Ha sido un mal año el que acaba. Durante su transcurso se han derrumbado muchas estructuras morales edificadas con sangre, dolor y lágrimas a lo largo de dos siglos. Está hundiéndose el estado del bienestar, naufraga la economía de mercado, desaparece el Derecho internacional, dejan de regir los respetos ciudadanos, se irracionalizan las normas laborales, […]
Ha sido un mal año el que acaba. Durante su transcurso se han derrumbado muchas estructuras morales edificadas con sangre, dolor y lágrimas a lo largo de dos siglos. Está hundiéndose el estado del bienestar, naufraga la economía de mercado, desaparece el Derecho internacional, dejan de regir los respetos ciudadanos, se irracionalizan las normas laborales, quiebran las cautelas en la administración de justicia, se enrarece el aire de la democracia, se rasgan violentamente las veladuras propias de la libertad, retorna el poder al ejercicio de cínicas brutalidades, se corrompe el lenguaje, se allanan las conciencias…
Un mal año cerrado con una llave apócrifa.
Posiblemente lo más grave sea la desaparición de la justicia como pretensión de amparo. Una desaparición radical, escandalosa. Sobre todo, abrupta. Los tribunales siempre infundieron temor en la ciudadanía como instrumentos de clase, pero en ellos, y hablo de esos dos últimos siglos, se blanqueaba de alguna manera el constante agravio forense de los poderosos hacia los desposeídos. Los hierofantes explicaban su papel. No se administraba justicia verdadera, pero se leían las leyes con una cierta elegancia. Los tribunales eran esa reverencia hecha a los que nada pueden por parte de quienes lo pueden todo. El engaño era prudente y las sentencias manaban con una cadencia mesurada. El Estado se enaltecía con el sum cuique tribuere, el dar a cada uno lo suyo, corazón de la justicia distributiva. Luego el Estado era de quien era, pero trataba de retribuirnos con una pretendida igualdad.
¿Qué ha sido de todo esto que constituyó una especie de pacto para que unos mataran con cartilla de urbanidad y otros murieran con la esperanza en su lucha por el progreso humano? Ni siquiera ha sobrevivido el estilo. La violencia del poder no se viste hoy con la pretensión de las ideas, aunque sean maliciosas, sino con el andrajo inmundo de la necesidad administrativa. Maquiavelo no es ya el fino y retórico depositario de una trabajada pretensión utilitaria sino un falsificador suburbial de identidades. Cuesta mucho para quien ha dedicado su vida a un combate con armas limpias verse en el embarrado ring de una batalla repugnante. Con Shakespeare «la reputación es el alivio de los tontos», pero ¿a qué llamamos ahora reputación? ¿Cómo se adquiere y de quiénes es alivio? No de tontos, ciertamente.
Posiblemente el cerrojazo final dado a una justicia pretendidamente discreta y con oficio de majestad en los jueces haya acontecido con la «doctrina Parot», que trata de convertir los beneficios penitenciarios en una nueva fuente de escándalo. La «doctrina Parot» transforma la pena dictada en una decisión viciosa por elástica, que puede ser utilizada por los jueces hasta lograr de facto la cadena perpetua, que incluso tampoco está ya en el límite cruel de los treinta años sino en los cuarenta por haber substituido significativamente a la condena a muerte, pero de una muerte aún más grave que la física en el patíbulo, porque hablamos de una muerte de desestructuración del individuo, de vaciamiento de su alma. Es la tortura final que, tantas veces, sucede a la tortura primera en una época que ha regresado a las peores lejanías de la historia. Oigamos acerca de este tipo de condenas las palabras de la magistrada Garbiñe Biurrun, del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, que habla con una difícil transparencia: «Cuando el preso ha cumplido entre 15 y 20 años de prisión su personalidad se desestructura psicológicamente, perdiendo valores y la noción de la realidad. Esto atenta gravísimamente a la dignidad de la persona. Se trata de una pena inhumana». Y añade la brillante y equilibrada juez: «En mi opinión es evidente que los criterios jurídico-penales que está utilizando la Audiencia Nacional son muy regresivos y peligrosos».
Es decir, una vez más tornamos a hablar de tortura. ¿Se puede sostener en este momento, y con ello se abre melancólicamente el año nuevo y casi el siglo; se puede sostener que hayamos retrocedido a los tiempos de la tortura como procedimiento inquisitorial y base frecuente de la administración de justicia? Es inútil que las autoridades políticas, como son en el Estado español las representadas en los Gobiernos del PP o del PSOE, desmientan la existencia de unos protocolos fácticos de tortura. Tortura física, inaguantable, o tortura psicológica, asimismo insoportable. Esas torturas existen en muchos casos. Y son negadas siempre. Son torturas que empiezan en las detenciones fuera del ámbito físico policial y continúan, como hemos visto, en la aplicación de las penas. No se trata ya de acusar, porque el mundo admite esos procedimientos, sino de valorar el daño social y moral que las torturas producen en el tejido ciudadano, que se degrada por un mecanismo de contaminación. Si tortura la autoridad, y ahora hablo del mundo, ¿por qué no va a torturar el individuo que tiene capacidad material para hacerlo? Han envenenado el agua y de ese río bebemos todos. La sociedad se está degradando hasta el extremo que el vicepresidente o el secretario de Defensa norteamericanos, haciendo salvedad de memoria en lo que se refiere al protagonista de las declaraciones, llegó a afirmar que el empleo de la bolsa para provocar la asfixia en el detenido no producía daños sensibles y acortaba el interrogatorio. ¡Monstruosidad increíble!
Pero volvamos a la «doctrina Parot» y a reflexionar sobre alguna de sus consecuencias. De la aplicación de la «doctrina Parot» pueden deducirse algunas escandalosas consecuencias. Primera.- La pena dictada tras la vista oral queda prácticamente inservible si aceptamos que su aplicación puede agravarse por la administración penitenciaria mediante manejos como un variado castigo a los presos y por la incertidumbre con que puede aplicarse por los jueces la concesión de los beneficios penitenciarios.
Segunda.- La «doctrina Parot» destruye la literalidad de la sentencia que fija el encarcelamiento efectivo en un determinado número de años; encarcelamiento que puede rebasarse hasta los treinta o los cuarenta si los magistrados se decantan por aplicar el castigo sustitutorio de la pena de muerte.
Tercera.- La aplicación de los criterios Parot invalida la seguridad procesal al dejar su culminación, que es la pena, en un horizonte inconcreto y, por tanto, difícilmente recurrible.
Cuarto.- La «doctrina Parot» declara subyacentemente que en la finalidad de la pena no entra la posible redención del delincuente sino un espíritu de venganza tan visible como primitivo.
Quizá de todos estos puntos quepa deducir la invalidez del proceso como vehículo para establecer sólidamente la pena. La encarcelación del presunto delincuente quedará al albur de muchas cosas, empezando por el absurdo peso como prueba en juicio de las actas policiales y terminando por la sentencia plagada de niebla en cuanto a su duración efectiva. Lo que parece evidente es que los tribunales pierden su valor de independencia para retornar a la realidad de los jueces reales que, al depender de la voluntad cambiable del soberano, convertían la pena en un simple castigo dimanante de la voluntad juzgadora, sin que las leyes sirvieran de cauce con alguna validez. En resumen es afirmable que el regreso a la historia anterior a la Revolución francesa se produce con toda nitidez. Y bien ¿qué tienen que decir ante este panorama los parlamentos, los gobiernos y la judicatura? Pues no dicen nada. Por nuestra parte, zorionak eta Eguberri on.