Frente a la reunión planetaria de los grandes del sector del petróleo que tiene Madrid por escenario, son muchos los grupos que han decidido articular, a manera de respuesta, un encuentro alternativo. Creo que no me equivoco si afirmo que ese encuentro pretende llamar la atención, ante todo, sobre dos circunstancias: si la primera es […]
Frente a la reunión planetaria de los grandes del sector del petróleo que tiene Madrid por escenario, son muchos los grupos que han decidido articular, a manera de respuesta, un encuentro alternativo. Creo que no me equivoco si afirmo que ese encuentro pretende llamar la atención, ante todo, sobre dos circunstancias: si la primera es el relieve que corresponde a genuinas guerras de rapiña orientadas a garantizar el control sobre recursos energéticos preciosos, la segunda subraya la condición irracional, y la insostenibilidad, de un modelo económico cual es el que se ha asentado al calor de la globalización en curso.
No hay mejor ejemplo del relieve de la primera de esas circunstancias que el que ofrece, claro, la intervención norteamericana en Iraq. Aunque sería poco afortunado que explicásemos ésta en exclusiva sobre la base de la codicia energética de la Casa Blanca, se antoja difícil rebajar el peso de esta última. Tan es así que una vez más hay que recordar que cuando hablamos del fiasco militar estadounidense en Iraq estamos dando cuenta de algo que, incuestionable, bien puede hacer que cerremos los ojos ante un hecho importante: las grandes transnacionales norteamericanas del sector militar, de la construcción civil y, cómo no, de la energía están obteniendo, sin embargo, pingües beneficios en ese atribulado país. Por detrás no hay sino una regla bien conocida en el magma de la globalización: mientras los beneficios se privatizan, las pérdidas, en cambio, se socializan.
Mayor interés tiene, sin embargo, la segunda de las circunstancias invocadas. Frente a lo que pudiera parecer, el hecho de que nos veamos en la obligación de afirmar que la economía del petróleo es la economía del crecimiento empieza a ser una fuente de descrédito para ambas. Y es que hoy sobran los datos que invitan a concluir que el idolatrado crecimiento económico no es esa fuente de bienestar que tantas veces se nos ha relatado. Ya sabemos que se traduce en agresiones medioambientales a menudo irreversibles, que provoca el progresivo agotamiento de recursos que no van a estar a disposición de las generaciones venideras y que, más allá de todo lo anterior, permite el asentamiento de un modo de vida esclavo que nos hace pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más consigamos consumir. Por momentos se hace evidente que, en un planeta lastrado por el cambio climático, por el engrosamiento sin control de la huella ecológica y por el encarecimiento de las materias primas energéticas, tenemos que empezar a pensar, al menos en los países ricos, en reducir drásticamente nuestros niveles de consumo y en articular, por la vía del decrecimiento, otro tipo de organización de las sociedades humanas.
Aunque lo anterior empieza a ser cada vez más claro para cada vez más gentes, llamativo resulta que el gobierno español -sobre el papel tan avisado en lo que a estas cuestiones se refiere- porfíe en mantener las reglas del juego de un capitalismo depredador e inconsciente. Porque ninguna señal permite barruntar que se ha percatado de lo que tenemos entre manos o, en su defecto, que demuestra alguna voluntad de ruptura con respecto a connotados intereses empresariales. Ahí están, para certificarlo, su enloquecida apuesta en provecho de faraónicas infraestructuras que dentro de pocos años se hará evidente que son insostenibles, su designio de subvencionar con recursos públicos la adquisición de automóviles -en vez de estimular la progresiva retirada de éstos- o el increíble empeño en reactivar un sector, el de la construcción, que es la fuente de muchos de los males que acosan a una economía, la española, en la que, según una estimación, hay un millón de viviendas sin vender. Todos estos menesteres guardan, por cierto, estrechísima relación con un bien, el petróleo, que inevitablemente será más caro y más escaso. Pena es que, para cerrar el círculo, si uno escarba en lo que se escucha o se escribe en los cenáculos mediáticos, los únicos análisis serios sobre la crisis que se nos viene encima son los que formulan quienes defienden a capa y espada una energía, la nuclear, que -el uranio en proceso de agotamiento, los costes disparados, los efectos negativos sobre el cambio climático palpables y los residuos sin posibilidad de tratamiento- es pan para hoy y hambre para mañana.
Aunque esto pueda parecer hoy un argumento prescindible, tengo la certeza que en muy poco tiempo se impondrá entre nosotros una discusión cada vez más seria sobre las presuntas bondades del consumo y del crecimiento, y sobre las presuntas capacidades del mercado para encarar lo que tenemos entre manos. No faltan al respecto, por cierto, los estudiosos que sugieren que sólo una buena recesión permitirá que espabilemos, y hará que salte a la vista que quienes argumentamos como acabo de hacerlo no somos, por desgracia, catastrofistas: nos limitamos a señalar la catástrofe a la que nos conducen quienes prefieren no mirar más allá de lo que está llamado a ocurrir en unos pocos meses.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.