Uno de los defectos más antipáticos de la flor y nata del periodismo español es su hipocresía. No digo que todos los periodistas de postín sean falsarios redomados, ni mucho menos. Digo, eso sí, que es un sector profesional en el que abundan los hipócritas. Si el personal de a pie oyera las conversaciones privadas […]
Uno de los defectos más antipáticos de la flor y nata del periodismo español es su hipocresía. No digo que todos los periodistas de postín sean falsarios redomados, ni mucho menos. Digo, eso sí, que es un sector profesional en el que abundan los hipócritas. Si el personal de a pie oyera las conversaciones privadas de algunos periodistas de alto copete, se quedaría de piedra. ¡Fulano, que tanta veneración por la Familia Real muestra en sus escritos, poniéndola de vuelta y media! ¡Zutano, que se bate día sí día también en duelo columnístico en defensa de la honradez de tales o cuales políticos, haciendo mofa de los extraños vericuetos por los que sus patrocinados han accedido al desahogo material del que ahora gozan! Me he estado fijando durante los últimos días en los recurrentes discursos periodísticos sobre Gibraltar. Supongo que alguno habrá desempolvado sus soflamas patrióticas porque le saldrán del alma (incluida la inevitable gracia sobre «los hijos de la Gran…Bretaña»), pero estoy seguro de que muchos otros lo han hecho para aparentar que creen lo que no creen. Saben de sobra que, en estos tiempos de soberanías cada vez más limitadas y menos significativas, importa bien poco que la Union Jack ondee en los edificios oficiales de Gibraltar. Son conscientes de que hay lugares del territorio español en los que la autoridad local no pinta mucho más (bien cerquita, Washington ha negado recientemente la jurisdicción de la justicia española sobre la base de Rota). Tampoco ignoran, supongo, que Gran Bretaña tiene más derecho a permanecer en Gibraltar que España a ocupar Olivença, territorio portugués que retiene sin fundamento legal ninguno. Es de dominio público que muchas empresas -buena parte de ellas españolas- se refugian en Gibraltar para evadir impuestos y también, a veces, para dar cobertura a negocios dudosamente lícitos o directamente ilícitos. No es ajena a esto, ni mucho menos, la desproporcionada actividad que desarrollan en Gibraltar determinadas firmas bancarias genuinamente españolas. Pero de eso no cabe culpar a los gibraltareños (que, sin embargo, acaban siendo los que padecen todas las absurdas medidas de represalia, abiertas o encubiertas, adoptadas por las autoridades españolas). Sobran las críticas retóricas al Tratado de Utrecht. Lo que el Gobierno de Madrid debería hacer es boicotear los negocios irregulares y perseguir los ilegales que tienen Gibraltar como escenario y que con mucha frecuencia están auspiciados por empresarios y financieros españoles. Y eso es lo que no hace. Pero los corifeos del sistema saben que abordar así las cosas resulta conflictivo. De modo que optan por seguir hablando de «la pérfida Albión». Como el año pasado. Como el próximo. ¿Para qué? Para ganarse algunas palmaditas en la espalda. De ésas que se canjean a fin de temporada por dádivas y prebendas.