Pablo González ha pasado dos años y medio en una cárcel de Polonia acusado de espiar para Rusia sin que presenten pruebas ni ser juzgado. En la España en guerra, el bando golpista perpetró muchos casos como el suyo.
En el siglo II de nuestra era, el jurista romano Domicio Annio Ulpiano, (170-228 d.n.e.), uno de los padres del derecho, formuló su feliz apotegma “es preferible dejar impune el delito de un culpable que condenar a un inocente”, que establecía la presunción de inocencia. Quince siglos después, en 1789, la Asamblea Nacional Constituyente francesa proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyo artículo 9 dice: “Todo hombre es considerado inocente hasta que ha sido declarado convicto. Si se estima que su arresto es indispensable, cualquier rigor mayor del indispensable para asegurar su persona ha de ser severamente reprimido por la ley”. Finalmente, el 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo artículo 11 establece que “toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa”.
Preceptos tan justos, terminantes y humanitarios que no tienen discusión. Y, en ocasiones, tampoco aplicación: cuando los estados sustituyen el ordenamiento jurídico por el ejercicio de la fuerza: 22 años después del 11-S, 35 personas siguen encarceladas en Guantánamo, la colonia estadounidense en Cuba, sin juicio y sin cargos. Eso, en “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”, como canta el himno de los EEUU. Aquí, en la Unión Europea, la patria del “respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de derecho y respeto de los derechos humanos”, un ciudadano hispano-ruso, el periodista Pablo González/Pavel Rubtsov, ha estado 29 meses y tres días en una prisión de Polonia, sin cargos formales, sin juicio y en condiciones carcelarias manifiestamente mejorables.
Pablo González Yagüe es nieto de uno de aquellos 34.000 “niños de la guerra” que fueron evacuados en 1937 y 38 a otros países para salvar sus vidas, de los que la Unión Soviética acogió a 2.895. Hasta los 9 años creció como Pavel Rubtsov, ciudadano ruso y, cuando sus padres se divorciaron, vino a Bilbao con su madre y se registró con su apellido y el de su abuelo español.
Periodista freelancer, cuando cubría la huida de refugiados a Polonia ante la invasión rusa a Ucrania, fue detenido por agentes de la Agencia de Seguridad Interior polaca el 28 de febrero de 2022 en Przemyśl, a 12 kilómetros de la frontera ucraniana, acusado vagamente de participar en las actividades de la inteligencia extranjera, Rusia, contra Polonia. El 1 de marzo fue presentado ante el juez, que decretó la “custodia durante tres meses”. El eufemismo de la prisión preventiva se fue renovando una y otra vez hasta siete y cumplir 886 días en las mazmorras polacas sin que hayan sido presentadas pruebas en su contra ni haya sido llevado a juicio.
Finalmente, el pasado 1 de agosto, González fue liberado en el marco de una operación de intercambio de prisioneros entre EEUU junto a varios países europeos y Rusia, en una escena propia de la Guerra Fría que creíamos que nunca volveríamos a ver.
Digo, con la magistrada Garbiñe Biurrun Mancisidor, lo que ha escrito en estas páginas: “(…) Ignoro si Pablo González ha podido cometer o no algún delito (…) En todo caso, con delito o sin él, lo cierto es que no cabe desconocer la irregular e injusta situación en la que se ha hallado”.
Como periodista autónomo, González trabajó para Gara, Público y La Sexta, canal de televisión de Atresmedia, la empresa de comunicación del grupo Planeta. Pero también colaboró regularmente para un medio que diríamos, irónicamente, por encima de toda sospecha: la Voz de América (Voice of America), la emisora radiofónica propagandística de la administración de los EEUU, fundada en 1942 para contrarrestar la propaganda nazi en Latinoamérica; luego, para emitir la propia hacia Alemania y la Europa ocupada por Hitler y, finalmente, como poderosa arma anticomunista en la Guerra Fría, junto con otra emisora, Radio Free Europe/Radio Liberty, fundada en 1949por el American Committee for the Liberation of the Peoples of Russia (Comité Estadounidense para la Liberación de los Pueblos de Rusia) y financiada por la CIA (por los acuerdos de la dictadura franquista con los EEUU de 1953, se estableció un centro emisor en la playa de Pals, Girona, que estuvo activo hasta 2001). De su carácter no caben dudas: por la ley de Intercambio Educativo y de Información de los Estados Unidos de 1948, conocida como ley Antipropaganda Smith-Mundt, ambas tuvieron prohibido emitir dentro de los EEUU hasta 2013: las manzanas podridas, para la exportación.
De Phillby a Koestler, espías de la Komintern
Claro que la cobertura periodística y la colaboración en los medios del enemigo son viejas tradiciones del espionaje. En el intercambio de prisioneros que liberó a Pablo González, Rusia puso en libertad, entre otros, a tres periodistas occidentales juzgados y condenados por espías: Alsu Kurmasheva, de Radio Free Europe/Radio Liberty; Evan Gershkovich, del Wall Street Journal, y Vladimir Kara-Murza, del Washington Post. Como es ‘natural’, estos periodistas eran “de los nuestros” y sólo realizaban su trabajo mientras que el de González era sumamente sospechoso, si no delictivo…
También sucedió en la Guerra Civil española: desde el levantamiento hasta abril de 1937, once corresponsales fueron expulsados de la zona controlada por los golpistas y, a lo largo del conflicto, hasta una treintena. “La mejor prueba del trato tan diferente a los periodistas”, dice el historiador británico Paul Preston en Idealistas bajo las balas: Corresponsales extranjeros en la guerra de España (2009), “es que el bando de los rebeldes expulsó a muchos periodistas, mientras en la zona republicana sólo se dio un caso”, el de William Carney, uno de los corresponsales del New York Times –el “agente de prensa de Franco”, lo denominaban en su redacción–, que no había dudado, tras visitar Madrid, en publicar en sus crónicas los emplazamientos precisos de las baterías antiaéreas: una majadería para sus lectores, pero información impagable para las tropas de Franco.
Para el conspirador Luis Bolín –el corresponsal en Londres de ABC que contrató el avión De Havilland Dragon Rapide que trasladó al protodictador Franco desde Canarias a Tetuán el 18 de julio de 1936–, que se encargaba de las relaciones con la prensa extranjera en la Oficina de Prensa y Propaganda de la Junta Técnica del Estado de los golpistas, el modelo de corresponsal –por ser “un chico muy decente, cuyas informaciones inspiraban confianza por ser siempre objetivas”– era el enviado por The Times de Londres: nada menos que el mítico espía Kim Philby, el más legendario de ‘los cinco de Cambridge’, el grupo de espías británicos reclutados por la Unión Soviética en el Trinity College que llegaron a ser altos cargos del Secret Intelligence Service británico, el supuestamente infalible MI6.
Bolín acogió encantado y le dio toda clase de facilidades al “chico muy decente”, que ya trabajaba para la Komintern y que, como parte de su cobertura de fascista, coeditaba una revista pronazi en Londres. La leyenda, o la realidad, quiere que su misión en España era asesinar a Franco, pero su controlador en Londres convenció al GUGB soviético, el Directorio Principal de Seguridad del Estado, de que Philby no era un hombre de acción y era mucho más útil como informador. Tan útil que el 2 de marzo de 1938, Franco le impuso personalmente la Cruz Roja al Mérito Militar por sus crónicas tan favorables a la rebelión militar.
Philby no fue el único espía que dio gato por liebre al escaso de luces pero eficiente trepador Luis Bolín. Tras participar en la conspiración, Bolín trabajó en la Delegación del Estado para Prensa y Propaganda junto con el trastornado Gonzalo de Aguilera, un capitán retirado terrateniente de la aristocracia salmantina, con quien había desempeñado la secretaría de prensa del gabinete de Franco desde que entró en la península el 26 de agosto de 1936 y estableció su primer Cuartel General en el palacio de los Golfines de Arriba de Sevilla. Cuando Franco se trasladó a Cáceres, Bolín fue nombrado jefe de prensa del Sur, a instancias de Millán Astray, quien también le concedió el grado de capitán honorífico de la Legión, lo que le permitía vestir uniforme militar.
Golpistas burlados y periodistas amenazados
Vestido con uniforme de caballería legionaria, con polainas, botas altas, borla azul en el gorro cuartelero y pistola al cinto, sus modales despóticos con los periodistas, sus reiteradas amenazas –incluso de muerte: no era raro que sacara la pistola de su funda– le ganaron a Bolín una merecida fama que llevaría al expulsado Noel Monks, corresponsal de The Daily Express, a calificarlo de “monárquico y terrorista”. Especialmente arbitrario con los corresponsales anglosajones, pronto supieron que no sólo era a causa de las democracias en sus países, pues no pocos de ellos eran tan franquistas como los periodistas españoles de la zona ocupada, sino porque Bolín había tratado en diversas ocasiones de publicar artículos de opinión en el ultraconservador The Daily Mail, que apoyaba con entusiasmo a Hitler y a Mussolini, y le habían sido rechazados sistemáticamente. El nuevo enviado del periódico, Harold Cardozo, que pasó a ser víctima principal de los desprecios y maltratos de Bolín, averiguó la causa del rencor cuando la dirección del periódico le reveló la causa del continuado rechazo de las colaboraciones de Bolín: eran “condenada basura”, lo que causó alborozo en la ‘tribu’ periodística y disminuyó la escasa consideración que se le tenía.
Y que se redujo aún más cuando llegaron noticias de sus acaecimientos con el audaz Arthur Koestler, el húngaro Artúr Kösztler, periodista-espía de la Komintern hasta su ruptura con el comunismo estalinista en 1938. Encuadrado en el aparato propagandístico internacional de la III Internacional Comunista, en 1936 fue enviado a Málaga a fin de obtener pruebas de la intervención nazi en la sublevación. Lo hizo como corresponsal del diario londinense antifranquista News Chronicle y del derechista y profranquistaPester Lloyd, diario en alemán editado en Budapest, con cuyas credenciales entrevistó a Gonzalo Queipo de Llano en su cuartel general de Sevilla. Antes había parado en Lisboa, donde entró en contacto con José María Gil Robles y Nicolás Franco, quienes le dieron cartas de recomendación para las autoridades sevillanas, a las que lo presentaban como “gran amigo de la revolución española” y ante las que Bolín le abrió todas las puertas. Hasta que fue reconocido por un espía nazi, pero consiguió engañar a Bolín y huir a Gibraltar antes de que pudiera detenerlo.
Sus crónicas en el News Chronicle sobre la presencia nazi en Sevilla fueron un escándalo y llegaron a la Comisión de Investigación de Violaciones del Acuerdo de No Intervención en España. La publicada el 1 de septiembre de 1936 tuvo un gran impacto: dibujaba una Sevilla decadente, infestada de oficiales y espías nazis que hacían y deshacían a su antojo y gobernada por un general perturbado: en la entrevista que mantuvo con él, un rijoso Queipo de Llano encadenó una tras otras un rosario de escenas propias de un tratado de patología sexual –le contó como caso real que dos niñas gemelas de ocho años habían sido atadas a las rodillas de su padre, a su vez atado a una silla, y habían sido repetidamente violadas antes de ser rociadas los tres con gasolina e incendiados–, lo que unido a las bravatas sexuales de sus intervenciones radiofónicas, en las que prometía violaciones colectivas de los legionarios a las esposas e hijas de los republicanos, no dejaban dudas a un atónito público británico –a los que empezaban a llegar noticias de las matanzas de Yagüe en Badajoz– sobre las terribles dimensiones del drama español.
En 1937, la necesidad de la Unión Soviética de obtener pruebas de la participación nazi en la conspiración previa al golpe para presentarlas a la Sociedad de Naciones le hizo volver de nuevo a la España republicana, otra vez como corresponsal del News Chronicle, pero al caer Málaga en febrero, fue capturado por el propio Bolín, que había jurado matarlo con sus propias manos. Encarcelado y condenado a muerte –aparentemente, pues no fue sometido a juicio–, tras una virulenta campaña internacional, a los tres meses fue intercambiado, por mediación del Foreign Office, por la esposa del famoso aviador franquista Carlos de Haya, prisionera en zona republicana. De vuelta a Gran Bretaña, relató en Spanish Testament (Testamento español, 1937) su experiencia en España, contribuyendo –junto a la mala gestión de la propaganda tras el bombardeo de Guernica– a que Bolín fuera apartado de las tareas de prensa y propaganda y recompensado con nuevos momios oficiales en su antigua profesión, el turismo.
Otro corresponsal extranjero que estuvo a punto de perder la vida fue el francés George Berniard, fotorreportero de La Petite Gironde, quien, capturado tras el bombardeo de Guernica, fue acusado de espía y, aclarada su identidad periodística, declarado reo de muerte en virtud de una disposición franquista que decretaba tal destino para los periodistas que habiendo estado acreditados ante las tropas franquistas –como era el caso de Berniard–, luego fuera arrestado en zona republicana.
El 29 de abril de 1937, cuando los requetés entraron en Guernica, fue detenido junto a su guía, el periodista y poeta vizcaíno Esteban Urkiaga Lauaxeta, comandante de Intendencia del ejército vasco, que se ocupaba de labores de propaganda y que, acusado de “desempeñar el cargo de comandante jefe de Unidades Vascas” y de ser “rojo separatista”, fue fusilado el 25 de junio de 1937 en Vitoria. Berniard tuvo más suerte: fue liberado con la condición de expresar en las páginas de su periódico “su gratitud a los generales Franco, Mola y Solchaga” por su “cortesía, espíritu humanitario y respeto a las leyes de guerra, de lo que había sido testigo y se había beneficiado”, cuenta H. R. Southworth en Guernica! Guernica! (1977).
John Thompson Whitaker el corresponsal del The New York Herald Tribune que sacó al coronel Yagüe, ‘el carnicero de Badajoz’ la confirmación de la matanza, también fue amenazado de muerte por el compinche de Bolín, el desnortado Aguilera, que lo consideraba, con toda la razón, hostil a la causa nacionalista. Cuando Whitaker comenzó a visitar el frente solo, Aguilera se presentó en su alojamiento a primera hora de la mañana, acompañado por un agente de la Gestapo, y amenazó con matarle si se trasladaba al frente sin la vigilancia de alguno de los oficiales de la oficina de prensa. “La próxima vez que vaya al frente sin escolta, le mataremos. Diremos que fue víctima de una acción enemiga. Usted ya me entiende”, cuenta Paul Preston que le dijo.
Pero tampoco con los periodistas y medios extranjeros entregados a la causa golpista fueron más diplomáticos. F. A. Rice, corresponsal del The Morning Post, diario británico conservador que apoyaba sin reservas la rebelión militar, fue detenido por Aguilera el 11 de septiembre de 1936, tras haber enviado a su periódico dos artículos que no le habían gustado nada, tanto por el contenido como, sobre todo, por haber utilizado trucos habituales de los corresponsales para eludir la censura ideológica franquista: presentar una crónica sin conflictos y transmitir la verdadera o cruzar la frontera francesa para trasmitir libremente. En el primer caso, se trataba de un reportaje de Rice sobre el Stonyhurst College, colegio de los jesuitas en Clitheroe, Lancashire, donde se habían educado los tres encargados de la prensa extranjera: Aguilera, Bolín y Pablo Merry del Val, y en el que se insinuaba que Aguilera no había sido un estudiante popular; en el segundo, por haber utilizado la expresión “el horror insurgente” al referirse al ataque franquista contra Irún del 1 de septiembre.
Tras amenazarlo con graves consecuencias si persistía en “una actitud no del todo respetuosa”, como denominar “insurgentes” a los insurgentes y “leales” a los leales, le dio a elegir entre abandonar España o quedarse, vigilado, sometido a las normas que se le impusieran y despojado del pase para cruzar la frontera a voluntad. Rice no dudó en marcharse. En la sala de prensa del cuartel general en San Sebastián, un cartelón prohibía a los periodistas referirse a los rebeldes como “rebeldes” o “insurgentes” y a los republicanos como “leales”, “gubernamentales” o “republicanos”; éstos eran “los rojos” y ellos, “las fuerzas nacionales españolas” o “los nacionales” –título robado a los republicanos para enmascarar la presencia de marroquiés, alemanes e italianos–.The Morning Post contestó descalificando la información que llegaba del gobierno franquista en un duro editorial que “proclamaba urbi et orbi que cualquier noticia que emanara de fuentes derechistas pertenecía más a la esfera de la propaganda que a la de los hechos” (editorial del 12 de septiembre de 1937).
“La justicia debe permanecer quieta, de lo contrario la balanza se moverá y no será posible emitir un veredicto justo”, escribió Kafka. Un visionario.
Fuente: https://www.eldiario.es/politica/periodismo-espionaje-guerra-civil_129_11604666.html