La igualdad en la riqueza debe consistir en que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, ni ninguno tan pobre que se vea precisado a venderse» Jean-Jacques Rousseau Se miró al espejo un buen rato. Había dormido regular, como tantas noches desde hacía un año. Quería no pensar en ello, pero a […]
La igualdad en la riqueza debe consistir en que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, ni ninguno tan pobre que se vea precisado a venderse»
Jean-Jacques Rousseau
Se miró al espejo un buen rato. Había dormido regular, como tantas noches desde hacía un año. Quería no pensar en ello, pero a sus cuarenta y cinco años con una hija estudiando y la mujer agobiada como «ama de casa», (¿quién inventaría tal «título»?) el paro se les hacía muy cuesta arriba.
Hoy, igual que ayer y que la semana pasada, volvería a las oficinas del INEM. Allí, se encontraría con los y las de siempre: hombres y mujeres en situaciones como la suya y peores.
Salió de casa, se despidió de la compañera. Un beso y… suerte. La hija estaba en la universidad, había marchado temprano. Hoy tenía un examen muy importante.
Mientras caminaba hacia la oficina del paro pensaba en lo mucho que había cambiado el mundo del trabajo desde la llamada transición española. Antes, por los setenta y bien entrados los años ochenta del siglo pasado, el trabajador se sentía defendido, apoyado y sobre todo solidario con sus iguales. Era posible ser arropado. El trabajador podía ser protagonista de su destino. Aunque también había paro y despidos, la esperanza del arreglo era más corta que actualmente. Hoy el epicentro del mundo laboral es la precariedad, la incertidumbre de un futuro que nadie se plantea. Se vive el presente como un insoportable estado de desasosiego. El día a día, como si el mañana no fuese posible, es la consigna.
Se acordaba de cuando comenzó a trabajar en el taller. De cuando se había afiliado, bien joven, al sindicato; un sindicato que por aquel entonces sí «se mojaba» por los puestos de trabajo, por la calidad del mismo. La unión de las sensibilidades originarias de la izquierda desde los marxistas y anarquistas, pasando por los cristianos de base, hasta aquellos que se sentían sencillamente obreros solidarios, era lo normal. Todos, entendían «de otro modo» las relaciones laborales. Se conseguía aglutinar las luchas y las resistencias por un trabajo más digno, y no se consentía el descaro actual, casi desafiante, de la mayoría del empresariado.
Esto pensaba en su recorrido matinal hacia «ninguna parte». Imágenes que se le pasaban por la cabeza, anécdotas de una época en la que el puesto de trabajo era defendido de otra manera y, ciertamente, numerosas reivindicaciones se ganaron. Hoy se están perdiendo gran parte de aquéllas.
La fatalidad del paro no responde a esperanzas, es la antesala del fin de los principios, es la individualidad por encima de cualquier situación solidaria. La ancha y negra sombra de una mano cerniéndose sobre el mundo laboral, no invita a pensar un futuro al menos, aceptable.
La llamada de su nombre le sobresaltó, miró hacia su derecha y desde la acera una mujer le hizo señas. Era una de tantas compañeras de penurias laborales. Te invito a una reunión que dentro de media hora tendremos algunas personas de las habituales de la oficina del paro, le comentó la amiga. Entraron por la puerta de la cafetería y accedieron a la mesa donde cinco compañeros les esperaban. En el trayecto, le dio tiempo de enterarse de qué iba el tema. Le pareció interesante y accedió acudir.
Ya estaba bien de resignarse, de «llorar» en las largas e insoportables colas del paro, de pasear por el parque y de vez en cuando hablar del tema. Habían acordado salir a la calle a protestar, a denunciar la situación. Fueron juntos al INEM y hablaron con las personas que allí, como todos los días, esperaban. Algunas se arrimaron, otras no.
La gente que ese momento deambulaba por la calle, se paró, aplaudió. Alguien comentó: esto es el principio, era hora.
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