La Ley de Memoria Histórica se ha aprobado. Y se ha aprobado porque al fin la derecha nos ha dado permiso para hacerlo. En las largas y cómplices negociaciones que se han llevado a cabo entre los representantes de unos y otros partidos, ha sido patético ir observando el proceso de adulación y complacencia con […]
La Ley de Memoria Histórica se ha aprobado. Y se ha aprobado porque al fin la derecha nos ha dado permiso para hacerlo. En las largas y cómplices negociaciones que se han llevado a cabo entre los representantes de unos y otros partidos, ha sido patético ir observando el proceso de adulación y complacencia con que la izquierda llevó las negociaciones a fin de contentar a los partidos de derecha, que ha concluido en la degradación de una ley que la democracia nos debía desde hace 30 años. Bien es cierto que el Partido Socialista había esbozado un proyecto absolutamente indigno para que pudiera ser considerado reparador de los sufrimientos de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura, y que ha sido en alguna medida limpiado por Izquierda Unida. Pero también ésta se ha declarado vencida ante las imposiciones de los partidos católicos y de los del gran capital.
Mi asombro fue oír repetir diariamente a los comentaristas que era imprescindible obtener el consenso de todos los partidos. De todos, incluso de aquellos que dirigen los herederos políticos de los que organizaron el golpe de Estado, de los que llevaron a cabo las matanzas indiscriminadas y los consejos de guerra y expoliaron a los republicanos; partidos donde se encuentran, impunes y radiantes, los hijos y nietos de los dirigentes y cómplices del franquismo. La izquierda también desea esta alianza, quizá en cumplimiento de aquella vieja consigna del Partido Comunista de la «reconciliación nacional», que fue tan incomprendida por los que debían reconciliarse con quienes los habían condenado a muerte.
Lo más patético de este episodio es comprobar cómo la izquierda le ha pedido perdón a la derecha por atreverse a recordar los episodios de la Guerra Civil, los padecimientos de los que defendieron la República, la represión que sufrieron los resistentes bajo la dictadura. Atacados al parecer del síndrome de Estocolmo, los partidos que deberían haber planteado estas reivindicaciones en tiempos bastante anteriores, cuando estaban más ocupados en apagar los fuegos de la rebelión obrera aceptando los pactos de la Moncloa, se muestran enormemente comprensivos con la indignación que acomete a los representantes de los partidos de derechas cuando se les habla de la memoria de nuestras desgracias. Hasta el punto de aceptar la equiparación de la represión sistemática practicada por los franquistas con los episodios de violencia incontrolada en la zona republicana. Siguen pidiendo perdón por parecer de izquierdas.
Lo más triste de este periodo de la torturada historia de España es comprobar cómo después de tres cuartos de siglo de sufrir una genocida guerra civil, única en Europa, por intentar vencer a la bestia fascista, de padecer los rigores de 40 años de una dictadura cuya crueldad era desconocida en España y de creer que habíamos instaurado la democracia, se ha aprobado una ley de resarcimiento de los vencidos que no tiene parangón con ninguna de las que se han impuesto ni en Europa ni en América ni en África.
Ni Alemania ni Francia ni Chile ni Argentina ni Grecia ni Portugal ni incluso la torturada Suráfrica han aceptado la impunidad de los que se beneficiaron con el sufrimiento de su pueblo. Después de padecer las dictaduras hicieron, y continúan, un ejercicio de justicia y democracia aprobando leyes que condenaron a los autores de los crímenes y dictaron de inmediato la nulidad de los juicios políticos de aquella etapa. Alemania y Francia llegaron mucho más lejos concediendo indemnizaciones a los perjudicados, y todos sus gobiernos han pedido perdón a las víctimas.
En esta esquizofrenia en que nuestro Gobierno se ha instalado, hemos visto cómo aceptaba con complacencia que la judicatura española persiguiera a Pinochet allende nuestras fronteras, y al torturador argentino Scilingo en nuestro propio territorio, donde se le ha juzgado, condenado y encarcelado, en una digna defensa de los derechos humanos que consideramos compete a todos los países, independientemente de dónde y cuándo se cometieran los crímenes. Mientras, en España, ese mismo Gobierno se opone a que se declare la nulidad de los consejos de guerra que durante el franquismo llevaron a la muerte y a decenas de años de cárcel a los antifascistas, sin garantías procesales algunas. Los mismos partidos que aplauden la nulidad de las leyes de perdón que dictaron los gobernantes argentinos aceptan en España sumisamente que ni se hable de indemnizaciones a las víctimas, que se permita que subsistan monumentos conmemorativos del franquismo siempre que «tengan valor arquitectónico o artístico» -¿quién decide el valor artístico?-, y que la Iglesia mantenga las placas de las fachadas de las iglesias con los nombres de sus supuestos mártires y los símbolos franquistas, yugos y flechas, escudo con águila imperial, que campean en los miles de pueblos que fueron torturados por esa misma iglesia.
Los mismos que aprueban y difunden la noticia de que se ha procesado y encarcelado a los parientes de Pinochet por la apropiación de caudales públicos se indignan ante la sola mención de que a la familia Franco, y a tantas otras que se hicieron ricas mediante la adjudicación de los bienes de los asesinados, expropiaciones y robos impunes que se produjeron durante decenas de años se les pida cuentas de su fortuna.
En definitiva, ser demócrata en España es diferente de serlo en Alemania o en Argentina. Hoy, ni siquiera a las víctimas sobrevivientes de la Guerra Civil y la dictadura se les otorga la satisfacción de ver a sus verdugos avergonzados. Porque nunca nos pidieron perdón.
* Lidia Falcón es escritora y abogada