¿Qué sentido tiene plantear a siete novelistas españoles contemporáneos las mismas preguntas que la revista Partisan Review hizo a varios escritores estadounidenses en 1939? La curiosidad de ver en qué medida cuestiones que entonces y periódicamente atraviesan el sistema literario como asteroides siguen siendo pertinentes o impertinentes, desde el «pasado utilizable» al destinatario de lo que se escribe, el valor de la crítica y los siempre espinosos asuntos de las lealtades y el compromiso
La revista Fortune envió el verano de 1936 al fotógrafo Walker Evans y al escritor James Agee a dos remotos villorrios de Alabama, en el profundo sur de Estados Unidos, para que dieran cuenta de las condiciones de vida de los campesinos blancos y pobres en plena Depresión. Volvieron con un material que los editores de la revista consideraron impublicable. Fotos y texto acabaron dando cuerpo a un libro que adquirió carácter mítico, más admirado que leído. De la peculiaridad de Hablemos ahora de hombres famosos da cuenta que en la página 300 (de la versión española, publicada por Seix Barral en 1993, con traducción de Pilar Giralt Gorina) el temperamental e imprevisible Agee decidiera incluir sus respuestas al cuestionario que le remitieron sus amigos de Partisan Review, prestigiosa revista de la izquierda filocomunista que el propio Agee contribuyó a impulsar y en la que colaboraba junto a figuras como Edmund Wilson, Wallace Stevens y Mary McCarthy.
Fundada en 1934 como órgano de los Clubs Comunistas John Reed, sus editores prometían en su primer número combatir «la decadente cultura de las clases explotadoras». Tras quedarse sin fondos al cabo de dos años y después de que el Partido Comunista de Estados Unidos disolviera los clubs a raíz de furibundas purgas políticas en Moscú, Philip Rahv y William Phillips le dieron nueva vida a Partisan Review en 1937. Con fondos proporcionados por el pintor abstracto George L. K. Morris, Rahv y Phillips optaron por una independencia radical, marxismo antiestalinista y modernismo literario. «Creemos que la causa de la literatura revolucionaria es mejor servida por una política de no compromiso con ningún partido político», declararon en el primer número de la nueva era. En un extenso ensayo sobre Hablemos ahora de hombres famosos, la ensayista Jeanne Follansbee Quinn se refiere a la «intermitente atracción de Agee por el comunismo» y a su «admiración por lo que sus amigos Dwight MacDonald y Delmore Schwartz estaban haciendo en Partisan Review cuando abogaban por la experimentación literaria combinada con la conciencia social». Mientras peleaba a brazo partido con la escritura de Hablemos ahora de hombres famosos, el cuestionario de Partisan Review encorajinó a Agee: «Resultó representar muchas cosas que me enfurecieron y contesté a él pronta y airadamente. La ira y la prontitud hicieron que mis respuestas fueran intemperantes, inarticuladas y a veces decididamente tontas: pero mis intentos ulteriores de responder de un modo más razonable me dieron la impresión, por el mismo hecho de su razonabilidad, de hacer a tales preguntas más honor del que merecían. Decidí dejarlas como estaban y, en la medida en que eran una imagen de mi tontería, permitir que me acusaran. No fue agradable hacer esto, porque conocía y me gustaban (y me siguen gustando) algunos de los editores, y sentía también cierto respeto por algunas de las cosas que hacían: y pensé en la probabilidad de que mi respuesta fuese considerada como un ataque personal. Así fue; y la respuesta no se publicó, sobre la base de que ninguna revista tiene la obligación de publicar un ataque contra ella misma y de que no había contestado a las preguntas».
Los siete escritores españoles contemporáneos a los que se volvieron a plantear los mismos interrogantes ?con algunas correcciones y adaptaciones al momento presente: en las referencias literarias de Partisan Review se ponía en contraposición a Henry James con Walt Whitman, y cuando se hablaba de la guerra se refería a la inminencia de la que sería Segunda Guerra Mundial? reaccionaron de forma amable e infinitamente más paciente a preguntas que, en opinión de Agee, eran «tan malas y tan reveladoras que es casi imposible contestarlas». A pesar de todo, tal vez las respuestas ayuden a entender mejor en dónde nos encontramos y cómo entienden su condición de escritores y su arte los novelistas Álvaro Pombo (Santander, 1939), Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947), Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950), Javier Marías (Madrid, 1951), Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), Belén Gopegui (Madrid, 1963) y Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970). Al final, se incluyen las respuestas que Agee envió a Partisan Review, y que la revista descartó.
1. UN «PASADO UTILIZABLE». ¿Es usted consciente, en sus escritos, de la existencia de un «pasado utilizable»? ¿Es esto en su mayor parte español? ¿Qué figuras designaría como elementos en él? ¿Diría, por ejemplo, que la obra de Valle-Inclán es más pertinente para el presente y el futuro de la literatura española que la de Cervantes?
Pombo: Desde luego, tanto en mis escritos como en mi vida personal, yo me considero muy vivamente consciente de que existe un pasado utilizable. Entiendo que esta pregunta se refiere al pasado histórico-literario. En mi caso particular, no es español en su mayor parte sino más o menos mitad español y mitad anglosajón con un importante anexo alemán, sobre todo centrado en las figura de Rainer Maria Rilke para mi mundo poético. Figuras anglosajonas continuamente presentes en mis escritos son: T. S. Elliot, Jane Austen, Iris Murdoch y, por supuesto, Henry James. A este tendría que añadir la interesante tradición de los cuentos de fantasmas y de terror característicamente anglosajones. A mí me parece más pertinente para la prosa narrativa que yo escribo Valle Inclán que Cervantes, y en esa línea destacaría a Ortega y Gasset, la prosa ensayística de Antonio Machado y la narrativa de Carmen Laforet, aunque también me gustaría mencionar las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer y Mariano José de Larra. Sí ha sido para mí muy importante la narrativa hispanoamericana, especialmente Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges.
Puértolas: Se escribe con la herencia de la lengua a tus espaldas. El lenguaje que utilizamos hoy se ha ido formando a lo largo de la historia. El escritor sabe que el lenguaje es su instrumento, y es perfectamente consciente de lo mucho que debe a los escritores que han dejado su huella en él. No sería lo que es sin la existencia de Cervantes, de Valle-Inclán, de Baroja… Pero, como es natural, cada escritor se encontrará más a gusto dentro de una tendencia, de un estilo, de un tono… En suma, de una forma de aproximación a eso que llamamos realidad, y se reconocerá más en deuda con un escritor que con otro. Me parece evidente que la aportación de Cervantes es la más fructífera y compleja, la de mayor alcance y mayor calado. La sombra de Cervantes es una especie de manto protector, algo que te cobija. Lo que Cervantes plantea en el Quijote nos lo seguimos planteando. No ha perdido un ápice de actualidad. Se enriquece en cada época.
Sánchez-Ostiz: Me parece más correcto aplicar la expresión «pasado utilizable» al recurrir a una memoria personal, familiar, o de esa que se llama colectiva, como materia de la invención o de la mera crónica literaria, algo que se ha venido haciendo mucho en las últimas décadas, más que a esa tradición literaria o de pensamiento que pertenece a un periodo concreto de nuestra historia reciente, en el que no creo demasiado, aunque me pese, claro, como a todos… ¿o es que creemos que hacemos ballet en la primera mañana del mundo? Por lo que se refiere a las fuentes de la propia obra, yo hablaría de tradición literaria y esa pertenece, obviamente, sobre todo, al ámbito de la lengua castellana. En ese sentido, me tengo que remitir a nuestra picaresca, que esa sí, esa es de mucha actualidad, como lo es la mirada de Larra. No es una cuestión de ser más o menos pertinente, sino de intención, de ver cuáles son aquellas páginas que el tiempo no arruga: Cervantes, Valle, sí, pero también Torres, Quevedo, Blanco, Baroja…
Marías: Sí, claro que hay un pasado utilizable, aunque la expresión sea inadecuada, en mi caso al menos. No es que uno mire al pasado a ver qué puede sacar de él, novelísticamente, ni que «busque» temas en él que puedan quedar bien o ser resultones, sino que el pasado es parte de nosotros y de nuestro presente, por mucho que la tendencia de las autoridades ?véase la actual enseñanza? sea la contraria, es decir, a procurar que la gente olvide el pasado o, a lo sumo, lo asimile deformado por los intereses de los gobernantes actuales. En mi caso particular, la generación de mis padres atravesó la Guerra Civil en plena juventud, y a su término mi padre padeció consecuencias directas (fue encarcelado y juzgado y luego represaliado). Todo eso yo lo he conocido de primera mano, lo mismo que numerosos episodios de la Segunda Guerra Mundial, relatados por mis viejos amigos ingleses. Ahora bien, el que usted mismo haya empleado esa expresión inadecuada, significa probablemente que hay ya instalada, en parte de nuestra narrativa reciente, una actitud ventajista, que se aprovecha del pasado de manera artificial, y meramente como «decorado». Si se refiere a autores, uno aprende de los mayores más allá de las lenguas en las que escribieran, o yo así lo veo. Tan importante para mi presente literario (del futuro no sé nada) son Cervantes como Shakespeare, Valle-Inclán como Nabokov, Quiroga como Isak Dinesen.
Muñoz Molina: Hay una tradición de la que el escritor se alimenta para crear sus obras, que no es nacional, ni estable, ni está del todo presente en la consciencia. Mi pasado utilizable, por manejar la traducción literal del término inglés, se compone de una serie de referencias que han variado poco con el tiempo, y que están vinculadas al capricho y a la afinidad personal ?Cervantes, Borges, Proust, Galdós, Onetti, serían algunos de mis autores más asiduos? y de otras que voy adquiriendo según pasan los años, o que me ayudan o me influyen en un empeño particular. Bellow, por ejemplo, fue un descubrimiento tardío para mí pero muy decisivo. Una parte de la obra de Philip Roth: porque también hay que tener en cuenta que no siempre coinciden obras que le gustan a uno mucho y obras que le influyen.
Gopegui: Poco a poco he ido advirtiendo la presencia de un pasado que de un modo casi diría agresivo utiliza al escritor, canaliza sus propuestas, las limita y homologa. En la tradición literaria, sea en lengua española o en otra, se han producido descubrimientos que podrían haber contribuido al desarrollo de las facultades del hombre y la mujer pero en su inmensa mayoría han sido encauzados por canales académicos o comerciales al servicio de la clase dominante, baste como ejemplo el centenario del Quijote sin un solo acto o debate capaz de poner en circulación tensiones equivalentes a las que impelen a Alonso Quijano a abandonar su cuarto de lectura. Más que la pertinencia de un escritor me interesa su dificultad para escapar de ese pasado que, institucionalizado, somete cualquier atisbo de impugnación de lo real. Este mismo cuestionario impone un cauce expresivo, sólo cabe romperlo saliéndose de la literatura ¿y hasta qué punto pueden ser publicadas en un suplemento literario las respuestas de alguien que haya decidido romper con la institución literaria?
De Prada: Entenderé que por «pasado utilizable» se quiere designar una tradición literaria que haya nutrido mi escritura. Naturalmente, esa tradición existe; su configuración ha sido suficientemente extravagante y ecléctica como para que me resista a calificarla como mayoritariamente española. Durante un tiempo, por ejemplo, mi guía en el bosque de la literatura fue Borges: todo libro que él comentase o simplemente mencionase se convertía en pasto de mi curiosidad lectora. Este interés borgiano se hizo pronto extensivo a toda la literatura fantástica en general, y argentina en particular. Tuve también una época en que me sentí fascinado por la literatura española de principios del siglo XX: los maestros del 98, los epígonos del modernismo, el tumulto de las vanguardias, el enjambre aturdidor de los raros y los bohemios. También tuve mi época afrancesada; y fue entonces cuando descubrí al escritor que más venero, Marcel Proust. Otras figuras señeras de mi particular tradición serían Julio Cortázar (mi principal amor de adolescencia), Felisberto Hernández, Gómez de la Serna, Poe, Dostoievski, Henry James, Chesterton. No me atrevería a afirmar que Valle-Inclán sea «más pertinente para el presente y el futuro de la literatura que Cervantes».
2. PARA QUIÉN SE ESCRIBE. ¿Considera usted que escribe para una audiencia determinada? En caso afirmativo, ¿cómo describiría a esta audiencia? ¿Diría que la audiencia de la literatura española seria ha crecido o disminuido en los últimos años?
Pombo: Escribo para una audiencia más femenina que masculina. Mis mejores lectoras son, en general, las mujeres. Esas lectoras femeninas pertenecen a la clase media, educada, universitaria de edades comprendidas entre treinta y sesenta y pico. Creo que la audiencia de la literatura española seria ha crecido considerablemente estos años. Por lo regular, yo vendo unos 40.000 ejemplares anuales de casi todas las primeras ediciones de mis novelas.
Puértolas: Aunque no se piensa en el lector mientras se escribe, se sabe que el lector existe y que será él, en definitiva, quien dé vida a lo que escribes. La literatura la hace el lector. ¿Quién es este lector? Para empezar, alguien que sabe leer. Es decir, que tiene una educación en materia de lecturas, de literatura. Lo ideal sería que esa educación le hubiera provisto de criterio. Y esta es la pregunta que el escritor se hace, ¿hasta qué punto el lector que va a leer tu libro ha podido formar su criterio? Se publica mucho y las modas y la publicidad ?unidas a las deficiencias de la educación? dejan poco espacio para que surja el criterio personal e independiente. No sé si ha sido siempre así o este momento es más crítico que los anteriores.
Sánchez-Ostiz: Si por audiencia entendemos lectores, a mí no me cabe la menor duda de que la tengo, aunque no escriba para ella. Me da apuro asomarme a ese patio de butacas y no veo muy bien quien la forma. Yo no sé cuál es «la literatura española seria». Eso habría que preguntárselo a los editores, que son los que saben cómo les van las ventas.
Marías: No, nunca lo he hecho, en mis ya treinta y cuatro años como novelista publicado. No escribo para nadie en particular, lo cual viene a ser lo mismo que escribir para cualquiera. Es más, dirigirse sólo a una determinada franja de lectores me parece (a no ser que uno sea un escritor de género) una falta de respeto, y algo rutinario. Me temo que me aburriría. Los lectores de literatura española seria crecieron sin duda en los años 90, y sin duda han disminuido con el nuevo siglo. Con todo, yo he tenido y tengo más lectores de los que nunca habría imaginado (y aunque yo no lo crea demasiado, se me tiene por autor de literatura seria); así que tampoco puede uno quejarse.
Muñoz Molina: Escribo, lógicamente, en un sentido amplio, para un grupo de público que está incluido en esa minoría para la cual la experiencia de la literatura contemporánea y no de consumo inmediato es relevante. Pero incluso ese público general no me parece fijo, porque no se puede decir que haya un público esperando los libros: son los libros los que van creando poco a poco ese público. La comparación más adecuada procede de Proust, cuando decía que no es que en las primeras décadas del siglo XX hubiera nacido de pronto el público para los últimos cuartetos de Beethoven, tan poco comprendidos en su tiempo: es que los cuartetos de Beethoven fueron creando lentamente, a lo largo de los años, un público sustancial que sin la existencia de ellos no habría nacido. Ocurrió algo semejante con los lectores de novela moderna española en los años ochenta: poco a poco, novela a novela, los escritores que empezamos a publicar entonces fuimos contribuyendo a que naciera un público que antes casi no había existido.
Gopegui: Hoy la palabra audiencia nos remite a un modo de entender la relación con el discurso más preocupado por el significante, por la satisfacción inmediata del deseo, la audiencia televisiva, que por la posibilidad de elegir entre distintos significados con consecuencias diferentes. En este sentido es cierto que la mayoría de las propuestas narrativas hoy día sólo proponen distintos significantes de un mismo significado, leer para reafirmar la posibilidad de una vida interior que puede ser tan compleja como un tratado de metaliteratura o tan simple como un crucigrama para descubrir quién es el asesino, pero en ambos casos una vida separada de la acción diaria. Creo haber escrito para esa audiencia hasta mis dos últimas novelas. A partir de Lo real empiezo a escribir para quienes queremos transformar el actual sistema económico y nos preguntamos cómo hacerlo.
De Prada: No creo que ningún escritor que se estime mínimamente escriba para un público determinado. Y no porque intente halagar a todos los lectores posibles, sino más bien porque escribe para sí mismo, o contra sí mismo. La escritura, que es un ejercicio de soledad (esto siempre se repite), lo es también de narcisismo (esto, en cambio, nunca se dice). Otra cosa distinta es que, milagrosamente, cada libro acabe encontrando aquellos lectores con los que entabla una suerte de armonía espiritual; pero los acordes de dicha armonía nunca pude controlarlos el escritor. No me atrevería a afirmar que el público de la literatura seria se haya reducido en estos años. Sí creo, desde luego, que se están borrando las fronteras entre literatura seria y literatura de pachanga y recreo; y que el público de esta segunda, envalentonado por las leyes de mercado, está imponiendo sus criterios y preferencias.
3. EL VALOR DE LA CRÍTICA. ¿Concede mucho valor a la crítica recibida por su obra? ¿Estaría de acuerdo en que la distorsión de los suplementos literarios por los anuncios y presiones políticas ha hecho de la crítica literaria seria un culto aislado?
Pombo: Voy a ser muy sincero. Concedo mucho valor a la crítica que hacen de mis novelas mis primeros e inmediatos lectores mientras la obra está en marcha. Esto significa que mis primeros y escenciales lectores no pasan nunca de tres o cuatro personas que me leen siempre con gran atención y con quienes discuto la obra minuciosamente a medida que avanza. Una vez que la novela o el poema está terminado y publicado, rara vez lo releo. En el caso particular de los poemas ?que también releo? lo recuerdo casi por completo de memoria, porque son, comparativamente hablando, pocos. La crítica literaria oficial española que, por cierto, ha sido siempre extraordinariamente generosa y elogiosa con mi obra, no ha modificado en lo esencial nada. El problema es que sólo me afecta la crítica que recibo a medida que voy escribiendo y estos críticos que me acompañan mientras escribo ?y que son muy sinceros? no son sin embargo críticos oficiales. Con esto, no quiero decir que no respete a la crítica oficial: lo único que digo es que, considerado libro por libro, la recibo cuando ya no tiene remedio la cosa. Soy un escritor introvertido y, posiblemente también, orgulloso o soberbio. Esto significa que la crítica del mundo exterior me afecta poco porque estoy acostumbrado a ser ferozmente criticado, en lo personal y en lo social desde muy joven. Me he considerado siempre una persona marginal y tengo el orgullo de todos los marginados y también su dureza y su resistencia. Algunas críticas de críticos oficiales, sin embargo, me han hecho reflexionar y rumiar (la rumia, que dura años, es parte esencial de mi sistema para introducir cambios en mi obra literaria): mediante la interposición de espacio, reposo y tiempo, las opiniones de los críticos me resultan útiles. No tengo una opinión formada acerca de los suplementos literarios que, insisto, en general han sido generosos conmigo. Lo característico de mi personalidad es la independencia política, religiosa y social, y también económica. No dependo de nadie económicamente para vivir.
Puértolas: Concedo valor a una crítica cuando veo que está hecha con seriedad, con respeto y, naturalmente, con inteligencia. La distorsión que existe hoy no sólo se debe a presiones comerciales o de intereses de grupo sino al bajo nivel de muchos de quienes la practican. Quizá todo esté ligado. Quizá quien se presta a obedecer consignas y atender a intereses ajenos a lo literario no haya desarrollado lo que parece fundamental para ejercer la crítica literaria, honradez, inteligencia, sensibilidad. Por qué razón vienen a parar a este pequeño mundo de lo literario esta clase de personas ?más irritadas que serenas, más dispuestas a calificar y clasificar que a tratar de comprender y de conocer- es un misterio para mí. Pero, sin duda, existe ese culto aislado de la crítica que verdaderamente ama la literatura.
Sánchez-Ostiz: Claro que concedo valor a la crítica que recibe mi obra, pero mucho más a la que no recibe, en la medida en que si no se habla de los libros estos desaparecen del mapa con una facilidad asombrosa. Un libro del que no se habla es un libro muerto. En cuanto a la segunda pregunta, le diré que creo que, de una parte, están las campañas de promoción agresivas (y mendaces) de algunos libros, no de todos desde luego, y de otra, los caprichos, rabietas, ignorancias, fobias y filias de quienes, de manera directa o indirecta, dirigen los suplementos culturales o las páginas y espacios de influencia mediática, más importantes estos que las mismas críticas que deciden de quien se habla y de quien no. Y por lo que se refiere al culto a la crítica literaria no creo demasiado en la medida en que esta se lee poco menos que como el «parte de guerra» o la «escalilla» ad usum conjurados. Un ambiente poco sano, la verdad. Y los lectores lo huelen.
Marías: No mucho. Ni a la positiva ni a la negativa. Todo autor puede reunir un buen puñado de citas elogiosas, y aunque no sea costumbre, también de citas denigratorias. El gran problema actual de la crítica española ?bueno, desde hace años? es que a menudo es insincera, y eso uno lo nota, cuándo alguien elogia en vacuo o cuándo ataca o ignora por razones espúreas (manías personales, «castigo» al que ya ha subido muy alto, banderías periodísticas). La gente es bastante crédula, pero no tonta. Nota eso, ve que la crítica está muy desprestigiada y se aparta de ella. Lamentablemente (y lo digo porque creo que su función es importante, o lo fue), cada vez se le hace menos caso. Otra cosa que vengo observando es un creciente mal gusto, o una creciente incapacidad para distinguir lo bueno de lo que pretende serlo. Hoy cualquier «estilista» suele conseguir que los críticos engullan su gato, creyendo que es liebre. Es asombroso. En honor a la verdad, hay que añadir que esto no ocurre sólo en España. Es un fenómeno bastante generalizado.
Muñoz Molina: Hay dos maneras de relacionarse con la crítica: la inmediata, que es alegrarse de una buena crítica y dolerse de una mala, y la más demorada que implica el encuentro con aproximaciones críticas que pueden iluminar para el lector y para el propio autor una parte del sentido de su trabajo. La crítica que uno desea imaginar es aquella que se convierte en una lectura cualificada, en un diálogo con la obra. Pongo por ejemplo la crítica de Edmund Wilson hacia obras de Scott Fitzgerald, los escritos de Malcolm Cowley sobre Faulkner, o los de Philip Roth sobre algunos de sus escritores predilectos. En cuanto a la parte menuda de la crítica ?quién prefiere o detesta a quién, de quién es amigo o de donde cobra tal cual? no consigo sentir mucha curiosidad.
Gopegui: Lo que yo entiendo por crítica literaria seria no existe. Hasta hace poco existía una crítica que decía estar preocupada por la «calidad». Este concepto antiguo ha sido completamente arrasado por unos intereses comerciales que ya apenas necesitan diversificar el producto literario; no es posible seguir defendiendo hoy la calidad sin hipocresía, no hay ningún crítico literario en los grandes medios que la defienda y que al mismo tiempo no haya transigido con obras que según ese concepto serían aborrecibles pero no lo son porque han alcanzado la legitimidad comercial, la única legitimidad existente. Como a mi modo de ver la literatura es un medio de comunicación, la calidad no puede existir desligada del fin, sólo aquella crítica literaria que es capaz de valorar y discutir los medios y los fines de un texto literario in vivo y no in vitro, analizarlos sin matarlos previamente al condenarlos a la hornacina literaria, sólo ésa sería para mí una crítica seria.
De Prada: «Literatura seria» quizá se trate de una expresión petulante; «crítica seria» empieza a parecer un oxímoron. En líneas generales, creo que sobre el ejercicio limpio de la crítica literaria conspiran dos factores: los conglomerados de intereses ideológico-mediático-editoriales y la tradicional miseria del medio literario español, tan propenso a las banderías y las capillitas, a los odios atávicos y al enquistamiento de los prejuicios. Por supuesto, el valor que concedo a las críticas recibidas por mi obra es directamente proporcional a la valía que reconozco al crítico. En otro tiempo presté mucha atención a las críticas; pero hubo un momento en que se operó un profundo cambio interior en mí y todo esto dejó de interesarme.
4. GANARSE LA VIDA. ¿Ha encontrado posible ganarse la vida escribiendo lo que usted quiere, y sin la ayuda de muletas tales como la enseñanza y el trabajo editorial? ¿Cree que hay algún lugar en nuestro actual sistema económico para la literatura como profesión?
Pombo: Sí. He encontrado posible ganarme la vida escribiendo lo que quiero a partir del año 1992, fecha en que me dan el Premio de la Crítica. Gané el Premio Herralde en 1983, y continué trabajando en un banco hasta 1985. Entre 1985 y 1992, durante siete años me ayudé con artículos de periódico y los tradicionales bolos. A partir de 1992 apenas doy conferencias o hago bolos o escribo artículos. No he utilizado nunca las muletas de la enseñanza o el trabajo editorial. Si el lector de esta encuesta se fija en las fechas que acabo de darle descubrirá que yo he logrado mi independencia económica como escritor a la edad de 53 años. Antes de esta fecha trabajé en Londres de cleaner y de telefonista en un banco. Y en Madrid como auxiliar administrativo en otro banco hasta 1985.
Puértolas: No concibo la literatura como una profesión. Para mí, es, sobre todo, vocación, un deseo de la voluntad. No sé cuántos escritores pueden vivir sólo de lo que escriben. Probablemente, muy pocos. En algunos casos, será porque se lo han propuesto, porque saben que lo que escriben se vende bien. Tienen esa habilidad y esa suerte. Hay otros a quienes el éxito comercial les ha sorprendido y luego tratan de mantenerlo con el apoyo de su editorial, naturalmente, ya que es la editorial quien se encarga de esta tarea, vender. Pero el éxito comercial como planteamiento no es nada interesante. Si existiera el necesario número de lectores con criterio como para sostener económicamente a los escritores sería estupendo. Como no es así, el escritor suele vivir de otras cosas, además de lo que le paguen por sus libros. De colaboraciones periodísticas, talleres, charlas… Tiene sus ventajas, porque te liga a la realidad. Dedicarse a la literatura con exclusividad tiene sus riesgos. El aislamiento riguroso no es bueno para el equilibrio mental.
Sánchez-Ostiz: A la primera pregunta tengo que contestar que no me dedico ni a la enseñanza ni al trabajo editorial, tampoco a ninguna profesión liberal ni al funcionariato. Me dedico a escribir artículos de opinión y crítica literaria, textos de encargo o conferencias, cuando tocan, y un libro detrás de otro. Así que no puedo quejarme. A la segunda pregunta le diré que sí, por supuesto que hay un lugar «en nuestro actual sistema económico» para la literatura como profesión: en el columnismo periodístico de opinión o cultural, mejor o peor pagado; bailándole el agua a alguien con poder; adulando al lucero del alba; al amparo de algunas agentes literarias del todo mafiosas en connivencia con instituciones culturales periféricas, beneficiándose de los premios del género «saco de humo», en los aledaños de las direcciones generales del gobierno de turno… Y luego, claro, está el tren de vida al que aspiremos. Ah, sí, y algo muy importante que olvidamos con frecuencia: hay escritores que tienen el envidiable talento, digo bien, el talento, de escribir algo que, sin ser en modo alguno un bodrio, es del gusto del público, y venden mucho y se ganan bonitamente la vida. Hasta es posible que, gracias a eso, que demuestra la buena salud de una industria cultural, otros escritores publiquemos.
Marías: Sí, aunque supongo que por un golpe de suerte que no es frecuente. De una de mis novelas, Corazón tan blanco, se vendieron 1.200.000 ejemplares sólo en alemán (contando todo tipo de ediciones), y eso me permitió un desahogo económico considerable. Con todo, siempre escribí lo que quise, incluso cuando de algunos libros vendía sólo 3.000 ejemplares. Entonces compaginaba la escritura con la enseñanza y con mis traducciones. El éxito de ventas, de esa y de otras novelas, me pilló de sorpresa, por lo que no le veo sentido a buscarlo. Llega o no llega, y eso tiene algo de azaroso. Sigo escribiendo, por tanto, lo que yo quiero, y así espero que siga ocurriendo. Indudablemente, hay lugar para la literatura como profesión. No está al alcance de muchos, pero sí de más autores que nunca antes. De Baroja, Valle-Inclán o Unamuno se tiraban, tal vez, 2.000 ejemplares, que tardaban en agotarse, a veces, varios años. Ellos no habrían imaginado una situación tan favorable a los (o a algunos) escritores como la actual.
Muñoz Molina: Desde hace años tengo la suerte de poder ganarme la vida con lo que escribo, que no es exactamente los derechos de autor de los libros, desde luego, sino también colaboraciones en periódicos, etc. Pero también me gusta de vez en cuando descansar de ser un escritor, o sólo un escritor. Disfruto esporádicamente dando clases en alguna universidad americana, o en el trabajo que hago ahora en el instituto Cervantes. En mi caso personal, estas tareas laterales son saludables, porque implican una relación con el mundo exterior no canalizada exclusivamente por mi trabajo de escritor. A lo que aspiro es a una presencia discreta, más de mis libros que de mi persona o de mis opiniones. El modelo de retiro a la Salinger me parece una exageración ?un acto de soberbia, en realidad? pero me gusta mucho, más que el intelectual público a la europea, el escritor literario del mundo anglosajón, que lleva una existencia cotidiana muy privada, en parte también porque su presencia no es muy requerida.
Gopegui: No por común deja de ser menos terrible la expresión ganarse la vida. La vida no hay que ganársela, es como la libertad, no hay que ganársela, se tiene, y lo que en todo caso hay que hacer es no permitir que nos la arrebaten. No es algo que siempre haya logrado, muchas veces me han arrebatado días y también proyectos por la necesidad de trabajar para un empresario y no para una comunidad. Aún me sigue ocurriendo en menor medida que a otros trabajadores que trabajan en sectores mucho peor pagados. Lugar para profesionales de factorías de contenidos literarios sí hay. Lugar para estudiar, investigar y trabajar en preguntarse cuál sería el mejor papel que podrían cumplir las narraciones en una sociedad como la nuestra, no, eso no existe.
De Prada: Desgraciadamente, ganarse la vida escribiendo únicamente lo que quiero no está a mi alcance. A veces, incluso, uno se sorprende escribiendo exactamente aquello que menos quiere, aquello que nada le interesa: a mí me ha asaltado esta impresión cuando escribo artículos sobre asuntos de actualidad política, por ejemplo. Mi «muleta» ha sido el periodismo; y aunque es un género que me estimula extraordinariamente, no es lo mismo escribir recensiones de obras literarias o crónicas vaticanas (subgéneros que adoro), que glosar las cetrinas hazañas de nuestros politicastros (subgénero que detesto).
5. LEALTADES. ¿Cree, recapacitando, que sus escritos revelan alguna lealtad a un grupo, clase, organización, región, religión o sistema de pensamiento, o lo concibe en general como la expresión de usted mismo como individuo?
Pombo: Este asunto de las lealtades requeriría un texto largo. Mi primmera lealtad, la más importante de todas, es una lealtad a mi propia conciencia. En esto me considero un cristiano reformado. Me siento muy cerca de los cristianos que Miguel Delibes describe en El hereje o Marcel Bataillon en Erasmo y España. Acabo de dar con esto una pista inconfundible para caracterizar mis lealtades. A esto debo de añadir una lealtad crítica con la izquierda española o, si se prefiere, con la social-democracia europea. Esta es una lealtad crítica y también feroz. En este mismo sentido, crítico y feroz, me considero leal también ?y hasta la muerte? a los movimientos de liberación de gays y lesbianas españoles e internacionales. La ferocidad consiste en que soy casi desde mi nacimiento políticamente incorrecto. Sé, por experiencia, que la mayor parte de los movimientos que acabo de mencionar preferiría, en el fondo, no contar con mi peligrosamente acerada lealtad.
Puértolas: Para bien o para mal, he sido siempre refractaria a la idea de pertenecer a un grupo de este tipo. Quizá sea muy desconfiada o muy crítica, no sé. Tiene sus inconvenientes, porque te sientes aislada y carente de apoyo, pero supongo que es cosa del carácter, de la forma de ser. No lo puedo remediar, veo un grupo y me pongo en contra de forma inmediata. Es algo que me sucede en todos los órdenes de la vida y, naturalmente, más que en ningún otro sitio, en el espacio que ocupa la literatura. Es mi reducto más personal, donde me siento perfectamente libre. Dentro de él, ya no necesito a nadie. Me siento muy acompañada. Curiosamente, el acto de escribir, que es solitario, no da soledad. Crear es, finalmente, lo contrario de la soledad. La soledad se puebla, se convierte en otra cosa.
Sánchez-Ostiz: En mi caso concreto, no hablaría de lealtad, hablaría de enraizamiento. Concibo mi literatura como un ejercicio de invención y de libertad de conciencia, pero a la vez, obviamente, por el lugar en el que vivo, está referida de una manera o de otra a mi entorno inmediato, a una geografía que he ido haciendo literaria a fuerza de escribir sobre ella ?Navarra, el País Vasco, la frontera, que es donde vivo?, con todas sus pugnas, contradicciones, luces y sombras, o eso al menos es lo que pretendo. No siempre es posible mantener una necesaria independencia porque tomas partido, lo quieras o no, con sólo decidir hablar de lo que tienes delante de las narices. Esa libertad de conciencia, que queda tan elegante en el papel, no suele ser fácil de mantener en la práctica. No es fácil mantener una actitud de independencia de, como usted dice, «un grupo, clase, organización, región, religión o sistema de pensamiento», porque si la lealtad de asentir o de callar es clara, los efectos de disentir o de ir a contrapelo se hacen sentir de inmediato. Ande, disienta, disienta del amo del periódico en el que curra, de sus intereses o de su «línea» (de flotación supongo), ya verá dónde termina.
Marías: La literatura no entiende mucho de lealtades. La literatura «edificante», que ahora vuelve con parabienes de la confusa crítica, es siempre mala y ñoña, independientemente de qué quiera edificar o qué valores aspire a inculcar. Lejos de mí esa tontería.
Muñoz Molina: No me he parado a pensar en eso. Creo que mis lealtades personales acaban trasluciéndose en lo que escribo, pero no de manera literal. Las novelas no se escriben con ideas sino con personajes e historias. Leí hace poco un trabajo de una profesora que aseguraba que mi obra entera es una vindicación nostálgica del franquismo y un permanente ejercicio de homofobia y falocracia, o algo semejante. Yo creo que lo que se puede traslucir en lo que escribo, dejando aparte las elucubraciones de esta señora, es la conciencia de un origen social y de una serie de posiciones que me parecen ilustradas, y que tienen que ver con la defensa de las libertades personales y la búsqueda de la igualdad y la justicia. Pero eso no implica que yo tenga que crear personajes que mantienen las mismas posiciones que yo.
Gopegui: La lealtad siempre es a causas, a principios, no a personas o grupos. Los textos podrían revelar lealtad a una clase en la medida en que entendamos que el proletariado con conciencia de serlo ha de mantenerse fiel a una moral proletaria y a una acción revolucionaria. No creo haber llegado a escribir nada con semejante claridad extrema aunque sí he tratado de escribir textos que estén a favor del socialismo y de los intereses de los trabajadores.
De Prada: Para mí, la escritura siempre ha sido ?por usar una expresión de mi dilecto Barón Corvo? una «vocación felina de singularidad». Esa vocación me llevó, en un determinado momento de mi vida, a acercarme por curiosidad a la religión católica. Descubrí entonces, como Chesterton, que «la única herejía realmente imperdonable en nuestro tiempo es la fe en la doctrina cristiana». Lo que en principio fue casi una broma, una forma de provocación o impertinencia, se fue convirtiendo ?como también le ocurrió a Chesterton? en un interés sincero. Al ser la Iglesia católica la diana más concurrida por las invectivas del milieu cultural, sentí la necesidad de pulsar la nota discordante. Así fui descubriendo poco a poco que en la religión podía hallar un continente inmenso de sabiduría acumulada y gozosas perplejidades estéticas. Naturalmente, este descubrimiento se cobra, como contrapartida, un severo impuesto de soledad y ostracismo; pero la intemperie resulta a la postre más reconfortante que la tibieza del establo. Huelga decir que mi «lealtad» a la fe católica tiene una honda raigambre cultural ?y, por lo tanto, humanidad.
6. TENDENCIA POLÍTICA. ¿Cómo describiría la tendencia política de la literatura española en general desde 1975? ¿Qué opina usted de ello? ¿Simpatiza con la tendencia actual hacia lo que podría llamarse «nacionalismo literario», un énfasis renovado, nada crítico en su mayor parte, sobre los elementos específicamente «españoles» de nuestra cultura?
Pombo: Si a algún movimiento pertenezco por naturaleza, por inclinación y por educación es a la Internacional Socialista. Y subrayo la palabra internacional. Los nacionalismos literarios me aburren mucho. He nacido en Santander y he vivido gran parte de mi vida española entre Palencia y Valladolid. Campos de Castilla de Antonio Machado me emociona intensamente aún. Pero no soy un nacionalista castellano o español. No soy, sin embargo, insensible a la atracción psicológica que el nacionalismo ?el alemán bloot und boden? pueda ejercer en las conciencias, incluida la mía. Pero detenerme en los aspectos específicamente españoles o españolistas de la literatura me parecería un provincianismo detestable. Mi ideal sería un nacionalismo de todas las naciones que incluye España. Y eso incluye demasiada equidistancia para satisfacer a ningún nacionalismo concreto.
Puértolas: Dada mi posición de no pertenencia a un grupo, es difícil para mí definir la literatura en términos políticos. Claro que todo está contaminado de política, pero busco otra cosa, lo que pueda haber por debajo o por encima… eso me interesa más. Si es que hay, como dice, una tendencia muy clara a enfatizar los elementos específicamente españoles de nuestra cultura, me parecería una elección determinada por la limitación. Lo cual es más bien estéril. En todo caso, un obstáculo. Parece algo premeditado, muy deliberado, una especie de tesis. No me interesa. Hay elementos de otras culturas que me sirven de mucho y a los que no quiero ni puedo renunciar. La literatura, aunque sea el producto de una lengua concreta, no se circunscribe exclusivamente a ella. Va mucho más lejos. Ponerle coto desde fuera al espacio de la creación está en contradicción con el espíritu mismo de la creación, que se determina desde dentro del creador, él es quien establece sus reglas y sus límites, en busca, precisamente, de llegar, desde allí, tan lejos como sea posible. O imposible.
Sánchez-Ostiz: De un conservadurismo curioso y hasta de un pintoresco «nacionalismo español», con muchos guiños de ocasión a la izquierda, eso sí, pero sin que se hayan escrito, que yo recuerde ahora, notables páginas de crítica al sistema, muy poco de verdad subversivo, rebelde, necesario, al revés, todo muy complaciente, muy novelesco, muy esteticista y poco crítico, cuando de la recuperación de la memoria histórica se trata, y, salvo casos excepcionales, poco comprometido, ni con los aspectos formales ni con los asuntos de fondo. Se advierte una preocupación extrema por no desentonar y por acomodarse al gusto del público. En el ensayo o en el columnismo ya es harina de otro costal. El caso de Fernando Savater es el más llamativo. Debería hacernos reflexionar. Se puede estar o no de acuerdo con él, pero menudo tío, menudo temple. Por no hablar de la connivencia de muchos escritores con los sucesivos gobiernos, que ésa sí, ésa es llamativa. No conviene ponerse a malas, ni siquiera a regulares, con el poder o con el que tiene la sartén por el mango. Al revés. Pero yo, en eso, ya no me meto. Allá cada cual con su manera de ganarse las alubias. Yo lo segundo no lo veo o no lo veo mucho. Los nacionalismos literarios, los chauvinismos aldeanos son empobrecedores, todos, y acaban produciendo raquitismo cultural. El mejor ejemplo es lo que viene sucediendo en Francia. Y de los nacionalismos políticos prefiero no hablar porque no es éste el lugar y nos cantaría el gallo.
Marías: No la describiría. Ninguna «tendencia política de la literatura» me puede interesar lo más mínimo, del signo que sea. Ya le digo, es literatura «edificante». Haberla hayla, desde luego, y me parece penosa. No así a parte de los críticos, que indudablemente gustan de ella. En cuanto a esa «tendencia actual» que menciona, no la veo por ninguna parte. Quizá porque no leo las obras que se corresponden con ella.
Muñoz Molina: Los escritores que empezamos a publicar hacia mediados de los ochenta teníamos algunos rasgos involutariamente comunes, más o menos marcados en cada uno de nosotros: una vocación de romper las limitaciones culturales del franquismo, de asomarnos a otras literaturas y asimilar géneros que nos fueran útiles para contar el mundo que teníamos cerca. Al no haber en España una tradición sólida, un consenso mínimo sobre los valores del pasado, cada uno buscábamos los nuestros donde podíamos. Esa falta de tradición da desparpajo, aunque a veces quita solidez. Yo siempre tuve una idea clara de que mi tradición era la de los escritores que me gustaban, no la de una lengua o la de un espacio geográfico. La literatura, y más la novela, son artes a las que no les sienta bien la pureza de origen.
Gopegui: Los pactos de La Moncloa supusieron la renuncia a un proyecto revolucionario y la literatura rindió sus armas, que no eran muchas, y asumió esa renuncia entregándose a los principios de una socialdemocracia capitalista, esto es, la ley del más fuerte y la tasa de ganancia como criterio rector de las decisiones frente al bien común, la justicia, siquiera la prudencia. Ese nacionalismo al que usted se refiere parece ser una cuestión de marca, lo español vende fuera como vende más en España en ciertas temporadas una novela que además de ser india lo parezca porque reproduzca algunos de nuestros estereotipos. Pero no deja de ser el síntoma de algo anterior. Como ha señalado Alfonso Sastre, el guardián de un tesoro que tiene una imaginación estereotipada perderá fácilmente su tesoro al ser atacado por unos bandidos con una imaginación libre. Lo que día tras día procura la socialdemocracia capitalista es reducir a polvo cualquier espacio en donde pueda germinar, desarrollarse, madurar esa imaginación libre, y la literatura en España se arrodilla y colabora en esa devastación.
De Prada: No creo que en la actualidad la literatura española esté volcada hacia lo específicamente autóctono, llámese nacionalismo o casticismo o como se quiera. Creo, por el contrario, que en las últimas décadas, nuestra literatura ha tendido hacia un excesivo «cosmopolitismo» que, en ocasiones, ha contribuido a su difuminación o falta de carácter. Como otras literaturas europeas, la española vive una etapa de agotamiento y repetición cansina de fórmulas (digamos, parafraseando al Harry Lime de El tercer hombre, que nos hallamos en la etapa del reloj de cuco). Resulta duro constatarlo, pero el arte mejora cuando las sociedades entran en crisis.
7. SI LLEGA LA GUERRA. ¿Cuáles cree que son las responsabilidades de los escritores en general y si llega la guerra?
Pombo: Formulada en toda su generalidad, la pregunta es fácil de responder: tenemos que ser pacifistas, tenemos que practicar el pacifismo, y tenemos que concebir nuestra tarea de escritores como una tarea educativa. Insisto en la palabra educativa. La dimensión cultural es muy menor y muy secundaria. Un escritor es un educador, si es algo. En concreto, ¿qué haría yo si España declarara la guerra a otro país o tuviera que defenderse de la agresión extranjera o nos viéramos envueltos en una guerra civil como en el 36? Por supuesto que tendríamos nosotros que tomar parte y elegir una posición u otra, a favor o en contra. Pero eso no puede ser declarado en general sin superficialidad.
Puértolas: El escritor, lo asuma o no, influye en sus lectores. Ya sea si escribe novelas o colaboraciones periodísticas, en sus textos transmite su visión del mundo y eso tiene su importancia. Si el escritor está en desacuerdo con unos o muchos aspectos del mundo, el lector queda tocado por esa perspectiva. Ésa es la gran responsabilidad del escritor. Ser honesto, expresar lo que sinceramente siente, ve, piensa y cree. Indagar en su verdad. No engañar, no traicionarse a sí mismo. Atisbamos al escritor, percibimos su calidad moral, a través del estilo. En el estilo queda grabada su visión del mundo, su forma de estar en él. Tanto en la guerra como en la paz. Porque debajo de la paz, la guerra siempre está latente. Hay mucha violencia en nuestra sociedad, violencia de muchas clases. Si el escritor alcanza a presentarla, ilumina al lector. La mirada del escritor se multiplica. Cuando la literaratura surge de una mirada así, nos ayuda a ver, nos hace mejores.
Sánchez-Ostiz: En cuanto individuos, las que competen a todo el mundo, pero yo puedo hablar de las mías, de las que creo que son mías, pero no de las de los demás. La de hablar de lo que tengo delante de las narices con la mayor libertad e independencia posible, es una de ellas, la de la conquista y expresión de una libertad de conciencia, la de mi compromiso con aquello que considero justo. Cada cual debe actuar según su conciencia. Y, en esa medida, no puedo ni exigir ni juzgar ni pedir la cabeza de nadie, aunque pueda hablar de lo que veo. El segundo supuesto es tan serio, tan comprometido, que hacer teoría sobre ello me parece una frivolidad de campeonato. Nadie sabe lo que puede hacer o dejar de hacer si se siente, de la manera que sea, amenazado, le ponen un fusco entre las manos o le miran fijamente con los ojos negros. No sabemos en qué bando vamos a estar. No sabemos nada.
Marías: ¿Qué guerra? ¿Una de aquí, Civil? ¿La de Irak, que continúa? No sé a qué se refiere. Los escritores, en tanto que tales, no tienen especiales responsabilidades. Como ciudadanos sí, sobre todo si escriben en Prensa. Si no, no tienen más que el resto de sus conciudadanos. Si escriben en Prensa, tienen o tenemos la oportunidad de intentar influir (no demasiado, me temo, en ningún caso, hoy en día), y sobre todo de decir lo que no es fácil decir. Y de razonarlo y argumentarlo, es decir, de pensar en voz alta, en unas sociedades, como las actuales, que procuran que casi nadie piense y todo el mundo se guíe por meros slogans, lemas y simplonerías. El mayor problema es que son estas últimas cosas las que convienen a los políticos, y su capacidad para imponerlas es quizá mayor que nunca.
Muñoz Molina: La responsabilidad del escritor es escribir los mejores libros que pueda, de acuerdo con sus inclinaciones y sus afinidades o manías personales. El resto de las responsabilidades le vienen de su condición de ciudadano, exclusivamente, aunque pueda ejercerlas en ocasiones de una manera específica relacionada con su trabajo. Es como la responsabilidad política de un médico: es idéntica a la de un escritor o a la de un equilibrista, salvo en el caso de una emergencia pública en la que tiene que ayudar cumpliendo tareas para las que lo cualifica su profesión.
Gopegui: La guerra ya ha llegado y las responsabilidades del escritor son las de cualquier combatiente. En un pequeño cuadro colgado de una pared alejada del paso, en el aeropuerto de Baracoa, Cuba, se puede leer: «Las palabras rendición y derrota están borradas totalmente de nuestra terminología militar». Cada revolucionario debe pensar, particularmente cuando quede aislado, la revolución soy yo, y continuar la lucha sin esperar orientaciones de otros. Vale más morir que caer prisionero y regresar al pasado. La orden de alto el fuego no será dada jamás cuando implique claudicar ante el enemigo.
De Prada: La responsabilidad del escritor (eso que a veces se llama «compromiso») suele degenerar en adhesión lacayuna a la mentalidad dominante. Creo que es necesario cultivar esa «vocación felina de singularidad» a la que antes hacía referencia. La única justificación de la guerra es la preservación del bien común; por supuesto, esta preservación debe estar precedida de unas condiciones rigurosas de legitimidad moral que no concurrían, por ejemplo, en la reciente guerra de Irak. Pero la guerra que hoy afronta Occidente (muy especialmente Europa) es de una índole muy diversa a la de las guerras clásicas. Hemos perdido la fe en la validez universal de nuestros principios y valores; el relativismo acrecienta cada día nuestra debilidad. Defender los valores propios se convierte automáticamente en un ejercicio de prepotencia intelectual, de arrogancia fundamentalista. Y, paralelamente, se ha desarrollado una suerte de apatía o desistimiento que la corrección política disfraza de «tolerancia» hacia otros valores y formas de vida. Esta atonía o decrepitud espiritual está siendo aprovechada por los enemigos de los valores occidentales. Ésta es la guerra silenciosa que hoy se libra en Europa, de la que la mayoría de los intelectuales prefiere no hablar, mientras espera plácidamente la llegada de los bárbaros.