Todos los miembros de la ciudad son iguales, y en el momento en que dejan de serlo la sociedad ya no existe porque la desigualdad es lo mismo que la fuerza, y una sociedad fundada en la fuerza no es nada más que una agregación de salvajes. SAINT JUST Prácticamente todas las reformas laborales y […]
Todos los miembros de la ciudad son iguales, y en el momento en que dejan de serlo la sociedad ya no existe porque la desigualdad es lo mismo que la fuerza, y una sociedad fundada en la fuerza no es nada más que una agregación de salvajes.
SAINT JUST
Prácticamente todas las reformas laborales y fiscales que el Gobierno del PSOE ha hecho desde el estallido de la crisis financiera en 2008 y la recesión económica, con el consiguiente aumento del déficit público, han ido encaminadas sin excepción en una sola dirección: satisfacer las necesidades del sistema financiero (banca, etc…) y de la clase empresarial. Con un único objetivo: reducir los costes empresariales y garantizar la tasa de beneficios, que amenazaba con mermar notablemente por un problema estructural de la economía capitalista (la burbuja financiera, un sobreendeudamiento y la escasez de demanda). Esto tiene como consecuencia directa la reducción de las rentas del trabajo, y a nivel de la Administración Pública la disminución de los ingresos y recursos económicos del Estado -para sostener lo que ha venido denominándose Estado del bienestar, esa forma de capitalismo suavizado con derechos sociales y económicos.
La última reforma laboral del Gobierno del PSOE es el último eslabón de una cadena ininterrumpida de reformas que de haberse hecho de golpe hubieran provocado un verdadero terremoto social, pero que convenientemente administradas a lo largo de estos años han ido socavando poco a poco los pilares del Derecho del Trabajo y del Estado del bienestar que tantos años y luchas ha costado levantar. La forma en que esta última reforma se está planteando no deja lugar a dudas. El Gobierno, presionado por las actividades especulativas de los mercados financieros sobre la deuda soberana, amilanado ante el poder del capital, ha tenido que convocar una sesión «extraordinaria» del Consejo de Ministros y del Congreso, en pleno mes de agosto, para calmar a los mercados. Hay que recordar que en el mes de agosto el Parlamento está cerrado, el periodo ordinario de sesiones termina en julio y los políticos se van de vacaciones, quedando solo una comisión permanente encargada de mantener el funcionamiento regular del órgano legislativo. Sin embargo, la situación es tan grave que el Gobierno ha tenido que convocar una sesión extraordinaria para proponer rápidamente, y sin apenas debate, nuevas y drásticas medidas laborales, fiscales y políticas, incluida una polémica reforma constitucional.
Estas reformas responden a las recomendaciones -que en realidad son directrices- dadas por el BCE y el FMI para adecuar aún más la estructura del Estado, las leyes laborales y fiscales, a las necesidades de la oligarquía financiera y empresarial. Resulta curioso, y desvela a su vez el cariz dictatorial y antidemocrático del sistema capitalista neoliberal, que sea una institución de carácter puramente financiero y privada, no sometida a control público ni democrático alguno, como el BCE (junto con el FMI) la que esté obligando al Gobierno español y a otros gobiernos europeos (Grecia y Portugal) a tomar decisiones trascendentes sobre política fiscal y laboral, que implican brutales recortes sociales y pérdida de derechos. Una institución de tecnócratas financieros a sueldo del poder económico toma las decisiones trascendentales de un país, bajo amenaza de dejar su economía en el abismo sin fondo de la especulación internacional. Como el propio BCE ha dicho, se trata de
Otra reforma laboral que perjudica a los trabajadores.
El Consejo de Ministros extraordinario del pasado viernes 26 de agosto aprobó otra reforma laboral sin dialogo social alguno y con carácter de urgencia. Un guiño más a los mercados y a los empresarios.
En primer lugar, el Gobierno reformó un tipo especial de contrato temporal que ya existía: el contrato para la formación. Existen dos tipos especiales de contratos temporales muy similares: el contrato de trabajo en prácticas y el contrato para la formación, regulados en el art.11 del Estatuto de los Trabajadores (ET). Ambos tienen una duración mínima de 6 meses y máxima de 2 años (aunque ya se han creado fórmulas para que puedan prolongarse todavía más). El contrato de trabajo en prácticas tiene como finalidad la obtención de la práctica profesional adecuada al nivel de estudios universitarios o profesionales cursados por el trabajador, y se utiliza para contratar a quienes tengan un título universitario o profesional de grado medio o superior. Por el contrario, el contrato para la formación se utiliza para quienes carecen de titulación para celebrar el contrato en prácticas. Se supone que la finalidad de ambos contratos es que el trabajador adquiera la práctica profesional o laboral adecuada con vistas a un puesto de trabajo fijo.
Sin embargo estos contratos temporales se introdujeron hace años en la legislación laboral porque suponen una ventaja evidente para al empresario frente a un contrato ordinario. El sueldo que cobra el trabajador es inferior al que cobraría otro con un contrato fijo. Además, el Gobierno privilegia este tipo de contrato temporal y precario eximiendo al empresario de la obligación de cotizar a la Seguridad Social. Así, los empresarios se sentirán inclinados a concatenar este tipo de contratos temporales en vez de incorporar a un trabajador fijo con un contrato indefinido y todos los derechos.
Hasta el año 2008 el contrato para la formación solo se podía celebrar para menores de 16 a 21 años; tenía un carácter minoritario, y se entendía que servía solo como ayuda para que jóvenes sin estudios que se incorporaban por vez primera al mercado laboral pudieran adquirir una mínima experiencia con un coste «barato» para su empleador. Posteriormente, con el advenimiento de la crisis esa edad se amplió a los 25 años. Y con la nueva reforma se podrá utilizar este contrato para trabajadores que tengan hasta 30 años, con lo cual va a afectar a muchas más personas. Pero este no es el único cambio introducido. Además, con la nueva reforma el salario percibido con este contrato será aún menor. ¿Por qué? El tiempo de trabajo de este tipo de contrato se divide en «tiempo dedicado a la formación» y «tiempo de trabajo efectivo», aunque en la práctica se haga exactamente lo mismo. Sin embargo, la retribución del trabajador es en proporción al «tiempo de trabajo efectivo» -sin que pueda ser inferior al Salario Mínimo Interprofesional (SMI). Hasta ahora el tiempo dedicado a la formación, que se puede fijar por convenio colectivo, no podía ser inferior al 15% de la jornada máxima. Por tanto, como máximo el trabajo efectivo con este contrato era del 85% del tiempo real de trabajo en la empresa; y en proporción a eso el trabajador cobraba, como mucho, el 85% del salario fijado para una jornada completa. Sin embargo, con la reforma, se aumenta de forma arbitraria lo que se considera «tiempo dedicado a la formación», reduciéndose por tanto el «tiempo de trabajo efectivo» -y por tanto la retribución que el empresario tiene que pagar- solo al 75% del salario normal como máximo. En realidad, lo que se vende como una mejora de la formación al aumentarse las horas que se consideran de formación teórica, no es más que un ahorro para el empresario y una pérdida para el trabajador que cobrará todavía menos. Además, con la nueva reforma este contrato para la formación se podrá prorrogar otro año más, hasta los 3 años, aumentado si cabe todavía más la precariedad.
Por otra parte, el Gobierno ha introducido también una reducción del 100% de las cotizaciones a la Seguridad Social a los empresarios que utilicen este tipo de contratación (75% para las empresas de más de 250 trabajadores). En suma, lo que se pretende es generalizar para todos los jóvenes sin formación hasta los 30 años este tipo de contrato precario.
En segundo lugar, el Gobierno ha suspendido el límite de 2 años para encadenar contratos temporales; límite que se fijó con el acuerdo de los agentes sociales en una pequeña reforma de diciembre de 2006, con la intención de reducir la temporalidad del mercado de trabajo en España e incentivar el empleo estable. Eran los tiempos de las vacas gordas y de la burbuja inmobiliaria, pero incluso así las reformas para mejor eran tan timoratas como esa. Era una forma tímida de presionar de manera indirecta a las empresas para que los contratos temporales se transformaran en indefinidos, si el trabajador continuaba trabajando en la empresa transcurrido ese plazo límite de 2 años (art.15.5 del ET). Pero de nuevo el Gobierno del PSOE favorece el trabajo temporal. Con esta nueva medida, los trabajadores que en un periodo de 30 meses hubieran estado contratados durante más de 2 años, para el mismo puesto de trabajo en la misma empresa, ya no adquirirán la condición de trabajadores fijos. Es decir, que el contrato temporal se podrá prorrogar sin límite alguno. Gracias a ello, ¡uno puede vivir ya toda su vida laboral pendiente del hilo de sucesivos contratos temporales! ¡al capricho de la voluntad de su empleador que podrá renovarle el contrato cuando le dé, y si le da, la santa gana! Esto supone, de hecho, legalizar el despido libre y gratuito por parte de la empresa. Y lo más triste, es que un nuevo ejército más de 4 millones de parados está dispuesto a incorporarse, agradecido, a esas nuevas y deplorables condiciones.
Dice el Gobierno, tratando de justificar el recorte de derechos, que estas medidas solo estarán vigentes hasta 2013, durante este duro periodo de ajuste, pero más bien hay que pensar que las mismas quedarán fijadas a perpetuidad, teniendo en cuenta que el horizonte de la recuperación económica está todavía muy lejos y que se espera un cambio de Gobierno el 20 de noviembre que endurezca aún más las condiciones laborales -si bien es cierto que el PSOE ha hecho ya la mayor parte del trabajo sucio (con el beneplácito absoluto del PP) para contentar a la patronal y a los mercados financieros. Se está aprovechando el miedo social a la crisis y a la inestabilidad de los mercados para introducir, subrecticia y malévolamente, reformas que suponen una pérdida de derechos laborales.
Por último, hay que tener en cuenta un dato significativo que apunta hacia una pérdida de legitimidad de todas las instituciones representativas de la soberanía y la democracia española: Esta última reforma, tan perjudicial para los trabajadores, se ha hecho en un Consejo de Ministros extraordinario en pleno mes de agosto, en una legislatura ya agotada, y mediante Decreto-Ley, lo que hace dudar incluso de su constitucionalidad. El Decreto-Ley es un instrumento normativo que el Gobierno solo puede utilizar para regular materias reservadas a la ley, única y exclusivamente, «en caso de extraordinaria y urgente necesidad» (dice la Constitución en su art.86.1). En principio, el ET, que es una Ley de 1995, solo puede ser reformado por las Cortes, por el poder legislativo, después de que un proyecto previo haya sido debatido públicamente en ambas Cámaras, conforme a unos trámites, pero no por el Gobierno que solo tiene la potestad para dictar reglamentos, salvo la excepción de los Decretos Legislativos y de los Decretos-Ley -aunque siempre con el control y validación a posteriori del Parlamento. El Gobierno, cuando dicta un Decreto-Ley, debe justificar y motivar de forma suficiente esa «extraordinaria y urgente necesidad», según jurisprudencia reiterada del Tribunal Constitucional. No vale por tanto dictar un Decreto-Ley diciendo que existe esa necesidad si previamente no se justifica suficientemente. ¿Cuál es, por tanto, esa extraordinaria y urgente necesidad del Gobierno para aprobar por sorpresa, unilateralmente, con tanta rapidez, esta nueva reforma laboral saltándose todos los trámites ordinarios del Parlamento en pleno mes de agosto? ¿Dónde queda la democracia y el tan cacareado diálogo social en todo este asunto? La respuesta es clara: las exigencias del poder económico y financiero.
Resumiendo. Como se ve, la reforma afianza la temporalidad, la inseguridad, los salarios basura, beneficiando a los empresarios, porque así lo exige la competitividad del mercado capitalista. Estos reducirán costes empresariales en detrimento del salario de los trabajadores, de su estabilidad en el empleo y de la Administración Pública, que verá reducidos sus ingresos para la Seguridad Social. Hay que tener en cuenta que en España la temporalidad en el trabajo afecta a más del 25% de los trabajadores frente al 14% de media de la UE. Además, no existe ninguna garantía de que este «nuevo» contrato para la formación vaya a aumentar la contratación y reducir el paro, y en cualquier caso ¿durante cuánto tiempo? ¿
Este verano el paro ronda el 21%; el 46% entre los menores de 25 años. El más alto de toda la UE, y no tiene visos de cambiar. Si el verdadero objetivo del Gobierno, del Estado y de las CCAA (PSOE, PP y CIU), fuera crear empleo, ¿por qué no deja de destruirse empleo público? Es curioso que las CCAA, especialmente las gobernadas por el PP y CIU, hayan iniciado en los últimos años un ataque sistemático contra el empleo público, privatizando empresas públicas, reduciendo de forma drástica profesores y maestros en la enseñanza, no aumentando o reduciendo el número de médicos, enfermeros y facultativos en hospitales y centros de salud, etc… Ahí está el ejemplo de Madrid, donde Esperanza Aguirre reduce, y arroja literalmente al cubo de la basura de la existencia, a miles y miles de profesores y maestros de la enseñanza pública, mientras aumenta el número de alumnos y se favorece la enseñanza en centros privados y la segregación. Y también el de Castilla La-Mancha, con Dolores de Cospedal, cuya idea de ahorro consiste en destruir todo lo público, con la consiguiente reducción de servicios sociales, mientras se dan beneficios fiscales a las empresas privadas y a los que más tienen. Se podría crear mucho empleo en España, empleo público, estable, de calidad, y sobre todo necesario (investigadores, profesores, maestros, médicos, enfermeras, guardadores, mediante la inversión pública en proyectos de utilidad social, etc…) Pero el Estado, con el neoliberalismo, ha abandonado su papel económico en la sociedad, convirtiéndose en un mero Estado policía garante de los derechos de los mercados financieros y de los empresarios. Con esto no pretendo poner en duda la necesidad de racionalizar la actividad de las administraciones públicas, evitando duplicidades, cargos sin funciones, amiguismos, privilegios y otros caciquismos, sobre todo a nivel local y autonómico. Pero esto representa lo menos significativo e importante de la actividad y gastos del sector público. De hecho, se está aprovechando este argumento, esta excusa, para desmontar todo el Estado del bienestar sostenido por la actividad del Estado y de los demás entes públicos.
Se pretende así que el único empleo en España provenga del sector privado; curioso, en un país donde los trabajadores con un empleo público son la mitad que en otros países más desarrollados, como Suecia o Alemania. Ello supone que los beneficios de esa actividad irán a manos privadas mientras que las pérdidas las pagaremos todos, costeando las prestaciones públicas por desempleo y las ayudas a parados y personas de bajos recursos. ¿Y qué tipo de empleo? Desde luego, no empleo cualificado y de calidad. Eso no es lo que necesita el mercado laboral español. Por otra parte, una nueva burbuja inmobiliaria que reduzca de forma artificial y temporal el paro, con trabajos precarios y de baja cualificación -igual que con el Gobierno neoliberal de Jose Mª Aznar- es ahora del todo imposible. En verdad, España se encuentra ante un callejón sin salida. No existe solución alguna dentro de este sistema y con estas leyes económicas.
Las reformas fiscales de los últimos años: El suicidio del Estado.
De inicio hay que aclarar que cuando hablamos del Estado nos referimos tanto al Estado central como a las Comunidades Autónomas (CCAA) y las corporaciones locales (Ayuntamientos y Diputaciones). Por tanto, la responsabilidad de las medidas fiscales regresivas que se han ido aprobando en España en los últimos años corresponde no solo al Gobierno central del PSOE sino también, y en amplia medida, a los Gobiernos de las CCAA (muchos de ellos en manos del PP)
En los últimos 10 años se ha agudizado un proceso, ya iniciado en los años 80 del pasado siglo, de rebaja de la presión fiscal sobre la riqueza y sobre las rentas del capital, a la vez que aumentaba la presión tributaria sobre las rentas del trabajo y sobre el ciudadano entendido como sujeto demandante de servicios públicos. Esta nefasta evolución se ha reflejado en las estadísticas con el progresivo aumento de los impuestos indirectos y las tasas (que pagan todos los ciudadanos con independencia de su capacidad económica) frente a la disminución, en la misma proporción, de la recaudación derivada de los impuestos directos (IRPF, Sociedades, Patrimonio y Sucesiones, esencialmente); impuestos, estos últimos, que sí tienen en cuenta la capacidad económica de los sujetos contribuyentes, así como sus circunstancias personales y familiares.
Este proceso de trasladar los costes del Estado y de los servicios públicos que este suministra a las rentas del trabajo y a las rentas más bajas -que contribuyen en proporción más que el resto- se ha implantado a través de diferentes mecanismos, algunos de ellos extremadamente sutiles. Ello supone, además, la consolidación de un sistema tributario regresivo e injusto, pues los que más tienen tributan menos en proporción a su riqueza que los que menos tienen. Este sistema regresivo supone de hecho la violación de un principio constitucional esencial, el del art.31.1 de la CE, que dice que
Hace varios años se simplificaron los tramos del IRPF, el impuesto más importante en volumen de ingresos, beneficiando sobre todo a las rentas más elevadas. Sin embargo, en 2011 el Gobierno rectificó, y ante la necesidad de ingresos provocada por la crisis, aumentó un ridículo 1% la escala del impuesto para los tramos de renta más alta -120.000 € al mes en adelante: a partir de esa cifra todos los euros obtenidos ahora tributan al 44% (45% a partir de 175.000 €); según la OCU. En cualquier caso este aumento es muy poco significativo y apenas tiene un carácter simbólico. En cuanto al IRPF, el Gobierno del PP de Jose Mª Aznar introdujo una de las trampas más curiosas e incomprendidas del sistema tributario: Se eliminó la obligación de declarar este impuesto para las rentas más bajas (inferiores a 22.000 euros anuales). Con ello parecía que se estaba haciendo un favor a estas personas contribuyentes. Pero en realidad era todo lo contrario. Como el IRPF es un impuesto que se recauda principalmente a través de la figura de las «retenciones» previas al devengo del impuesto, que se practican sobre todo en la nómina de los trabajadores asalariados, las declaraciones de las personas de rentas más bajas casi siempre dan a devolver; es decir, que el Estado retiene más de la cuota final del impuesto y por tanto debe devolver la diferencia al contribuyente. Por tanto, si el contribuyente, creyendo que se le hace un favor, engañado o por simple comodidad, no hace la declaración de la renta por no estar obligado, no se le devolverá lo que ha aportado de más y en consecuencia habrá pagado, al final, más de lo que le correspondía. En este caso, a diferencia del conocido refrán español, a caballo regalado sí hay que mirarle el diente.
Mayor importancia tuvo la supresión de facto del Impuesto sobre el Patrimonio en 2007. Este impuesto directo gravaba las manifestaciones de riqueza patrimonial que no están afectas a ninguna actividad económica y servía también, de manera indirecta, para controlar los aumentos y disminuciones patrimoniales a efectos de otros impuestos -sobre todo el IRPF-, para evitar fraudes. Con la falsa excusa de que era un impuesto que perjudicaba a las «clases medias» el PSOE aprobó una bonificación del 100% para el mismo. En el último ejercicio presupuestario antes de su supresión el Estado recaudó más de 2.000 millones de euros gracias a él; dinero que dejó de ingresar de la noche a la mañana. Pero lo más indignante fue que el Gobierno del PSOE no derogó realmente este importante tributo, sino que dejó vigente la ley que lo regulaba para que ninguna Comunidad Autónoma pudiera imponerlo en su territorio si quería, puesto que la CE y la Ley reconocen a las CCAA, dentro su autonomía financiera, la posibilidad de gravar las manifestaciones de riqueza que no grave el Estado central. Así, se impedía que otros pudieran compensar esta pérdida de ingresos. Rubalcaba ha anunciado que pretende recuperar este impuesto si gana las elecciones, pero sobre su promesa recae la sospecha de un calculado electoralismo dirigido a un determinado sector ideológico de la población que había perdido su confianza en el PSOE.
Algo parecido está sucediendo con el Impuesto de Sociedades, que grava, en esencia, los beneficios empresariales. Su tipo de gravamen general ha ido disminuyendo lentamente en los últimos años, de un 35% en 2007 a un 32% en 2008, hasta un 30% en la actualidad. Este impuesto directo es el segundo más importante en volumen de recaudación para el Estado después del IRPF. Desde la UE ha habido presiones a los Estados miembros para que fueran reduciendo este impuesto con la intención de disminuir los costes de las empresas y favorecer «su competitividad internacional». Y ahora mismo hay proyectos para armonizarlo «a la baja» (un mismo porcentaje, aún más bajo, para todos los Estados de la UE) Se trata, en suma, de institucionalizar el modelo irlandés: un Impuesto de Sociedades exageradamente bajo (un 13% ha llegado a ser el de Irlanda) para atraer capital, inversión y empresas extranjeras, las cuales acuden allí donde contribuyen menos, donde se las controla menos (en eso consistió, en puridad, el famoso «milagro» económico irlandés de principios de siglo)1
Con este modelo, de nuevo, el Estado pierde ingresos para garantizar los beneficios (la competitividad) de las empresas privadas. Por otra parte, dentro de este impuesto existen también exenciones y privilegios fiscales que favorecen a determinadas sociedades especiales de capital, dentro de las cuales están las SICAV (Sociedades de Inversión de Capital Variable); las SICAV son un ejemplo paradigmático de los privilegios de que goza el capital financiero altamente especulativo y volátil en España. De hecho, con los Gobiernos del PP (1996-2004) se construyó una legislación ad hoc para favorecer este tipo de inversiones especulativas, muy unidas a la burbuja inmobiliaria y al lavado de dinero negro procedente de actividades criminales. Fiscalizar de algún modo la actuación de estas o similares sociedades, o de sus operaciones especulativas (a través del impuesto de operaciones societarias -una especie de Tasa Tobbin), como parecen sugerir las últimas declaraciones de Nicolás Sarkozy y Angela Merkel al respecto, lejos de la propaganda política no se va a llevar a cabo. Al contrario, el sistema legal sigue garantizando la «limpieza» de estas operaciones sin control público alguno. Por el contrario la UE, en una nueva directiva de 2009 obligatoria para todos los Estados miembros, ha suprimido el Impuesto de Operaciones Societarias para garantizar de una vez y para siempre la «libre circulación y transformación de capitales». Toda una guinda para el pastel de la deuda pública.
Otro tanto podría decirse del «concierto económico» vasco y navarro. Con su propia normativa tributaria, el mismo solo sirve para dar unas facilidades fiscales y administrativas a las empresas privadas que se instalen en sus territorios, que no pueden dar otras Comunidades Autónomas. Y estas, por supuesto, garantizan atraer riqueza e inversión a esos territorios, en detrimento de otras regiones.
En el mismo orden de cosas, el sistema autonómico ha sido la tapadera que han utilizado muchos gobiernos regionales para aprobar rebajas de impuestos a las rentas más altas. Las transferencias de la regulación de determinados impuestos estatales, además de la gestión y recaudación de los mismos, a las CCAA, ha permitido a éstas suprimirlos o reducirlos a un mínimo insignificante, creando de rebote una competencia fiscal a la baja entre Comunidades Autónomas muy negativa para el conjunto de la Hacienda Pública. Y todo ello sin motivo ni justificación alguna, salvo la de favorecer la acumulación de riqueza de las rentas más altas. Así, el Impuesto de Sucesiones y Donaciones obtuvo una reducción media sobre la base imponible del 99% en Castilla y León y en Madrid, reducciones introducidas por gobiernos del PP. Luego, estos Gobiernos autonómicos se quejan de que no tienen dinero para pagar la educación o la sanidad pública, cuando previamente han estrangulado sus propias fuentes de ingresos haciendo un uso perverso de su autonomía financiera.
No nos podemos olvidar tampoco de las exenciones o beneficios fiscales que el Estado otorga a empresas y sujetos privados para favorecer la actividad económica. Estas constituyen lo que se denomina el «presupuesto de gastos fiscales»: lo que el Estado deja de recaudar por la existencia de esos beneficios fiscales. Esta partida económica debe reflejarse obligatoriamente en los Presupuestos Generales del Estado de todos los años para recordar al Gobierno el coste de los mismos. Su cifra es escandalosa: decenas de miles de millones de euros todos los años. Aunque también es cierto que algunas de estas exenciones y subvenciones están justificadas como una forma de corregir desigualdades y por determinadas razones de política económica -si bien es cierto que casi siempre estas razones están ligadas a los intereses de los grandes capitales y de los mercados financieros.
La otra cara de la moneda de esta pérdida de ingresos del Estado a través de la fuente de los impuestos directos y las exenciones es la creciente importancia de los impuestos indirectos (IVA, Impuestos especiales -sobre la electricidad, el tabaco, bebidas alcohólicas, hidrocarburos, etc…) y de otra figura tributaria esencial: las tasas. La diferencia es que con los impuestos indirectos no se pueden tener en cuenta las circunstancias subjetivas y familiares del contribuyente, por lo que todos los ciudadanos pagan la misma cantidad, con independencia de su capacidad económica. Esto se debe a que el valor del tributo se repercute en el consumidor final. Si un mendigo de la calle y Amancio Ortega, una de las mayores fortunas mundiales, compran una cajetilla de tabaco ambos pagan lo mismo en concepto de impuesto especial. Igualmente ocurre con el IVA. El Gobierno del PSOE aumentó el IVA en 20102, elevando de forma indirecta el precio de muchos productos básicos de la cesta de la compra, y gravando aún más el consumo, en un momento de reducción de salarios y de fuerte pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores y las familias.
En cuanto a las tasas ocurre otro tanto. Las tasas son un tributo que se cobra por el aprovechamiento especial del dominio público, o por un servicio o actividad prestados por el sector público. Se utilizan sobre todo en el ámbito local. Su ámbito y su cuantía se ha expandido mucho en los últimos años, sobre todo por razones de psicología financiera: cuando uno paga una tasa, a diferencia de un impuesto, tiene la percepción de estar pagando por un servicio concreto y determinado, de que recibe una contraprestación a cambio, por lo que resulta más aceptable, mientras que los impuestos, por estar destinados a cubrir los gastos del Estado en su conjunto, sin que estén afectos a un servicio o gasto determinado (luego el Estado decide cómo se distribuyen esos ingresos públicos), los sujetos contribuyentes, los ciudadanos, tienen la impresión de que están pagando por nada; o que el Estado derrocha su dinero. Sin embargo esta percepción es errónea por dos motivos. Primero, porque en la tasa, por lo general, no se tiene en cuenta la capacidad económica del ciudadano que la paga; lo que implica que todos, ricos y pobres, financian con una cantidad similar ese servicio, lo que significa que al final los que menos tienen contribuyen, en proporción, mucho más que los que más tienen3. Y segundo, porque la tasa sirve para financiar servicios o actividades públicas imprescindibles y por tanto, al querer cubrir casi todo el coste de ese servicio solo con el precio de las tasas, ello supone tener que pagar más (pues no se quiere compensar con otros ingresos). Todo lo anterior se comprende muy claramente si se piensa en el desproporcionado aumento de las tasas que se cobran por cualquier trámite administrativo: permisos, renovación de carné, expedición de títulos o certificados, matrículas en centros de enseñanza públicos, tasas de basuras, etc…
En suma, que el precio de los servicios públicos está siendo costeado en una proporción cada vez mayor por las rentas del trabajo y por los que menos tienen, gracias a las tasas y a los impuestos indirectos. Y ni becas, ni subvenciones, ni ayudas, ni otras migajas compensatorias y burocráticas del Estado, sirven realmente para compensar este desnivel en la balanza que asfixia cada año con más fuerza las ya muy maltrechas economías de las familias españolas.
Pero el culmen de este sistema fiscal cada vez más regresivo e injusto es el proyecto del llamado «co-pago sanitario». Esta inicua barbaridad ya ha sido planteada -aunque con la boca pequeña por las consecuencias que pueda traer-, por algunos grupos parlamentarios (CIU y el PP). El globo sonda ha sido lanzado a la espera de que las circunstancias permitan su detonación. Esto, unido al deseo de privatizar los sistemas de pensión y previsión social, solo pretende favorecer a las grandes corporaciones de seguros privados y cargar los costes del sistema sobre los que menos tienen. De hecho, la derecha política neoliberal quiere trasladar el coste de la financiación de la sanidad pública a los ciudadanos, por segunda vez. No se trata, como dicen, de introducir un «co-pago» cuando una persona hace uso de la sanidad pública, sino de un «re-pago», a través de un nuevo impuesto o tasa, puesto que todos ya pagamos la sanidad pública con nuestros impuestos. Pero la pagamos de forma progresiva: quien más tiene contribuye con más a las arcas públicas (como dice el art.31.1 de la CE), y por tanto financia en proporción a sus ingresos un sistema público y universal. Sin embargo, si se introduce el sistema de pagar por cada consulta u operación, al final, los que menos tienen, que estadísticamente son los que gozan de peor salud, serán los que más paguen. Se empieza a decir que este proyecto bárbaro pretende racionalizar el sistema, pero es falso. Lo que está detrás de este proyecto es la privatización progresiva del sistema de salud, yendo hacia un sistema de tipo estadounidense, que genere una rentabilidad económica como si fuera una empresa privada. Pero la salud de las personas no es una mercancía, y sus repercusiones sociales positivas no pueden nunca medirse en términos empresariales de costes y beneficios.
Si se lleva a cabo supone dinamitar definitivamente el Estado del bienestar y apostar por la selva hobbesiana, competitiva y feroz, del todos contra todos, por una supervivencia cada vez más costosa de alcanzar; aumento exponencial de la marginalidad social, desestructuración económica, violencia, aumento de la mortalidad infantil y un descenso de la esperanza de vida. Entonces la salud será solo un derecho para quien pueda comprársela. Es muy fácil comprenderlo si se piensa que las personas mayores o las familias con algún familiar enfermo, crónico, a las que les cuesta horrores llegar a fin de mes (sobre todo con la crisis), no podrán pagar una consulta, una operación o un fármaco, y se quedarán por tanto sin acudir al médico, sin atención sanitaria, con el riesgo que eso supone también para el resto de la comunidad.
El PP y CIU tienen un programa encubierto para llevar a la práctica este sistema regresivo de «co-pago sanitario», como Berlusconi en Italia, ya adelantado por el famoso GATTS de la OMC4, y presionados por los gigantescos intereses comerciales de la banca y los seguros privados. Por eso, promueven deliberadamente un miedo irracional, en un futuro imaginario y distante, a una supuesta quiebra de la Seguridad Social5. El PSOE, sin embargo, debido a sus contradicciones ideológicas, parece que todavía sigue apostando por el sistema actual de sanidad pública y universal, y por el sistema público de seguridad social; pero tampoco es un baluarte seguro para su defensa.
Todas y cada una de estas medidas sumadas en su conjunto suponen miles de millones de euros que el Estado ha dejado de recaudar, dejando en manos privadas recursos improductivos y aumentando aún más las desigualdades; recursos que correctamente utilizados y gestionados hubieran disminuido significativamente el déficit de las Administraciones Públicas. No es, por tanto, que no haya riqueza o dinero suficientes para garantizar unos servicios públicos gratuitos y de calidad, sino que ese dinero y esa riqueza se acumulan en manos privadas, y cada vez en menos manos. Ahí están, sin ir más lejos, los 70.000 millones de euros que el Estado puso a disposición de los bancos, a cargo de la deuda pública, para garantizar su negocio y viabilidad. ¿Dónde han ido a parar todos esos millones?
En cualquier caso, lo que demuestra la realidad, y parece fuera de toda duda, es que Zapatero y Rajoy se suicidarían antes que recortar los privilegios o subir los impuestos a la oligarquía financiera y económica de este país. Eso demuestra a las claras para quién trabajan, y sobre todo a qué intereses sirve el Gobierno.
Como conclusión, no es necesario ni decir que estas reformas fiscales han tenido un objetivo muy claro y definido, que es aumentar los beneficios de unos pocos (grandes corporaciones, empresas o personas privadas) a costa de adelgazar el ya maltrecho erario público, perjudicando a la sociedad entera y en especial a la clase trabajadora. Esto tiene una consecuencia terrible, y es que el Estado (central, autonómico o local) ingresa mucho menos dinero, y por tanto tiene menos recursos para hacer políticas sociales y favorecer la inversión pública (que, no se puede olvidar, es un elemento esencial del PIB, que estimula su crecimiento). El interés social y general de la actuación pública con el fin de garantizar la igualdad y los derechos sociales desaparece a favor de oscuros intereses y beneficios privados. Todo ello en un momento en el que más que nunca es necesaria una intervención pública en la economía, y una garantía para pagar las prestaciones sociales. Son recursos económicos que dejan de ser gestionados por la Adminsitración Pública y que engordan los bolsillos de las empresas y personas privadas. Esto es lo que exige el neoliberalismo impuesto por la Unión Europea y el FMI. Una forma, en realidad, de quitar poder económico a los Gobiernos democráticos para dárselo a las empresas privadas y los mercados financieros; una forma más, en suma, de privatizar los beneficios y socializar los costes, máxima absoluta del sistema capitalista.
Una reforma constitucional antidemocrática.
El PSOE y el PP han pactado una súbita y repentina reforma de la Constitución, con nocturnidad y alevosía, al final de una legislatura agotada, en periodo extraordinario de sesiones y sin intención de someterla a referéndum. Todo para satisfacer las demandas de los mercados y las exigencias financieras de la UE, capitaneada por Alemania, que es quien realmente controla las finanzas europeas. Se trata de un severo golpe a la democracia, un golpe que ignora por completo los intereses y demandas de los ciudadanos y encadena la política económica de los futuros Gobiernos a las necesidades y exigencias del poder financiero. Y sin embargo no ha conseguido ni contentar ni apaciguar a los mercados, pues continúa la inestabilidad en las bolsas de todo el mundo que no paran de caer.
Los diputados y senadores han reformado el art.135 de la CE. Este extenso artículo está situado en el Título VII de la Constitución, por lo que para su aprobación -según el art.167 de la CE- no es necesario, estrictamente, un referéndum. El referéndum vinculante, que validase popular y democráticamente la reforma, solo sería obligatorio si así lo solicitase el 10% de los diputados o de los senadores (es decir, 35 diputados o 26 senadores respectivamente) Sin embargo, no sorprende que los dos partidos de la Monarquía, PP y PSOE, hayan pactado excluir esta importantísima reforma de la norma fundamental del sufragio del pueblo, sin el tiempo suficiente para un debate público adecuado a la trascendencia económica del cambio, y en pleno periodo de vacaciones de agosto. Ambos partidos están a las órdenes de unos mercados y especuladores cada vez más exigentes. Poco importa que los grupos minoritarios de la izquierda parlamentaria (IU-ICV, ERC, BNG o Nafarroa Bai) voten en contra de esta reforma o pidan, cuanto menos, un referéndum; sus diputados ni siquiera alcanzan el número necesario para pedirlo.
Este es el verdadero rostro antidemocrático del neoliberalismo, donde ya no se respetan ni los procedimientos formales de decisión democrática más esenciales, como que una reforma de la Constitución, de la norma fundamental de toda comunidad política, sea aprobada y ratificada por el pueblo. La decisiones ya no las toma el pueblo soberano sino los tecnócratas capitalistas del BCE, el FMI, o el Banco de España. Entonces, ¿para qué tanta parafernalia electoral?
La amplia reforma del art.135 de la CE pretende limitar constitucionalmente el techo de gasto de las Administraciones Públicas (Estado central, CCAA y entidades locales) y que éstas no puedan endeudarse. Se da rango constitucional al límite de la deuda pública y se prioriza en los presupuestos el pago de esa deuda. Por mucho que se diga lo contrario, en teoría, esto supone que el Estado deberá pagar la deuda a sus acreedores con «prioridad absoluta» (nuevo art.135.3) sobre cualquier otro gasto, por esencial que sea. Así, los gastos en educación, sanidad, prestaciones sociales, pensiones, salarios, inversión pública, etc… quedarán relegados y condicionados a un segundo lugar, estarán totalmente subordinados al pago de los créditos del Estado a sus acreedores internacionales. Por tanto, con esta reforma, el impago de la deuda será una opción imposible para cualquier Gobierno; más aún, el Gobierno ni siquiera podrá pagar la deuda en segundo lugar, priorizando otros gastos sociales más necesarios, como pensiones o sanidad. Sin embargo, en América Latina, muchos gobiernos endeudados con el FMI y los acreedores internacionales solo pudieron salir de la espiral de deuda y del pozo económico en el que estaban inmersos gracias a la valiente decisión de no pagar la deuda y reinvertir ese dinero de otra manera. Así, por ejemplo, Argentina pudo empezar a levantar cabeza cuando Néstor Kirchner decidió no pagar la deuda, después de las devastadoras políticas económicas neoliberales de los años 90, del corralito y de que una revuelta popular obligara a Fernando de la Rúa a abandonar la presidencia del gobierno bonaerense.
Aunque no se han dado cifras concretas se pretende establecer mediante ley orgánica que el «déficit estructural» no pueda superar el 0,4% (0,26% el Estado, 0,14 las CCAA, y exigencia de equilibrio presupuestario para las entidades locales), vinculándose también a lo establecido en los Tratados y normas de la UE6. Los Tratados y la normativa europea imponen duras restricciones al gasto publico7. Además, delegar constitucionalmente el establecimiento del techo de gasto de un Estado a las instituciones europeas supone una entrega neta de soberanía económica a esas instituciones; supone, de hecho, perder el control de un instrumento básico para la política económica estatal: los Presupuestos, que a partir de ahora deberán ajustarse a la jaula de hierro de las instituciones económicas europeas e internacionales.
La cifra de déficit máximo permitido del 0,4% es simplemente ridícula si tenemos en cuenta que las prestaciones sociales que el Gobierno español ha tenido que pagar durante la crisis -y evitar, literalmente, la hambruna de millones de trabajadores en paro- ha aumentado el déficit hasta más del 7% -aunque este déficit también lo provoca otros gastos que, casualmente, no se critican: gastos militares, subvenciones y beneficios fiscales a las empresas, pérdida de ingresos tributarios, etc… La tan manida fórmula del «equilibrio presupuestario» tan cacareada por el PP (mientras los Gobiernos de las CCAA que ellos controlan pierden ingresos fiscales recortando impuestos a las rentas del capital y a los que más tienen) esconde única y exclusivamente el deseo de restar recursos económicos y tributarios al Estado -cuya actuación se rige por criterios democráticos de interés público y de carácter redistributivo- para entregárselo a las empresas y bancos privados -cuyo único interés es el de maximizar sus beneficios. Es decir, pretende únicamente, por mucho que lo nieguen, liquidar el Estado del bienestar.
La reforma cierra las puertas definitivamente incluso al keynesianismo económico, la cara más amable y social del capitalismo. Cierra la posibilidad de que un Gobierno pueda endeudarse para reactivar la economía. Curiosamente esta limitación supone poner aún más trabas a la reactivación del PIB, pues la inversión pública -severamente restringida ahora con esta reforma- es uno de los componentes esenciales del PIB. Pero aún más curioso es que esta limitación del poder económico de la Administración Pública se haga en uno de los Estados de la OCDE con menor deuda del sector público8: algo más de un 60% del PIB. Alemania, Francia, Bélgica, Italia tienen mucha más deuda pública que España (un 83,2; 83,5; 98,6 y 118,1% en relación al PIB, respectivamente, a principios de verano). EE.UU. más de un 110%, y Japón ¡un 225,8%!, respecto al PIB. ¿A qué tanto interés entonces en restringir la deuda española? Se trata solamente de contentar a los especuladores internacionales y garantizar en España, y toda la UE, la sumisión de los Gobiernos a los intereses de los mercados financieros, que quieren ante todo cobrar los intereses de sus créditos a costa de que todos paguemos.
Aunque el propio artículo recoge vagas excepciones a estas limitaciones al gasto y a la deuda pública, éstas se han puesto de cara a la galería. ¿Realmente esos límites al déficit y a la deuda pública podrán superarse en caso de catástrofes naturales, emergencia extraordinaria o recesión económica? En cualquier caso, situaciones de excepción. El desarrollo de esta reforma queda circunscrito a una futura ley orgánica.
De cualquier forma, lo que salta a la vista es la enorme dificultad, sino imposibilidad, que va a suponer cambiar de nuevo estas limitaciones constitucionales, en el caso de que hubiera un cambio político en España que quisiera cambiar el rumbo de la política económica. No dejan ya alternativa alguna. Es una restricción a la democracia, al pluralismo político y al Estado social. Parece claro que, aún más con la nueva reforma, la CE es un marco político que necesita ser reconstruido totalmente. El sistema económico y el sistema político, la democracia representativa en el Reino de España, han llegado a un callejón sin salida. De lo que realmente hay déficit en España es de democracia. Las instituciones del Estado y sus políticos a sueldo están deslegitimados, ya no representan la voluntad general -que diría Rousseau-, los intereses del pueblo y de los trabajadores (los más golpeados por esta crisis), sino los intereses puros y duros del capital financiero. Habría que preguntarse si alguna vez desde la Transición lo han hecho realmente.
Que en las próximas elecciones las dos únicas opciones plausibles de Gobierno sean PP y PSOE, ambos partidos representados por dos políticos tan fantoches y con tan poca credibilidad como Rubalcaba y Rajoy, muestra a las claras la pobreza democrática y la miseria política a la que ha llegado este país.
Conclusión
Este sencillo análisis que acabas de leer pretende ser una aportación para el conocimiento de la realidad y la reflexión, para la interpretación del mundo político y económico que nos ha tocado en suerte, pero no supone ni mucho menos un punto y final. Representa, a lo sumo, una invitación a lo que Kant y los hijos de la Ilustración clamaban: «Sapere aude» («Atrévete a saber»). Por el contrario, una vez que sabemos lo que está sucediendo, cuando se ha expuesto ya la razón informada, cuando la razón ha sido esclarecida, es necesario pasar a la acción y organizar la resistencia desde todos los ámbitos, que al fin y al cabo son uno solo: político, social y laboral. Después del «Sapere aude» de Kant, el «Agere aude» («Atrévete a actuar») de ese extraño y polémico ilustrado español exiliado en Londres llamado Blanco White.
Como decía Karl Marx, en la última de sus Tésis sobre Feuerbach:
Alejandro Vidal Álvarez es Licenciado en Derecho.
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