Incluso a ciudadanos que no somos historiadores ni conocemos el oficio por dentro nos basta con mirar algunos de los nombres de la Real Academia de Historia para darnos cuenta que la carcundia más rancia domina a sus anchas y puebla densamente la Real institución. Que Luis Suárez, el autor de la voz «Franco» [1] […]
Incluso a ciudadanos que no somos historiadores ni conocemos el oficio por dentro nos basta con mirar algunos de los nombres de la Real Academia de Historia para darnos cuenta que la carcundia más rancia domina a sus anchas y puebla densamente la Real institución. Que Luis Suárez, el autor de la voz «Franco» [1] de ese «Diccionario Biográfico Español» subvencionado con 5,8 millones de euros por las instituciones públicas, y con 500.000 euros más por la Fundación Botín (¡Dios los crea y ella se juntan apenas en cinco nanosegundos!), preguntado tras el escándalo levantado sobre si su entrada era o no equilibrada, responda que es «un texto objetivo sin juicios de valor (sic)» y que se ha «limitado a recoger lo que decían las noticias y la documentación», que al hablarle de represión afirme que «eso no había que tratarlo en la biografía» y que «la guerra fue muy dura en los dos bandos», o que al tocar el tema de la prohibición del catalán sostenga, feliz de conocerse a si mismo y de ser un ignorante de siete mil leguas, no sólo que «el catalán no estaba prohibido en absoluto» y que se utilizaba como «lo más normal del mundo», sino que es ahora, precisamente ahora, «cuando se están prohibiendo el español en Catalunya» [2], que Luis Suárez, decía, haya sido capaz de formular todo este conjunto de insensateces e infamias sin mover un músculo y brazo en alto, es prueba casi concluyente del inmenso poder cultural del neofranquismo español. En las instituciones y fuera de las instituciones. Sabíamos de ello. Ganaron la guerra y el legado de su victoria sigue vivo y coleando. Ni reconciliación ni monsergas, eso son cosas de «señoritas», «masones», «eurocomunistas» y «antiespañoles». El himno por la victoria de Contador sonó con la letra de Pemán. Todo cuadra.
La transición no fue fácil. Derecha golpista en permanente estado de alerta, atentados de la extrema derecha fascista, Gladio, prisioneros políticos con muchos años de cárcel a sus espaldas y ansias de salir fuera, torturas policiales como pan nuestro de cada día, inmensos deseos de libertad entre la ciudadanía (y a un tiempo, neta mitificación de las conquistas políticas alcanzables y de la capacidad de intervención real transformadora en las instituciones públicas), son algunos de los elementos a tener en cuenta. A no olvidar. Pero, tres décadas más tarde, parece cada vez más obvio que el pacto de silencio, ese servilismo político-cultural tan poco medido y analizado, fue básicamente, por una parte, el olvido del inmenso legado cultural del republicanismo español integrador y de los valores socialistas que habían arraigado en un sector importante de la ciudadanía resistente antifranquista, y, por otra parte, la aparente democratización cultural de unas fuerzas políticas, económicas y sociales que no cedieron casi en nada y que siguieron defendiendo con la boca pequeña (o con la boca grande, dependió del momento y el lugar) el legado histórico del franquismo, «ese autoritarismo político que con, mano dura, demasiado dura en ocasiones, tan positivo había sido para el desarrollo económico de España». De esos lodos estos barros abisales: unos callamos, no era el momento; otros no pararon de dar voces y de mover sus hilos e influencias. De todo aquello, todo esto. El «Diccionario biográfico» por ejemplo (cuyo coste, además, es una lección transparente de cómo se consiguen adeptos inquebrantables entre académicos, universitarios y «hombres de bien». También aquí la pasta ayuda y da cohesión).
Por lo demás, no deja de sorprender por otra parte, es tema marginal, que un historiador de la altura y solidez de Ángel Viñas, del que tantos y tanto hemos aprendido, después de dar cuenta de unos 20 disparates académicos en la entrada «Franco» del Diccionario, finalice su artículo en Público señalando: «En definitiva, un grotesco intento de seudohistoria, en seguimiento de la estrategia estalinista de deformación del pasado». No cabe desde luego ninguna nostalgia de Stalin ni ningún disimulo o duda sobre aquellas aberraciones historiográficas que le tienen como máximo responsable, pero ¿lo sucedido con el Diccionario neofranquista de la RAH cabe etiquetarlo como ejemplo de «estrategia estalinista de deformación del pasado»? ¿A qué viene apelar a procedimientos tan distantes aunque pueden tener más de un punto de contacto? ¿No será más bien este Diccionario un ejemplo de la importancia y las prácticas del revisionismo histórico de la extrema derecha española que llama «autoritario», que no dictador porque sería «un juicio de valor», al máximo responsable de asesinatos y fusilamientos de trabajadores cenetistas como José Arnal Cerezuelo en mayo de 1939, ciudadanos obreros que habían cometido el horrendo delito de sangre de estar sindicados? La revisión de la Segunda República, de la guerra civil, del franquismo, e incluso de la transición, del 23-F y de las tres décadas de Monarquía borbónica, no es ninguna estrategia estalinista sino revisionismo histórico-político de la rancia e incorregible derecha española. Y no sólo política desde luego.
PS. No sé si como IU pretende, habría que revisar o impedir la edición del Diccionario. Para futuras generaciones será todo un ejemplo de cómo se las gastaban los neofranquistas académicos. Leerán y no se acabarán de creerlo. Pero les enseñará.
Notas:
[*] La expresión del titular, como es sabido, es otro acierto del poeta, traductor, filósofo y profesor Jorge Riechmann.
[1] Voz revisada, como el mismo autor ha señalado, por la comisión de la RAH. Ni más ni menos.
[2] Público, 31 de mayo de 2011, p. 2.
[3] Angel Viñas, «Vuelve la seudohistoria», Ibidem, p. 3.
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