«Ana Pastor: ¿Cree que existe un Tea Party en España al estilo norteamericano, esa otra derecha que ha salido a la derecha republicana? Esperanza Aguirre: Yo veo que a la izquierda el Tea Party le parece una cosa enormemente terrorífica de estos americanos que están tan locos todos ellos. ¿Qué pide el Tea Party? Tres […]
«Ana Pastor: ¿Cree que existe un Tea Party en España al estilo norteamericano, esa otra derecha que ha salido a la derecha republicana? Esperanza Aguirre: Yo veo que a la izquierda el Tea Party le parece una cosa enormemente terrorífica de estos americanos que están tan locos todos ellos. ¿Qué pide el Tea Party? Tres cosas: menos impuestos, menos intervención del Gobierno y más nación americana. A mí me parecen tres cosas que no están mal«. [1]
Cuestionada por la periodista de TVE Ana Pastor sobre el Tea Party estadounidense, la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, desgranaba de forma precisa y eficaz tres elementos sobre los que pivota buena parte de su proyecto político: menos impuestos, menos gobierno y más nación.
La proclama, el «a mí me parece que estas cosas no están mal», viene enunciada de forma campechana, casi inocente, como si la opinión de Aguirre fuera una más. Sin embargo, podemos trazar con bastante exactitud los lineamientos de la relación entre esta opinión de la Presidenta y las políticas de neoliberalización en Madrid, acentuadas por su gobierno en la Comunidad en los últimos años. En su tesis doctoral, uno de los trabajos más brillantes de los publicados sobre la región madrileña en los últimos tiempos, el urbanista Enrique Santiago [2] apuntaba claves para una caracterización del modelo de ciudad promovido en Madrid durante el ciclo neoliberal que podría ser, en cuatro grandes rasgos, la que sigue:
– La profundización permanente de la acumulación de capital como fin en sí mismo. Esto es, la definición del crecimiento económico bruto como objetivo final de la política en la región, en torno al (falso) axioma de que «lo mejor que puede pasarle a una comunidad es que, en el territorio en que vive, se multipliquen los beneficios puesto que, por poco equitativo que su reparto sea, siempre beneficiará a todos sus miembros».
– La terciarización de la economía y la fuerte presencia del sector inmobiliario, tanto en términos de productividad como de capital especulativo asociado al mismo. Lo que, leído en el marco de la crisis económica actual quiere decir: desmantelamiento del tejido industrial y de cualquier atisbo de iniciativa pública de incentivar la creación de un tejido productivo propio en la región a cambio de una inversión descomunal de capital privado en los dos sectores claramente más desfavorecidos en el contexto actual: el inmobiliario, una vez explotada la burbuja de precios, y el de los «productos financieros» cuyo valor no estaba asociado a la actividad productiva.
– La pugna y competencia permanente por la atracción de capitales globales. El modelo terciarizado no es casual, mucho menos producto de relaciones de mercado establecidas a espaldas de mediador público alguno, sino que muy al contrario de lo que se suele pensar, los gobernantes más partidarios del «menos estado», utilizan la regulación pública de forma abusiva para implementar políticas que se han dado en llamar de «desregulación» pero que, como en el caso madrileño, no son otra cosa que regulaciones en otro sentido [3]. El giro, muy evidente en el Cinturón Sur y el Corredor del Henares, de un modelo de fomento del tejido productivo al de promoción de la ciudad ha requerido de constantes y carísimas campañas de posicionamiento y re-posicionamiento de Madrid en el escaparate de las ciudades mundiales, expresadas con claridad meridiana en lo que Carolina del Olmo ha llamado «política de macroeventos» en la repetidamente fallida candidatura olímpica.
– Una cuarta característica, quizá la más importante para tratar de comprender las trasformaciones sufridas por Madrid durante el ciclo neoliberal, es la de la transición del modelo de Administración Pública redistribuidora, al modelo de promoción enunciado anteriormente. Esto es, el cambio producido (y esta es una de las características centrales del modelo neoliberal) en la concepción de lo público-estatal, como un espacio de redistribución de una parte del excedente social (que puede ser mayor o menor) a un modelo en que la Administración opera como un agente económico más, encargado de dinamizar las relaciones de producción y beneficio. Es decir, que el objetivo de la Administración Pública (en este caso, en la escala local) pasa de ser el establecimiento de una cierta equidad económica a través de la intervención directa e indirecta en la economía a ser la promoción de la inversión y el beneficio en un espacio determinado a través de fórmulas fundamentalmente indirectas.
Estos cuatro rasgos, junto a la «ortodoxia presupuestaria», es decir, la contención del gasto público y la fuerte limitación (cuando no erradicación completa) del déficit público, son las características que definen, a grandes rasgos, el modelo de gestión y de gobierno en la Comunidad de Madrid durante el ciclo neoliberal (1980-2010). Para terminar de acotar el marco relacional de la política madrileña (al menos en su vertiente más institucionalizada), hay otro elemento más, cuya explicación quizá trasciende lo político en la región madrileña, y trae causa del desarrollo de la política de identidad en el Estado Español. No es este el artículo para desarrollarlo, pero es evidente que España es uno de esos casos, explicados por Benedict Anderson, en que el nacionalismo es «invisible». Uno de los lugares nodales desde los que se produce el discurso que entiende los cuestionamientos de los nacionalismos gallego, catalán o vasco al «statu quo» identitario en España, como «Nacionalismos», con mayúscula, sin llegar a comprender que lo que están poniendo en juego no es otra cosa que una construcción política igualmente nacionalista, la española, en este caso, naturalizándola, es Madrid.
Esto hace que la última pata que sostiene el tablero en que se hace política en la región, sea la de un nacionalismo español profundamente asentado, invisibilizado y re-significado por quienes lo han llenado de sentido en los últimos 30 años (apoyados en los 40 anteriores, por qué no decirlo), frente a las «agresiones» de las identidades de periferia. Este tipo de producción discursiva «defensiva» y producida desde la derecha ha terminado por configurar la identidad española mayoritaria (defendida sin rubor por buena parte de quienes se posicionarían a sí mismos en la izquierda política) de profundo carácter conservador, en el sentido más evidente de la palabra: de reticencia permanente a cualquier cambio. Así las cosas, la opinión de la Presidenta de la región de que «menos impuestos, menos gobierno y más nación» no deberían suponer problema alguno, viene a integrarse a la perfección con la lógica explicada anteriormente y con el devenir de Madrid en los últimos 30 años:
– Cuando se defiende «menos intervención del gobierno» desde la posición de Esperanza Aguirre, se está reforzando el modelo de participación de las Administraciones Públicas en lo político como meras agencias que dinamizan el mercado para posicionar la unidad territorial que se gobierna en posiciones de ventaja competitiva frente a otras para atraer inversiones y/o turistas. Al final, diría Aguirre, lo importante no es la ideología de quien gobierna, sino su capacidad para hacer las cosas bien, entendido que no hay ya otro modo de hacerlas fuera de la promoción. Una vez que los objetivos de la política (la acumulación de capital en el territorio) están fijados, no tiene sentido mantener el conflicto, solo cabe remar en la «buena» dirección.
– Cuando se defienden «menos impuestos» desde las posiciones de Aguirre, lo que se erosiona es el papel de lo público en la sociedad, la porción que las administraciones ocupan. Reducir, por tanto, el espacio de lo común en la sociedad y aumentar la capacidad individual de consumo, lo que equivale, en el imaginario neoliberal, a tener mayor libertad.
– Por último, cuando Aguirre defiende la versión del Tea Party en clave española, argumentando que querer «más Nación» no tiene nada de malo, lo que defiende es el imaginario socio-político españolista más recalcitrante, el de un nacionalismo reactivo a cualquier re-configuración de lo social que pretenda mover el «statu quo» actual.
En definitiva, Aguirre defiende «menos gobierno» porque más gobierno significa (al menos en el plano teórico) más participación en la arena política de las únicas agencias sobre la que los ciudadanos pueden ejercer algún tipo de control y de presión directa. «Menos gobierno» quiere decir, simplemente, menos democracia y más auto-regulación de los agentes económicos, desarrollada bajo los criterios del beneficio y la eficiencia. Defiende «menos impuestos» porque el objetivo de la política no puede ser, en modo alguno, el de la democratización de la economía a través de la redistribución de los excedentes sociales. Y, sobre todo, defiende el españolismo más reaccionario, porque es la opción de preferencia identitaria que, siendo hegemónica, garantiza la articulación del discurso de que todo conflicto social en España quedó superado por la Transición y recogido en la Constitución, que es la herramienta irrenunciable para dirimir cuantos pudieran surgir, una suerte de punto final (como en las teleologías del fin de la historia, las ideologías y demás…), de recta de llegada en la que solo cabe la gestión despolitizada del mejor de los modelos posibles.
La negación del conflicto a través del consenso, para el filósofo político Jacques Rancière, supone la cancelación de la política [4]. Una vez que las reglas del juego están fijadas, deja de operar la lógica de «lo político», del cuestionamiento de los objetivos colectivos, y opera de de «lo policial», entendido como la gestión y administración de la sociedad una vez decidido hacia donde se camina.
En Madrid, hace tiempo que reina el consenso de lo invisible, que cada vez el espacio público es menor (y no solo en el campo de la política, sino también en los planeamientos urbanos carentes de espacios que faciliten la sociabilidad), que entes fantasmagóricos como «los mercados», una Europa intangible o «la situación actual» dictan políticas que escapan al control de los ciudadanos y niegan la democracia.
Hace tiempo que el discurso de Aguirre es práctica y campa por sus reales, que nos gobierna la ideología del «Coffee Party», versión ibérica y chusca (aún más) del Tea Party estadounidense. Que, enunciada con aire campechano y bajo un manto de silencio social, la democracia neoliberal esconde una dictadura de clase sobre la vida precarizada de las mayorías sociales.
Viejas canciones remasterizadas. La era del fascismo pop.
Ramón Espinar Merino es investigador de la Universidad Complutense de Madrid y miembro del colectivo A. U. Contrapoder.
Notas:
[1] Entrevista televisada en el programa «Las mañanas» de RTVE del 14 de octubre de 2010.
[2] Publicados dos resúmenes amplios en la revista URBAN, números 12 y 13.
[3] Del mismo modo que para Marx la propiedad puede ser privada o pública pero siempre es social, puesto que para sostener una y otra es necesario organizar el cuerpo social de una determinada forma, lo que se ha dado en llamar «desregulación» no es sino una forma más de regulación que requiere de tantos o más esfuerzos en términos de inversión estatal (y de organización de lo social) como la anterior para sostenerse.
[4] Para una breve introducción al concepto de política de Rancière, ver su decálogo de 11 tesis sobre la política: http://aleph-arts.org/pens/11tesis.html
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