa, artistas, docentes, maestras rurales, con diferentes niveles de compromiso y militancia. Esta composición fue el difícil inicio de la construcción de una convivencia solidaria donde la represión se instauró sin pausa, y se profundizó a partir del 76. Tuvieron que pasar varios años para que nos dieran el carácter de presos políticos «legales» a quienes nos encontrábamos detenidos en las cárceles del país. Y esto sucedió a partir de la visita realizada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA en el año 1979, que visitó las cárceles, nos entrevistó y exigió la publicación de la totalidad de los nombres de los que estábamos  encarcelados.

 

En estas páginas relatamos cómo se fue construyendo nuestra vida, año a año; las múltiples formas de organización y creatividad a las que debimos recurrir para sobrevivir, para enfrentar dificultades y situaciones críticas, y cómo tuvimos que apelar a nuestra capacidad individual y colectiva con el solo objetivo de salir íntegras.

 

(…)

Se trata de nuestro libro, escrito y elaborado de manera colectiva, tal como fue nuestra vida entonces. Logrado luego de reuniones de las «memoriosas», de quienes seleccionaron las cartas, de las que escribieron sus testimonios, de las más de cien ex presas políticas que entregaron sus cartas, poemas, dibujos, relatos, y de los innumerables mensajes por correo electrónico que recorrieron no sólo nuestro territorio sino también lejanos países que son hoy morada de tantas compañeras. Esta red de recuerdos individuales y grupales permitió reconstruir en nuestra memoria y en nuestros corazones  la vida en la cárcel, año tras año, día tras día.

 

La detención, la tortura, la desaparición y la muerte de nuestros familiares, compañeros, amigos, y el régimen al que fuimos sometidas, nos dejaron profundas marcas, diferentes en cada una de nosotras de acuerdo con la experiencia personal.

 

 Así también nos han marcado para siempre el temor al frío, la impaciencia frente a la espera, los ruidos que nos recuerdan los candados y las rejas o el carro de la comida «tumbera», o el sonido del agua que bajaba por los caños de desagüe de las letrinas; los gritos, los golpes, los movimientos bruscos; la humedad de los calabozos con sus paredes mojadas y chorreantes, innumerables situaciones que nos resignifican la cárcel y los momentos que más nos afectaron.

 

 Sabemos, además, que el intento de destrucción ejercido sobre nosotras ha quedado registrado en nuestras mentes, en nuestros cuerpos, en nuestros corazones; somos concientes de ello, lo llevamos a flor de piel en nuestra vida y así contamos esta historia.

 

La nuestra es una experiencia única en nuestro país: el momento histórico, la cantidad de mujeres detenidas por razones políticas y concentradas en un mismo penal y su resistencia, desde ese lugar, al plan de destrucción social imperante. Situación que, ojalá, no vuelva a repetirse. Aun así queremos transmitir sobre todo los valores que emergen de esa experiencia, que no tienen tiempo ni lugar, que pueden aplicarse y vivirse en cualquier circunstancia por más dura que ésta sea, y que permiten que, de todos modos, sea posible vivir con alegría.

 

 En el año 1999 Mariana Crespo, nuestra entrañable compañera, tuvo la idea de escribir nuestra historia. Idea que fue tomada, en ese momento, por Darío Olmo, perteneciente al Equipo de Antropólogos Forenses (EAF), y por todas nosotras. Así se sentaron las bases de este libro. Hoy no contamos con la presencia de Mariana. Estas páginas son un homenaje a ella: sin su sostenida decisión de iniciar este proyecto y de reunir voluntades, con distintas necesidades, experiencias y también distintos pensamientos políticos, difícilmente lo habríamos logrado. Todas las que conocimos al «caballo loco», como la llamábamos cariñosamente, recordamos su alegría y su dedicación para limar asperezas, para escuchar, para unir hasta lo imposible. La verdad es que la extrañamos mucho.

 

Este libro es por ella y por nosotras.

 

Por nuestros familiares, que vivieron nuestra experiencia y la sufrieron en carne propia.

Por nuestros muertos y desaparecidos, a los que no olvidaremos nunca.

Por aquellos que no conocen la historia o tienen una vaga idea de lo sucedido.

Por las nuevas generaciones, por nuestros hijos.

 

Han  pasado tres décadas desde que se sucedieran los hechos que narramos aquí. Nuestro país es otro país y, sin embargo, cada capítulo de la Historia se alimenta del capítulo anterior. Por eso nos corresponde hoy transmitir nuestro capítulo vivido. Para alimentar la memoria, construir el presente y mirar, esperanzados, el futuro.

                                                                                                            

 

Quiénes éramos

 

Somos hijas de una generación que se debatía entre «peronismo y antiperonismo». Crecimos escuchando a los adultos discutir sobre política en las reuniones familiares, generalmente en la mesa de los domingos, levantando la voz, momento que era seguido por un silencio destinado a comprender el mensaje que surgía de la radio, desde la que una voz en off, solemne, empezaba diciendo: «Comunicado al pueblo de la Nación…» que, con una marcha militar de fondo, anunciaba un nuevo golpe de Estado.

 

Veíamos las caras adustas, intuíamos el miedo y la preocupación.

 

Así había sido en el 30 cuando las Fuerzas Armadas destituyeron a Hipólito Yrigoyen.

 

Así también fue en el 55 cuando una nueva irrupción militar, encabezada por la Marina, derrocó al presidente Juan Domingo Perón. Algunas recordamos este hecho porque, en el barrio, todos los chicos de la cuadra fuimos conducidos junto a nuestras madres al sótano de la casa de un vecino «por las dudas, para protegernos de los tiros», nos decían nuestros padres, mientras ellos permanecían en las calles, de un lado o del otro: a favor de Perón o a favor de la Libertadora. Y, después, vinieron largos años de proscripción del peronismo.

 

Cuando en el 62 derrocaron a Arturo Frondizi no fuimos a la escuela por varios días. Y cuando en el 66 los militares, irrespetuosos, sacaron al presidente Illia del sillón de Rivadavia a los empujones y a las patadas, nos quedó grabada la imagen, publicada en los diarios, de aquel médico de Cruz del Eje reconocido por su honestidad. Esta vez había sido Onganía la cabeza visible de la que ellos denominaron «revolución argentina».

 

Y ese año nos encontró en las calles peleando contra la nueva dictadura, y luego en el 70 y en el 71 contra las de Levingston y Lanusse.

 

Y fue precisamente contra Agustín Lanusse que, en el 72, junto a tantos más, estremecimos las baldosas y los vidrios de los diarios La Prensa y La Nación manifestándonos contra el fusilamiento de los presos políticos cuando la masacre de Trelew.

 

Costó muchas vidas, muchos sacrificios, lograr que los militares dejaran el gobierno. Pero lo dejaron.

 

Así, vivimos la asunción de Héctor Cámpora a la presidencia. Fue un día de sol brillante cuando vimos desfilar frente a nuestros ojos a los líderes Salvador Allende y Osvaldo Dorticós Torrado. El «Tío» confiaba en que, como anunciaba el programa electoral del FREJULI, la redistribución del poder en un proceso democrático era posible.

 

Y lo festejamos.

 

Y la alegría continuó el 25 de mayo del 73, cuando poderosas movilizaciones populares arrancaron la promulgación de la ley de Amnistía que dejó en libertad a los presos políticos que poblaban las cárceles del país. Ese día fue una fiesta y las que estábamos en Buenos Aires recordamos el «Devotazo».

 

Pero el mismo año, en una larga y multitudinaria marcha, fuimos a Ezeiza a recibir a Perón. Regresaba al país en un avión que nunca vimos aterrizar y, en cambio, lo que vivimos fue una verdadera masacre.

 

Y el 11 de septiembre, amargo y funesto, nos encontró nuevamente en las calles para repudiar el sangriento golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile…

 

Ésa es nuestra historia.

 

Nacimos, la mayoría de nosotras, entre el 45 y el 55. Vivimos en un país de luchas, desencuentros y proscripciones, con gobiernos elegidos por el voto popular e interrumpidos drásticamente por dictaduras militares. Es que, entonces, la Trilateral Commission sostenía  que la democracia era «disfuncional al desarrollo».

 

El mundo se había dividido en dos bloques: capitalismo y comunismo. Y había sido declarada una guerra: la «guerra fría», que determinaba que desde este lado del mundo -bloque «occidental y cristiano»- todo movimiento social que cuestionara el poder fuera visto como una amenaza comunista. Claro mensaje del «Norte», que nuestra generación contrarrestó dando contenido a dos palabras: imperialismo y dependencia.

 

En el 59 vimos en la revista Life que unos barbudos habían hecho una revolución en una isla caribeña. Y que un argentino, Ernesto Guevara, había participado en ella. Eso nos impactó para siempre.

 

Esta pequeña isla, Cuba, de tan sólo 1.100 kilómetros de largo, había decidido hacerle frente al país más poderoso del mundo, EEUU. (¡Mirá vos!)

 

Aquí, la lucha continuaba. Y el 29 de julio del 66 la Policía Federal desalojó la Facultad de Ciencias Exactas a los golpes, contra todos y sin distinción: alumnos, docentes, no docentes.  Fue la «Noche de los bastones largos».

 

 La Universidad fue intervenida por orden de Onganía y, mientras algunas fueron clausuradas, en otras los estudiantes sostuvieron huelgas que duraron meses, negándose a asistir a clases en esas condiciones. Como en Córdoba, donde un estudiante que repartía volantes fue baleado, hecho que tuvo como respuesta la toma del Hospital de Clínicas, después de lo que se desató una represión aún mayor. A raíz de esto «215 científicos y 86 investigadores de áreas sociales y humanísticas» tuvieron que emigrar. 

 

Y qué triste fue aquel día de octubre del 67, cuando diarios y revistas publicaron la foto del Che muerto en un catre de campaña. Apresado vivo en La Higuera, asesinado en Bolivia.

 

En el 68 nos sorprendió el «Mayo Francés» cuando estudiantes e intelectuales parisinos se levantaron para protestar contra el régimen económico, cultural y educacional, y contra la política colonialista de su país.

 

Y ese mismo año la CGT de los Argentinos, dirigida por el gráfico Raimundo Ongaro, declaraba en un manifiesto: «…agraviados en nuestra dignidad, heridos en nuestros derechos, despojados de nuestras conquistas, venimos a alzar, en el punto donde otros las dejaron, las viejas banderas de lucha».

 

Y la lucha estaba en las calles.

 

Se sucedían manifestaciones universitarias: en Corrientes, también en Rosario, donde murieron los estudiantes Blanco y Bello.

 

Y el 29 de mayo se produjo el «Cordobazo», sublevación masiva, encolumnada detrás de dirigentes obreros como Agustín Tosco, Atilio López, Elpidio Torres. Y allí estábamos. Ardía el barrio Güemes; ardía el arco de la entrada de Córdoba; columnas de trabajadores habían cortado el acceso a la ciudad; era un campo de batalla la Vélez Sarsfield frente a la CGT, donde los manifestantes arremetían contra la policía, «armados» con tarros repletos de bolitas que, tiradas al ras del pavimento, hacían resbalar y caer a los caballos de la montada; ardía el barrio Clínicas, ahí estuvimos, parapetados en barricadas y en los techos y, con gomeras, tiramos piedras a la policía que merodeaba los alrededores con tibias incursiones y abundantes gases; hubo luchas y hubo muertos, y el contundente levantamiento significó el principio del fin de la dictadura de Onganía y el recambio militar.

 

El hombre llegó a la luna.

 

Y el 16 de septiembre se ordenó la ocupación militar de la ciudad de Rosario, y entonces obreros y estudiantes salieron a las calles. Fue el «Rosariazo».

 

En enero del 70 dirigentes combativos triunfaron en las elecciones internas en los sindicatos  SITRAC y SITRAM en Córdoba, ganándole la pulseada a la eterna burocracia sindical.

 

Y las huelgas y las manifestaciones no se detenían. El 15 de marzo del 71, de nuevo, masivamente. Levingston había nombrado a un interventor en Córdoba quien, en un rasgo de absoluta soberbia, había declarado que «cortaría la cabeza de la víbora marxista», lo que trajo como respuesta el «Viborazo». Para que la sangre no llegara al río el interventor tuvo que ser reemplazado por Lanusse…

 

Se estrenó la  película Z, de Costa Gavras. Era una época en la que convivían el Club del Clan y el cine «testimonial», por el que optábamos: Estado de Sitio, Blow Up, I como ICARO… el realismo de Buñuel. Y, al menos una vez por semana, era posible ir al «cine club» para ver La batalla de Argelia, El chacal de Nahuel Toro, entre tantas otras, o La hora de los hornos, proyectadas por circuito «under». Grandes expresiones artísticas de las que, sobre todo, nos atraían el contenido social y el debate en grupo al final de la función, allí mismo o en el café de al lado.

 

En realidad todo se debatía, todo era objeto de discusión, porque lo que estábamos cuestionando era el sistema reinante, los valores vigentes.

 

El arte «abstracto» poco importaba por su falta de «mensaje» pero, en cambio, admirábamos a Carpani, cuyas pinturas aparecían en paredes o en revistas, con sus imágenes de grandes contrastes y pocos grises, que eran un símbolo de la época.

 

Y era posible quedarse absorto frente al Guernica, de Picasso, con sus imágenes despedazadas por la guerra. Alonso, Berni, Spilimbergo, o los muralistas mejicanos, cuya presencia nos recordaba que somos parte de un continente que extiende sus brazos y su historia de norte a sur.

 

Veíamos en la tele las imágenes de Vietnam, el horror de los fusilamientos públicos, y a niños y adultos destrozados por las bombas de napalm.

 

Y en Buenos Aires se exhibía la obra teatral Hair.

 

Escuchábamos a Mercedes Sosa, a Atahualpa Yupanqui, a los Olimareños, a los Quilapayún, a Joan Baez, a Violeta Parra, a Daniel Viglieti, a Serrat, a Sui Generis, a Almendra, a Vox Dei o a Vinicius de Moraes… o a los Beatles, los «melenudos» del Submarino Amarillo, de los que éramos fanáticas. Y nos divertíamos y bailábamos en las peñas folclóricas y en los festivales de rock, acompañando las guitarreadas con unos vinitos, o unos lisos, o con la sangría bien fría de vino con limón, azúcar y hielo.

 

Leíamos los poemas de Walt Whitman, Mario Benedetti, Nicolás Guillén, Miguel Hernández, Juan Gelman, Paco Urondo o Pablo Neruda. Y allí estaba la literatura de Hauser, Althuser, Cárdenas, Lumumba, Franz Fanon, para quien quisiera tomarla.

 

Y si algo se podía leer «entre líneas», eran los comics de Breccia con su Mort Cinder, Hugo Pratt y su Corto Maltés, la Mafalda de Quino, Oesterheld y su memorable Eternauta.

 

Y absorbimos las experiencias de Taco Ralo y los Uturuncos, Raúl Sendic y el MLN Tupamaros, Miguel Enríquez y los miristas chilenos, Salvador Allende con su propuesta de una «vía pacífica hacia el socialismo». Propuestas de lucha, ebullición de ideas, donde parecía que todo lo necesario para lograr una sociedad mejor, nacional y latinoamericana, estaba al alcance de la mano.

 

Descubrimos que la historia que estudiábamos en la escuela era la historia «oficial», pero que había otra que no aparecía en los libros de texto, que se aprendía en reuniones con amigos, en tomas y  asambleas en la fábrica o en la facultad, en la calle, en los grupos cristianos tercermundistas o en familia. Una que algún profesor «piola» de vez en cuando se animaba a contarnos. Una que estaba en otros libros que alguien a veces nos pasaba. Entonces aprendimos a leer entre líneas.

 

Y entre tomas y asambleas, entre libros y largas discusiones, trabajando en fábricas o en el barrio, vivíamos sumergidas en un clima de efervescencia, de barricadas, de movilizaciones, de organización, de la CGT de los Argentinos, de cordobazos y pintadas en las paredes con la imagen del Che dibujada rápido, con aerosol y esténcil, en negro, blanco y el rojo inconfundible de la lucha que estaba en las calles, que era palpable y en la que se percibía que «todo» era posible: sólo había que tomar la decisión.

 

En las calles había propuestas en construcción, la historia continuaba, estaba viva.

 

Era la continuidad de las luchas obreras que se remontaban a principios de siglo, las huelgas y piquetes que acompañaron su nacimiento y su crecimiento hasta convertirse en una clase obrera numerosa, como lo era entonces, en los años 60 y 70. Luchas que desde el principio estuvieron impregnadas de las ideas anarquistas y socialistas de aquellos que bajaron de los barcos: los primeros inmigrantes europeos, nuestros seres queridos. Los que participaron en la bárbara «semana trágica» del 19 en los talleres Vasena donde, entre otras cosas, se pedía por una jornada de ocho horas. O en nuestra Patagonia, que pasó a la historia como «rebelde».

 

Era la continuidad de la lucha por el voto de las mujeres que, en 1920, impulsara la militante socialista Alicia Moreau de Justo, y que Evita convirtiera en realidad 29 años después.

 

De la lucha contra la corrupción, el autoritarismo, el clericalismo como factor de poder, y de los sucios negociados entre los gobiernos de turno y los grupos económicos internacionales durante la tristísima Década Infame, que eran denunciados en el Congreso por don Lisandro de la Torre.

 

Pero también de la línea histórica nacional y popular, de las montoneras federales del siglo XIX, de caudillos como Artigas, entre otros.

 

De Hipólito Yrigoyen y su propuesta nacional, aunque contradictoria, en su momento, con los intereses de la incipiente clase obrera.

 

Del peronismo, y de aquel fuerte símbolo del 17 de octubre: la insubordinación posterior a la Década Infame por parte de los que migraron a la capital buscando trabajo, que devinieron en trabajadores y encontraron un lugar en el mundo, los llamados «cabecitas negras». Los que «metieron las patas en la fuente de Plaza de Mayo» como voceaban los canillitas que vendían La Prensa y La Nación.

 

Nos preguntábamos por qué tanto fervor a favor o en contra. Por qué algunos eran llamados «gorilas» por otros, por los que habían llorado bajo la lluvia aquel 26 de julio del 52 cuando, en medio de largas filas de gente, fueron a despedir a Evita. Evita, cuya pequeña figura pasó a la historia por haberse animado a enfrentar a los poderosos y a alzar la voz para representar, defender y conseguir legítimamente los derechos de los niños, de las mujeres, de los trabajadores, es decir, de los humildes.

 

Tal había sido su trascendencia y la de los principios peronistas, que notábamos su vigencia en las calles, en viejos y jóvenes, militantes de la llamada «Resistencia», por la que seguían luchando y muriendo 18 años más tarde.

 

Era la continuidad de la construcción de la izquierda que ahora miraba hacia Latinoamérica, que unía las luchas obreras de los ingenios azucareros del norte del país con la acción del estudiantado de la universidad; que tomaba las ideas marxistas de Mariátegui, intelectual peruano que proponía la integración indígena y cultural para América.

 

Leíamos a Milcíades Peña. O los clásicos: Marx, Engels, Rosa de Luxemburgo. O los textos críticos de Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche, y las claras posturas de John William Cooke.

 

Era la continuidad de experiencias lejanas,  la vietnamita de Giap y su paciencia, la china de Mao y su guerra prolongada, la bolchevique con Lenin, la lucha contra el colonialismo francés en Argelia o la del pueblo palestino y su Organización para la Liberación Palestina.

 

Era la continuidad de la primera revolución latinoamericana, la Cuba de Fidel, tan cercana y  tan posible. Y  la sentíamos nuestra.

 

Devoramos los textos que había escrito el Che como economista, como antiimperialista, crítico y mordaz, entregado a modificar la realidad de la dependencia del Tercer Mundo con su frase célebre pronunciada en la reunión de la OEA en Montevideo: «Al imperialismo no hay que darle ni un cachito así.»

 

Era el hombre nuevo, ejemplo de honestidad y entrega.

Queríamos ser como el Che.

Y así nos iniciamos en política.

¿Pero dónde?

¿En las nuevas organizaciones políticas que surgían a la luz de la revolución cubana?

¿En aquellas que intentaban sumar a la teoría clásica de izquierda las nuevas experiencias?

¿En las que se incorporaban al movimiento existente conformando el peronismo revolucionario?

Organizaciones políticas que se desgranaban y se fusionaban y daban lugar a otras nuevas.

Propuestas distintas y contradictorias entre sí, pero con un mismo fin: el cambio social.

Había pintadas en las calles. Se volanteaba en las puertas de las fábricas, en las facultades y en los barrios. ¡Hicimos tantas cosas en tan poco tiempo!

 

 En los kioscos se podían comprar El Mundo, Noticias, Nuevo Hombre, y hasta El Combatiente, El Descamisado, Militancia, Estrella Roja durante el 73, entre otros diarios y revistas en los que se encontraban las distintas visiones de la realidad del momento.

 

Pero, cualquiera fuera nuestra formación, nos unía la decisión de comprometernos.

Nos guiaba la idea de ser coherentes en la práctica con las ideas revolucionarias que habíamos ido adquiriendo.

 

Sumarse no era una decisión fácil. No se trataba sólo de tener una afinidad política con tal o cual partido u organización, de ir a un comité o a una unidad básica. Era una opción de vida, una decisión que se consultaba, incluso, con amigos o con la familia. A veces había que enfrentarse con los padres. Otras no. Pero siempre se ponía en riesgo la vida. Siempre el miedo estaba presente.

 

Aun así prevalecía en nosotras la fuerte necesidad de cambiar las cosas. Pensábamos, estábamos convencidas de que las condiciones estaban dadas para que nuestra lucha lo hiciera posible.

 

Amábamos la vida, el bien más preciado, y en nuestro convencimiento estábamos dispuestas a arriesgarla para realizar cambios profundos en la sociedad. Y debatíamos: ¿Cómo? ¿Con qué metodología? ¿Era la «teoría del foco»? ¿Un gobierno nacional y popular? ¿Un gobierno revolucionario y socialista? ¿Era ell movimiento peronista revolucionario? ¿Había que luchar desde adentro o desde afuera del movimiento peronista? ¿Había que rescatar la experiencia maoísta? ¿Había que incorporar los principios de Trotsky? ¿Con las urnas al gobierno o con las armas al poder? ¿Debíamos seguir con los estudios universitarios o abandonarlos para incorporarnos a trabajar en las fábricas y así adquirir los criterios de la clase obrera? ¿O, siendo obreras, debíamos incorporarnos a la lucha política?

 

Con jeans y zapatillas, con el pelo atado y la cara lavada nos enamorábamos, paríamos, nos casábamos, o éramos la «compañera de», la «cumpa de». Buscábamos la independencia, dejábamos muy tempranamente nuestra casa paterna y, con las nuevas ideas, construíamos el propio hogar.

 

Trabajar, estudiar, criar y cuidar a nuestros hijos y a los de nuestros compañeros, militar, todo con la misma actitud, todo en una sola vida, sumadas a otros para luchar por una sociedad más justa.

 

¿Por qué no?

Minutos, horas y días entregados a esta forma de concebir la vida hicieron que nos fuésemos convirtiendo en

 

mujeres libres, comprometidas, pensantes,

  mujeres militantes sindicalistas,

          mujeres militantes cristianas,

              mujeres militantes políticas,

                   mujeres militantes revolucionarias.

 

Pero ya no importó que perteneciéramos a las distintas variantes del peronismo o de la izquierda, que tuviéramos propuestas divergentes para un proyecto de país que cambiara el «establishment», que nos aliáramos o nos enemistáramos, que nos enfrentáramos en alguna circunstancia y nos volviéramos a encontrar en otro momento del proceso de lucha.

 

Ellos venían por más.

 

Nos llamaron «subversivas», «infiltradas», «terroristas», «comunistas», «bolches».

 

Y nos persiguieron.

 

Algunos debieron abandonar el país; otros se vieron obligados a  esconderse para que no los detuvieran, y vivieron un auténtico exilio interno; otros fueron secuestrados y sumaron su nombre a la lista de los desaparecidos, y jamás supimos de ellos. Otros  fueron asesinados.

 

A Nosotras nos encarcelaron. 

 

Una carta de 1979

 

Querido hijito: Aquí estoy con otra carta para vos, te la mando junto con la de Luisa porque tengo pocas estampillas ¿entendés? Aquí tenemos poca plata y somos muchas chicas que tenemos que escribir a la familia y a los nenes chiquitos como vos y hermosos como vos. Mirá yo quiero decirte una cosa importante y quiero que nunca te olvides de esto: yo te quiero más que a nadie en el mundo, siempre te tengo metidito dentro mío como cuando estabas en mi panza ¿te acordás? ¡Qué te vas a acordar si eras muy chiquitito! Pero seguro que te acordás cuando me preguntaste por qué si habías estado en mi panza, papá está con Nora. Mi amor chiquito, yo quiero que sepas que yo no estoy aquí porque quiero, me encerraron, y no puedo salir sola, me tienen que abrir las puertas los mismos que me encerraron. Si yo pudiera salir, estaría todo el día con vos, comeríamos juntos, te llevaría a la escuela, iríamos juntos a nadar, iríamos a la plaza y también te pegaría un chirlo en la cola cuando te hicieras el loco ¿no? Ahora no puedo hacer nada de eso, algún día podré, tendremos que esperar los dos pero como los dos esperamos se hace menos pesado ¿no es cierto? Mientras vos esperas, sos bueno y cariñoso con el papá y Nora, con Luisa, el Tata, Fede e Ignacio: también vas a la escuela, y tenés amigos y les contás tus tristezas y tus alegrías ¿sabés mi amor que lo más lindo que hay en el mundo es tener amigos? Mientras yo espero, te escribo cartas, te escribo cuentos y les cuento a mis amigas cuánto te extraño, les digo que estoy triste y les digo cuando estoy contenta y ellas hacen lo mismo conmigo. Mis amigas se llaman Charo, Tere y Nati, son grandes como yo y también tienen sus hijitos lejos. Bueno, mi chiquitín, ahora me despido, te mando un beso enorme en la panza y espero que me mandes a decir algo cuando quieras. Te quiere mucho Mamá Graciela.

 

Editorial Nuestra América, 484 pgs.

 

*Más allá de las 112 presas que colaboraron con este libro. Este fue coordinado por Viviana Beguán, prologado por Inés Izaguirre, elaborado y redactado por Alicia Kozameh, Blanca Becher, Mirta Clara, Silvia Echarte, Viviana Beguán. Corrigió el estilo Verónica Cousuelo y seleccionaron el material gráfico Nora Hilb y Silvia Echarte.