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Otra fiebre del oro causa estragos en la selva amazónica

Fuentes: El País

Un nuevo yacimiento de oro, en el Estado brasileño de Amazonas, es un hervidero de miles de personas aglutinadas en medio del fango, la malaria, la destrucción de la selva virgen y el sueño de riqueza fácil. Fue descubierto por casualidad en noviembre y seduce a 4.000 personas, según la alcaldía de la ciudad más […]

Un nuevo yacimiento de oro, en el Estado brasileño de Amazonas, es un hervidero de miles de personas aglutinadas en medio del fango, la malaria, la destrucción de la selva virgen y el sueño de riqueza fácil. Fue descubierto por casualidad en noviembre y seduce a 4.000 personas, según la alcaldía de la ciudad más cercana, y hasta 8.000 según la Policía Militar, que sólo cuenta con 12 hombres para imponer el orden en la mina más alucinante desde la legendaria Serra Pelada. Bautizada como Eldorado de Juma, atrae a mineros ilegales, especuladores, agricultores, obreros mal pagados y jóvenes prostitutas.

El yacimiento está situado entre los municipios de Apuí y Novo Aripauña, a 450 kilómetros de Manaus, la capital del Estado de Amazonas, a las orillas del río Juma. A 75 kilómetros, Apuí es el poblado más cercano. La pequeña ciudad, de 20.000 habitantes, era una de las últimas fronteras de la colonización agropecuaria organizada por los dictadores militares en los años 70 y 80, cuando fue concebida la todavía inconclusa Carretera Transamazónica.

Muchos aventureros

Hoy Apuí es la nueva meca de buscadores de riqueza en torno a los inflados negocios -mucho más rentables que el oro- de vender comida, suministros, combustibles, equipos, herramientas y mujeres. Cada día llegan allí más mineros, en barco, camiones, autobuses, bestias y a pie. De allí, deben atravesar 70 kilómetros en vehículos todoterreno a través de caminos de tierra y fango. Después cruzar en lanchas rápidas el río Juma, para caminar cuatro kilómetros de selva hasta alcanzar los cinco cráteres abiertos por los que llegaron antes. Como los pioneros, la mayoría de los mineros también están armados con herramientas ligeras y bateas, de fondo cónico hechas de madera o metal.

Ése es el principal instrumento para colar el barro del maltratado río en busca de las ansiadas pepitas de un oro tan concentrado que, según los mineros, ni siquiera necesita ser amalgamado con mercurio. Entre la gente los rumores corren como pólvora. Los garimpeiros, como son llamados estos mineros artesanales, sostienen que todavía no se ha encontrada la beta principal del yacimiento, lo que alimenta más ambiciones.

La principal herramienta de devastación es la motosierra, para cortar árboles de hasta 40 metros de altura y abrir paso en la densa y húmeda selva. El propio metal es lo que da menos dinero. La comida, el combustible, las bebidas y las prostitutas se pagan a precio de oro, literalmente, y a un valor cuadruplicado respecto a los precios vigentes en la civilización.

Oro muy puro

Hombres, mujeres y niños, predicadores evangélicos, médicos, comerciantes, ex presidiarios y políticos locales se han sumado a la corriente humana que desborda cada día el antes prístino ambiente de la selva milenaria. Basta un pequeño capital para iniciar fortuna aprovechando que allí todo escasea, desde el agua de beber hasta los fósforos y el aguardiente.

Este oro es de una alta pureza de 98%, según compradores de la empresa Oro Minas instalados en el lugar. Los propios mineros dicen que en dos meses han sido extraídos 150 kilos del metal, que es cotizado en la zona al equivalente a unos 19 dólares (15 euros) el gramo. Esto arroja una riqueza sólo en oro de unos tres millones de dólares (2,3 millones de euros), suponiendo que el cálculo sea correcto. Pero los daños ambientales y sociales ya son mucho mayores.

Según la Secretaría de Desarrollo Sustentable del estado Amazonas, el área devastada ya superaba las 30 hectáreas. Los troncos y madera de cientos de árboles derrumbados son usados como barreras para contener el derrumbe de los cráteres, alterar el curso de las aguas y construir precarias viviendas con techo de plástico y ramas en los campamentos azotados por la lluvia. Mientras, los 12 policías se esfuerzan por imponer el orden, limitar el horario de venta de alcohol, suprimir las armas de fuego o castigar la prostitución de adolescentes. También comienzan a surgir epidemias de malaria, cólera, hepatitis y sífilis en el campamento y en la propia Apuí, según su alcalde, Antonio Roque Longo.