Justo cuando la derecha neoliberal nos anunciaba la buena nueva de que iba a resolver el problema energético, agravado por las revoluciones árabes, impulsando la energía nuclear, la naturaleza se ha empeñado en demostrar lo contrario. Sea cual sea el desenlace de la emergencia atómica en Japón, esa industria no volverá a ser la misma, […]
Justo cuando la derecha neoliberal nos anunciaba la buena nueva de que iba a resolver el problema energético, agravado por las revoluciones árabes, impulsando la energía nuclear, la naturaleza se ha empeñado en demostrar lo contrario. Sea cual sea el desenlace de la emergencia atómica en Japón, esa industria no volverá a ser la misma, igual que no se recuperó nunca totalmente de los accidentes de Harrisburg, primero, y Chernóbil, cuyo efecto psicológico frenó de golpe los planes de nuclearizar el planeta para saciar la sed de energía del mundo desarrollado.
Ahora, senadores estadounidenses pronucleares, y hasta la canciller alemana, Angela Merkel, están dando marcha atrás precipitadamente a sus ambiciosos proyectos atómicos. En realidad, los políticos defensores de las bondades del átomo suelen cambiar de postura cuando afecta directamente a sus votantes, como les ocurre a los del PP en España cuando se baraja establecer algún almacén de desechos radiactivos en una comunidad que quieren gobernar.
Desde el principio de la era atómica, los gobernantes y las grandes multinacionales acusaron a los ecologistas de alarmismo infundado frente a una energía limpia, barata e ilimitada. Y el efecto invernadero provocado por los combustibles fósiles pareció avalar esos argumentos. Pero en medio siglo hemos podido comprobar que no es limpia; y no sólo para la Bielorrusia devastada por la radiación, ya que seguimos sin saber qué hacer con los residuos. Ni mucho menos barata; y no sólo para Japón, ahora, sino tomando en cuenta los astronómicos costes de seguridad y del almacenamiento indefinido de isótopos que seguirán irradiando peligrosamente durante milenios. Ni tampoco ilimitada, por supuesto, ya que depende de un combustible escaso y difícil de tratar.
Entonces, ¿por qué se insistió en desarrollar a toda costa, invirtiendo en ello muchos billones de dólares? Sin duda, si semejante cantidad se hubiera empleado en investigar y explotar fuentes renovables, ahora las alternativas eólica, solar y otras habrían alcanzado una eficacia probablemente muy superior a la de lo nuclear.
Pero la industria atómica tenía un doble uso militar; obligaba a controlar todas sus fases (desde la extracción del uranio hasta su enriquecimiento y el reprocesamiento de los desechos) por superpotencias tecnológicas; forzaba la centralización de la producción de energía bajo draconianas estructuras de seguridad; e impedía que los países pobres se independizaran energéticamente.
¿O no ha sido así?