Entre las preocupaciones por el futuro de la pelota en Cuba se percibe el temor a que el fútbol la desplace. Nada raro sería que al paso del tiempo un pueblo cambie en sus preferencias deportivas, como en otras. Cuba, para decirlo con un exitoso título de Ernesto Limia Díaz, en gran parte ha vivido […]
Entre las preocupaciones por el futuro de la pelota en Cuba se percibe el temor a que el fútbol la desplace. Nada raro sería que al paso del tiempo un pueblo cambie en sus preferencias deportivas, como en otras. Cuba, para decirlo con un exitoso título de Ernesto Limia Díaz, en gran parte ha vivido entre imperios, y abrazó la pelota entre el rechazo a la tauromaquia, de tanto arraigo, aunque cada vez más discutida, en su entonces metrópoli, España, y la influencia cultural estadounidense.
La nación caribeña se consolidaba, con el independentismo como camino representativo, único plenamente digno, y asumió la pelota sin servilismo hacia la potencia en desarrollo que -dicho por José Martí- se aprestaba a ensayar su sistema de colonización. El ánimo de aquella Cuba se expresaría hasta en la creatividad con que adoptó la jerga de ese deporte, sin esperar a que apareciera un José Antonio de apellido Salamanca, y por broma y a lo anglófono apodado Bobby, pero de tan chispeante cubanía que habría podido sacudir en la Universidad salmantina a Miguel de Unamumo, el poeta. Aún no había prosperado tanto y tan sostenidamente la idea de que el mundo es, si no anglohablante de base, bilingüe, pero con el inglés erigido en lingua franca o dominante, como el fruto imperial que es.
Sobre la preocupación apuntada al inicio, no se descarte que, así como desalojó a la «fiesta» de los toros, la pelota pudiera dar paso al predominio del fútbol o futbol, o balompié, denominación que parece borrada por la avalancha de la lengua inglesa. Que ese deporte se imponga no se debe considerar imposible, ni siquiera porque la pelota haya sido una fogosa pasión nacional, que ha incluido el placer de derrotar a equipos del país cuna de ese juego.
El cambio tampoco sería obra de la naturaleza ni del espíritu santo, sino consecuencia de hechos concretos. Uno de ellos radica en la crisis que de manera más o menos generalizada se reconoce en la pelota cubana, y que no requiere ser experto para apreciar que no obedece a la casualidad ni a razones de índole técnica. Pero cualquiera que sea el caso, se necesita conocerla y enfrentarla si se quiere revertir, lo que tampoco ha de estimarse improbable.
Ese asunto -que antes pudo haberse percibido de diversos modos- arreció con la expansión del deporte asociado al negocio. Se relegaba así cada vez más la actividad deportiva por afición, propia del amateurismo, vocablo que, venido del francés amateur (amador), recuerda la época en que esa lengua se suponía portadora de lo espiritual, frente al pragmatismo del inglés. En la prensa cubana de las primeras décadas del siglo XX pulularon soirée y business, elocuente pareja léxica: festividad y negocio, respectivamente.
En plena pujanza de la ofensiva empresarial que en el deporte resulta inseparable del neoliberalismo, organismos internacionales competentes impulsaron la mezcla de atletas aficionados y profesionales. Este último rótulo identifica a quienes practican el deporte que se llama rentado. Más que la consagración vocacional a una determinada actividad, esa denominación corresponde a la práctica deportiva dominada por la búsqueda de dividendos.
En ese entorno hubo quienes se ganaron el sambenito de dogmáticos -con el que hoy se intenta desacreditar a quienes no acatan el dogma capitalista- por vaticinar que tal medida, que parecía concernir de modo aséptico al desarrollo del deporte, en particular de la pelota, se dirigía en particular contra Cuba. Al igual que en otras esferas, en la deportiva este país se alejaba con voluntad programática de la llamada libre empresa, y defendía modalidades primordialmente afines al cultivo de la salud física y la satisfacción moral. También con ello daba un ejemplo condenado por los magnates que se enriquecían lo mismo a base de explotar el deporte que el petróleo, la producción material en su conjunto y los casinos, entre otras actividades.
La mezcla de jugadores aficionados y profesionales en competencias no solo beisboleras, pronto mostró sus efectos para el díscolo país que en los deportes, y no solo en el de su vehemencia nacional, acumulaba en confrontaciones internacionales logros desmesurados para el número de sus habitantes y su solvencia económica. De ello dieron una señal rotunda las Olimpíadas de Barcelona, en 1992: un quinto lugar honrosísimo, y también inarmónico con respecto a su tamaño y sus recursos económicos, máxime cuando se habían disuelto el campo socialista europeo y la Unión Soviética, por lo que ya atravesaba la realidad mágicamente bautizada período especial en tiempo de paz.
De la alianza solidaria con aquellos poderes le habían llegado a Cuba recursos que la ayudaron a mantener la práctica masiva de deportes alentada por la Revolución desde su triunfo en 1959. Quizás en esa manera de asumirlos habría seguido hallando más raíces y frutos perdurables que en las fascinaciones del alto rendimiento.
El verse llevada a tratar de combinar sus afanes de amateurismo con las exigencias empresariales opuestas a él le impuso desafíos que, en lo tocante concretamente a la pelota, le han generado inestabilidad o zozobra. Los buenos propósitos de satisfacer en lo económico necesidades y aspiraciones de los deportistas, que ven cómo la propiedad privada y determinadas manifestaciones creativas simpáticas para el mercado aportan mayores dividendos, pudieran conducir -¿solo pudieran?- a callejones sin salida ostensible. Muchas y grandes asimetrías objetivas y axiológicas median entre el deporte visto como actividad empresarial y el que la Cuba revolucionaria intentó fomentar.
Parece que para algunas percepciones son ya cosa del pasado los peloteros -o boxeadores, o volibolistas, o ajedrecistas…- que lo daban todo para satisfacer expectativas propias de un país en revolución, cuyo líder, a quien era común que de modo entusiasta se le dedicaran las victorias cosechadas, sustentaba ideales no mercantiles en el afán de transformar la sociedad, deporte incluido. Hoy, sin menospreciar el peso de la retadora economía, a menudo grosera, cabe el criterio -con el cual se responsabiliza el articulista- de que la crisis de la pelota y acaso de otros deportes en Cuba es, ante todo, de naturaleza ideológica.
Las consecuencias pueden ser devastadoras, o acercarse a serlo. Basta percibir el culto al deporte rentado, u oír a un comentarista presuntamente especializado decir que Cuba se ha perdido más de cincuenta años de nexos con el deporte profesional. ¿Por qué no elogiar el empeño de más de medio siglo por lograr que florecieran y se hicieran éticamente prósperas y sustentables otras formas de concebir y abrazar el hecho deportivo y la sociedad toda?
En medio de la crisis, en particular, de la pelota han hecho fortuna en Cuba los encantos del fútbol, lo que también se explica por una política informativa que rehúsa, con razones, ensalzar el negocio deportivo de la potencia que bloquea al país, y promover mediáticamente a quienes han llegado al deporte rentado por la vía de la deserción antipatriótica. Añádase que, por las manipulaciones mediáticas con que se promueve en cuerda empresarial, el fútbol ha concitado que distintas voces lo llamen el verdadero opio de los pueblos, lo cual remite asimismo al descrédito de concepciones más ateocráticas que ateas, y al fomento de creencias religiosas favorecido por penurias materiales y espirituales.
Nada de eso basta para negar los valores concretos del fútbol ni de otros deportes. Pero aquel destaca por las ganancias millonarias con que está asociado. Eso es objetivamente más comprobable que su consideración como el más universal de todos: la universalidad es un concepto manipulado desde los centros de poder hegemónico, tanto en política y en artes -literatura incluida- como en filosofía, y en la moda y la generalidad de las ocupaciones y las ideas. Algo similar ocurre con otros rótulos, como local, nacional e internacional. De eso se ha ocupado el autor en otras páginas: algunas de ellas se hallan en su libro Más que lenguaje, con sendas ediciones en 2006 y 2009.
En cuanto a las ganancias millonarias, ¿será necesario acudir a cálculos cibernéticos para afirmar que las colosales sumas pagadas a futbolistas estelares nada o muy poco tienen que ver con la importancia de las patadas que dan al balón y los goles que logran, más bien escasos incluso tratándose de los más afortunados entre ellos? La explicación deberá buscarse en los dividendos que aporta una maquinaria de publicidad orquestada sobre el rendimiento de deportistas que, más que contratados, son sometidos -no solo en el fútbol- a redes de compraventa similares a las de animales y otras mercancías.
Al igual que la crisis de la pelota en Cuba, la imagen boyante del fútbol y otros deportes tiene en el mundo dimensión ideológica. Fabricar héroes futbolistas millonarios, exitosos además no solo en ligar mujeres en general, sino, sobre todo, estrellas del espectáculo, invita a la generalidad de la población juvenil a no buscar otros tipos de heroicidad: a no enredarse en inquietudes sociales. Basta que se apliquen a ser deportistas triunfadores, aunque las plazas correspondientes estén reservadas para unos pocos y en las mismas grandes potencias futbolísticas haya buenos jugadores que ganen muy poco o nada, porque hasta equipos existen, y no necesariamente malos, que carecen de fondos para pagarles.
Cualquiera que sea el deporte en cuestión, la propaganda sobre el enriquecimiento conviene a los poderosos: en las ganancias venidas del espectáculo deportivo y de la publicidad en torno a él tienen un instrumento atractivo para controlar o apaciguar inquietudes sociales, por aquello de «al pueblo pan y circo». Las ilusiones urdidas en ese ámbito pueden resultar más tentadoras para los jóvenes que aquellas de que «usted también puede ser accionista de un banco» -aunque se preparen para labores de tal corte al retirarse- o, según la propaganda estadounidense, hasta presidente de la nación. Pero ¿cuántos en un siglo?
Ningún país está exento de ser influido por la realidad mundial, y menos cuando operan portentosas maquinarias de publicidad. Cuba, aunque se haya distinguido por ser una honrosa anomalía sistémica, no es una excepción, y tampoco en el deporte se libra de los estragos causados por la tendencia al embullo, que parece ser uno de los entretenimientos preferidos en la idiosincrasia nacional. Propicia, por ejemplo, que después de décadas repudiando los excesos del boxeo rentado, se oigan voces y se vean hechos que lo glorifican de diversas maneras y alaban hasta que sus brutalidades se impongan en todo el pugilismo, que así se torna más violento o agresivo.
Nadie crea que ese es el tope de la facilidad para cambiar, sin rubor, de palo pa’ reguetón: ya ha aparecido el espacio televisual en que se alaben las «maravillas» de un seudodeporte, supuesta mezcla de artes marciales, en el cual -con sus «reglas» o por encima de ellas- se permite saltar sobre el pecho del adversario derribado, darle patadas en la cara o en cualquier parte, meterle los dedos en los ojos o intentar rajarle la boca o la nariz estirándole con fuerza las comisuras de los labios o las fosas nasales. El pragmatismo de tal alabanza ya se ha expresado en el elogio a un cubano que -se dijo- «triunfa» en ese «deporte».
Vistas u oídas cosas tales, no cabe asombro ante narraciones o crónicas, u otras vías promocionales, que se dirían enfiladas a lograr que la audiencia cubana se interese más en las intimidades del fútbol y sus héroes en las potencias dominantes de ese deporte -o negocio a partir del juego- que en la realidad deportiva propia del país, o incluso en la vida en general de este. Hoy la devoción por el deporte de otras naciones -conste que no se le ocurriría al articulista creer que es válido ignorar el resto del mundo, ni que se debe violar el derecho de cada quien a preferir un deporte u otro- se expresa, sobre todo, en torno a la rivalidad de los clubes dominantes en la España monárquica.
Dada la pasión que algunas voces ponen al tratar dicha rivalidad, se pudiera suponer que para Cuba el dilema vital es «O Barça o Madrid». Frente a eso parece necesario recordar que en 1869 -de modo explícito sin «eso que los franceses llamarían afrentosa hésitation«, o sea, sin vacilar- el entonces adolescente José Martí plasmó en el periódico estudiantil El Diablo Cojuelo la disyuntiva cardinal que convocaba a su patria: «O Yara o Madrid».
Para el revolucionario fiel a la convicción de que Cuba debía «ser libre de España y de los Estados Unidos», aquel planteamiento de su juventud cedería centralmente el paso al que pudo haber planteado en estos términos: «O Yara o Washington». Ese dilema continúa vigente en la medida en que el imperio estadounidense, con maniobras en que ha tenido la complicidad del gobierno español, sigue intentando doblegar a Cuba, arrebatarle la soberanía que ella en 1959 alcanzó contra la herencia de 1898, y que mantiene pese al poderío y la agresividad del imperio al cual España le sirve hoy en el seno de la OTAN. No, para Cuba la opción crucial no es o pelota o fútbol, y mucho menos o Barça o Madrid.