Escribir sobre el 23-F es meterse en un avispero. Como ha ocurrido con el asesinato de Kennedy, o con los grandes atentados fascistas de Italia en el periodo 1969-1984, se trata de sucesos cuya parte visible es tan solo la punta del iceberg. La tentación de especular sobre la gran masa que permanece sumergida resulta […]
Escribir sobre el 23-F es meterse en un avispero. Como ha ocurrido con el asesinato de Kennedy, o con los grandes atentados fascistas de Italia en el periodo 1969-1984, se trata de sucesos cuya parte visible es tan solo la punta del iceberg. La tentación de especular sobre la gran masa que permanece sumergida resulta irresistible. Como además este tipo de sucesos contiene flecos sueltos, indicios equívocos, casualidades, incoherencias, etc., la imaginación pueda echar a volar, formando teorías muy complejas de naturaleza conspirativa. De ahí que Jordi Évole pudiera jugar con los telespectadores en su ya célebre programa Operación Palace.
En el caso del 23-F, la información continúa siendo muy fragmentaria y la más importante y valiosa es de procedencia oral. Los protagonistas han ido dosificando (y variando) las declaraciones durante los últimos treinta años, declaraciones cuya credibilidad resulta muy difícil de valorar. Además, hay pocos documentos a los que aferrarse, pues el juicio militar a los acusados no contribuyó precisamente a desvelar la verdad. Y, para acabar de liar la situación, nadie parece conocer el contenido de las famosas cintas magnetofónicas en las que se grabaron las llamadas que entraron y salieron del Congreso el día del golpe (lo que Salvador Sanchez-Terán llamó «la caja negra del golpe»).
Puesto que fueron muchas las personas implicadas o afectadas por la intentona, las fuentes son muy numerosas y las posibilidades de manipulación interesada enormes. De ahí que haya que proceder con sumo cuidado a la hora de valorar lo que dicen unos y otros. Eso requiere ser claro con la procedencia de las fuentes, no deformar el mensaje original, cotejar unas fuentes con otras, incorporar cuanta más información mejor y ser muy prudente a la hora de extraer conclusiones.
Justo lo que no se hace en la abundante literatura periodística sobre el golpe. Lo cual no es de extrañar, pues el periodismo político español arrastra desde hace mucho tiempo vicios que parecen incorregibles. La gran mayoría de los periodistas patrios no sabe hacer una investigación mínimamente ordenada y rigurosa, fiel a los hechos, separando datos de opinión, y que, para cada dato, remita al lector al origen del mismo.
En lugar de profundizar en los hechos y encajarlos en explicaciones políticamente verosímiles, casi todos los autores que han escrito sobre el 23-F han preferido utilizar recursos retóricos propios de la novela, centrándose en el retrato psicológico de los personajes, en sus impresiones, sus deliberaciones más íntimas, sus aspiraciones y sus reacciones ante los acontecimientos. Para ello, han inventado o recreado diálogos, comprometiendo de este modo la credibilidad de sus fuentes.
El libro mejor documentado hasta la fecha
El reciente libro de Pilar Urbano, La gran desmemoria (Planeta, 2014), ejemplifica mucho de lo que se hace mal en el periodismo español. Y es una pena, porque se trata del libro mejor documentado de todos los que hasta ahora se han publicado sobre el golpe, su gestación y el final de la etapa de Adolfo Suárez. En unas manos más rigurosas, este podría haber sido un libro casi definitivo. Pero Urbano ha desperdiciado el material del que dispone y lo ha malgastado en un trabajo deficientemente elaborado, que venderá sin duda miles de ejemplares, pero que no podrá ser tomado seriamente por muchos.
No voy a entrar en las licencias literarias («Suárez ha hecho una pausa, un silencio, para que el rey diga algo, pero el rey calla, enfurruñado. Con la punta del mocasín, le da un chute enérgico a un pedrusco y lo lanza lejos», p. 550): basta pasarlas por alto. El verdadero problema está en la recreación o invención de diálogos. En general, se trata de un truco cuestionable, pero en el contexto del 23-F, donde todo se juega en las declaraciones de los actores, remplazar dichas declaraciones con diálogos supuestos arruina la credibilidad del relato. Es inexplicable que Urbano desperdicie las declaraciones y confidencias que ha conseguido reunir a lo largo de todos estos años mediante diálogos inventados.
Pondré un solo ejemplo: en las pp. 408-09, Urbano cuenta la visita de Suárez a Ceuta en diciembre de 1980. Durante la misma, el presidente del Gobierno se reunió con 500 militares, a quienes les dio libertad para que le preguntaran lo que quisieran. Uno de ellos le sacó el asunto espinoso de la escalada asesina de ETA y, según Urbano, Suárez respondió esto:
«Primero quiero recordarle que ETA, como usted sabe, es muy anterior a la Transición… Hay que remontarse al 28 de junio de 1960. La niña Begoña Urroz Ibarrola, de año y medio, muere destrozada por una bomba de ETA en la consigna de la estación de Amara, en San Sebastián…».
Imposible que hablara de Begoña Urroz en 1980
Sin embargo, Suárez no pudo haber dicho aquello en diciembre de 1980. La primera noticia en la que se liga la muerte de Begoña Urroz a ETA es de 1992: en aquel año, el vicario general de la diócesis de Gipuzkoa, José Antonio Pagola, publicó un libro en el que atribuía a ETA la responsabilidad por la bomba que acabó con la vida de la niña (véase aquí). Luego, Ernest Lluch, en un artículo publicado en 2000, dio publicidad al hecho y se hizo de conocimiento común (si bien hay dudas más que razonables de que ETA estuviera realmente detrás de la bomba).
El caso es que resulta imposible que Suárez hablara de Begoña Urroz en 1980. Las palabras que Urbano atribuye a Suárez son, pues, una reconstrucción anacrónica e ilegítima. Ahora bien, si aquí Urbano se ha inventado la declaración de Suárez, ¿cómo podemos estar seguros de que en los pasajes cruciales sobre el golpe no ha hecho lo mismo? ¿Cómo podemos fiarnos de que los testimonios originales de muchas de sus fuentes no han sido deformados por la autora para arrimar el ascua a su sardina? Cualquiera que no simpatice con las tesis que defiende Urbano podrá agarrarse a la falta de rigor del libro para desautorizarlas sin contemplaciones.
De hecho, el tono novelístico ha permitido que muchos de quienes se sienten ofendidos o escandalizados por algunas de las revelaciones clave se desentiendan del libro. Las reacciones han sido brutales, pues tanto políticos como periodistas han impugnado las tesis de Urbano sin haberlas leído, utilizando palabras gruesas y ataques personales a la autora (véase el artículo de Jesús Maraña sobre dichas reacciones aquí). Si el libro hubiese sido menos «literario» y más sistemático, no habría resultado tan fácil condenarlo sin matices.
Las cosas, no obstante, son algo más complicadas de lo que quieren hacer creer quienes han expresado críticas más duras. El libro, sí, contiene excesos, arbitrariedades y errores, pero eso no quiere decir que todo lo que se afirma en él sea falso. A lo largo de las más de 800 páginas no todo son diálogos. Hay también abundantes datos y palabras literales. Y la autora ha hecho un esfuerzo estimable en 70 páginas finales de notas para indicar las fuentes.
Confirma las hasta ahora meras especulaciones
Cuenta con declaraciones y escritos de personas muy próximas al monarca, como Jaime Carvajal y Urquijo, Ignacio Paddy Gómez-Acebo y, sobre todo, Sabino Fernández Campo, así como del propio Suárez y de gente de su entorno más cercano (Aurelio Delgado, Jaime Lamo de Espinosa y otros más). En fin, un material que confirma lo que hasta ahora eran meras especulaciones y que nos obliga a reconsiderar algunas de las tesis más comúnmente aceptadas sobre el periodo.
No es disparatado sospechar que Pilar Urbano había asumido el compromiso de no hacer públicas todas estas nuevas revelaciones (que, como veremos a continuación, dejan al rey en una posición muy incómoda) mientras Fernández Campo y Suárez estuvieran vivos. Desde este punto de vista, el libro parece una venganza largamente larvada: frente a la historia, digamos, «oficial», en la que el rey aparece como el salvador de la democracia, historia que se ha impuesto durante décadas sin mayor debate, algunos de los protagonistas, de forma discreta y fragmentaria, han ido contando durante los últimos quince años un relato alternativo que sirve de base a la reconstrucción histórica de Urbano.
El relato «oficial», tan favorable al rey, fue asentándose gracias al voto de silencio de dos de sus hombres más próximos, Adolfo Suárez y el general Alfonso Armada, los cuales estaban enfrentados a muerte entre sí y actuaron siempre en direcciones opuestas: el militar batalló todo lo que pudo para quitar del poder a Suárez y este, mientras fue presidente, intentó mantener a Armada lejos de Madrid y del rey. Inicialmente, ambos callaron lo que sabían y optaron por apoyar al rey.
Pero Armada fue rompiendo su silencio y realizó algunas confidencias importantes (por ejemplo, al periodista de extrema derecha Jesús Palacios, véase su libro 23-F, el rey y su secreto, Libros Libres 2012). Y Suárez y algunas personas muy próximas a él decidieron contar cosas a Urbano. Si a esto se suman los testimonios de gente cercana al rey y unas declaraciones explosivas de Sabino Fernández Campo unos años antes de morir, tenemos elementos suficientes para intentar ofrecer una interpretación algo distinta de la dominante.
El «golpe de timón»
En esencia, creo que lo que a continuación presento de forma muy sintética es el nervio argumental del libro que cuenta con una mínima sustentación empírica.
Todo gira en torno a la llamada operación De Gaulle, una maniobra política diseñada por el CESID para dar un «golpe de timón», un cambio de orientación política dentro de los límites marcados por la Constitución de 1978. Consistía, en lo esencial, en generar lo que en la jerga de los servicios de inteligencia se llamaba un «supuesto anticonstitucional máximo» (SAM) que sirviera como coartada para crear un Gobierno de concentración presidido por un independiente, preferiblemente un militar.
El cerebro de la operación fue el comandante José Luis Cortina, agente del CESID, persona muy próxima al rey (en febrero de 1981 visitó la Zarzuela en al menos once ocasiones). El cambio de gobierno tenía un doble objetivo: por un lado, satisfacer a la clase dirigente española, que responsabilizaba a Suárez de todo lo que iba mal en el país (los atentados de ETA, los problemas vasco y catalán, el recrudecimiento de la crisis económica a partir de 1979); y, por otro, evitar un golpe «duro» que instaurara un gobierno militar.
Según informó el CESID en otoño de 1980, el golpe duro se preparaba para el mes de mayo de 1981. Si unos meses antes se procedía al relevo del Gobierno, poniendo a un militar al frente, pero sin romper con las reglas constitucionales, los militares más duros se quedarían sin razones para llevar a cabo sus planes involucionistas.
La operación De Gaulle contaba con amplios apoyos entre la élite política y económica del país. En la derecha (Alfonso Osorio, Manuel Fraga, Miguel Herrero…), eran muchos los partidarios de desplazar a Suárez, a quien consideraban un advenedizo y un incapaz. Más sorprendente resulta que el PSOE también participara en esta estrategia. Enrique Múgica tuvo al menos dos encuentros con Armada, el partido encargó un informe al constitucionalista Carlos Ollero sobre el encaje legal de la operación, y tanto Múgica como Felipe González y Alfonso Guerra hablaron del asunto con políticos de otros partidos (Leopoldo Calvo-Sotelo, Jordi Pujol, Marcos Vizcaya) y, en el caso de González, con el mismo Juan Carlos (p. 504).
El rey, que recibía constantemente informes negativos sobre Suárez y su Gobierno por parte de políticos y empresarios, dio el visto bueno al «cambio de timón» siempre y cuando no se forzara la Constitución. (Desgraciadamente, la sección en la que Cortina, en la primavera de 1980, informa al rey por primera vez de la operación Armada, en las pp. 488-492, no viene respaldada por nota alguna que indique la fuente de información).
Bastaba mayoría absoluta, no hacían falta dos tercios
La mecánica jurídica consistía en que se presentara una moción de censura y se ofreciera el general Armada como candidato de salvación para presidir un Gobierno de concentración nacional. La Constitución española no requiere que el presidente sea miembro del legislativo. Tan solo hace falta que el candidato que proponga el Congreso obtenga una mayoría absoluta. Resulta de lo más extraño que Urbano se equivoque en este punto: en el libro repite en al menos tres ocasiones que la elección de Armada sólo era posible con una mayoría de dos tercios (p. 491, p. 498 y p. 585) y pone esta idea (que es errónea) en boca tanto de Cortina (p. 491) como de Ollero (p. 498).
El rey, que hacia el verano de 1980 había perdido casi toda su confianza en Suárez, no vio mal la solución que se le proponía, entre otras cosas porque no requería una intervención directa o extraordinaria por parte de la Corona que pudiera poner en peligro la institución. Una de las partes más novedosas del libro consiste en la descripción minuciosa de cinco enfrentamientos muy duros entre Juan Carlos y Suárez, el último al día siguiente del 23-F. Aunque la parte más colorista de dicha descripción pueda ser ficción, el motivo de los enfrentamientos parece verosímil.
Una muestra extrema del deterioro de la relación entre el rey y el presidente del Gobierno tiene lugar el 23 de enero de 1981: el rey llama a Suárez para que acuda a la Zarzuela y allí le deja en una sala, encerrado con cuatro tenientes generales, Milans del Bosch entre ellos, que le exigen la dimisión (al parecer, uno de los generales, Pedro Merry Gordon, llegó a poner una pistola encima de la mesa como «razón» última para que Suárez dimitiera).
Suárez, llegado a ese punto, recapacita sobre la pérdida de apoyos sociales y políticos, también dentro de su propio partido, la UCD, y sobre el desprestigio y erosión que su figura ha sufrido en los dos últimos años. Informado de la operación De Gaulle y, por tanto, consciente de la posibilidad de que se plantee una nueva moción de censura, decide dimitir. Su dimisión, entre otras cosas, impedirá que se ponga en marcha la moción de censura destinada a nombrar a Armada presidente (p. 596).
Tras la dimisión, el rey se olvida de la operación De Gaulle, que ha quedado vacía de sentido. Suárez ya no sigue en el poder. Sin embargo, el CESID, Armada y un buen número de militares continúan con los planes y aprovechan la segunda votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo para «secuestrar» el Congreso mediante las armas, creando el SAM («supuesto anticonstitucional máximo») que justifique el ofrecimiento de Armada como presidente. El asalto del 23-F pilla de sorpresa al rey. La parte más polémica del libro es la última, en la que, con ayuda sobre todo del testimonio de Fernández Campo, analiza el comportamiento del rey durante las horas posteriores a la entrada de Tejero (el «spiderman tricorniado», p. 639) en el Congreso.
Autorización a Armada para ir al Congreso
En esencia, lo que cuenta Urbano es que el rey sondeó a las capitanías generales para determinar el alcance del golpe. Según Fernández Campo, la situación al principio era muy confusa, pues había un número considerable de capitanes generales que estaban dispuestos a sumarse al golpe si contaban con el beneplácito del rey. En palabras de Fernández Campo, «el panorama militar podía cambiar en un instante y producirse un vuelco» (p. 661). Por eso mismo, añade, «el teléfono fue el instrumento decisivo para detener el golpe» (p. 659).
En medio de la zozobra, el rey decidió autorizar a Armada para que acudiese al Congreso y ofreciera a Tejero la retirada de sus hombres a cambio de que se permitiese la formación de un Gobierno de concentración con Armada en la presidencia, Felipe González en la vicepresidencia, más dos ministros socialistas (Solana y Múgica), dos comunistas (Tamames y Solé Tura), uno de AP (Fraga), varios de la UCD (Herrero de Miñón, Pío Cabanillas, José Luis Alvárez…), un periodista (Luis María Anson), además de algunas personalidades de la empresa y la banca.
Armada, a pesar de que acudió con el consentimiento del rey, se había comprometido ante Sabino Fernández Campo a no hablar en su nombre y, por tanto, a no poner en juego la Corona pasase lo que pasase. La condición era que la intentona no pudiera arrastrar al rey si salía mal.
Como bien se sabe, Tejero, que no había sido informado previamente sobre la posible composición del Gobierno encabezado por Armada, rechazó los planes de este, por considerarlos una mera componenda entre los partidos, y se negó a franquearle el paso al hemiciclo. Fue a raíz de ese desencuentro cuando el rey tomó la decisión definitiva de cortar radicalmente con el golpe, dando orden de que se emitiera por la televisión el mensaje que había grabado cuando todavía no estaba claro si Armada conseguiría ser investido presidente.
El mensaje daba cobertura a la ‘operación Armada’
El mensaje, como señala Fernández Campo (p. 676), sólo descartaba las vías extra-constitucionales y por lo tanto podía dar cobertura a la operación pretendidamente constitucional de Armada. Acto seguido, el rey mandó un télex taxativo ordenando a Milans del Bosch que retirase las tropas de la calle y pidiera a Tejero que depusiese su actitud (p. 662).
La interpretación más osada de Urbano, con la que parece coincidir Sabino Fernández Campo, es que el famoso Elefante Blanco, el militar que Tejero esperaba que llegase al Congreso, era el propio rey. De acuerdo con el artículo 99 de la Constitución, la investidura de un presidente se hace a propuesta del rey, «previa consulta con los representante designados por los grupos políticos con representación parlamentaria». Según esto, la única forma de que Armada fuera votado es que el rey se desplazara al Congreso y realizase allí mismo y sobre la marcha las consultas pertinentes.
Entramos aquí en un terreno puramente especulativo, formado por meras conjeturas, que tiene gran morbo político y periodístico, pero que añade poco a la historia. Vayamos, pues, a lo que verdaderamente importa. Si el relato de Urbano se aproxima a la verdad, el rey no sólo promovió la operación De Gaulle, operación que contaba con amplios apoyos en la clase dirigente española, incluyendo dentro de la misma a los principales líderes del PSOE, sino que en la misma noche del 23-F, ya dimitido Suárez, estuvo dispuesto a respaldar el nombramiento de Armada como presidente del Gobierno.
La maniobra no salió bien, por lo que el rey optó por oponerse al golpe en todas sus variantes. Su máxima prioridad a lo largo de este tortuoso proceso fue salvaguardar la monarquía. Como consecuencia de todo ello, Armada y Suárez, los dos grandes enemigos, quedaron amortizados políticamente.
Frente al rey, Suárez queda en el libro como un demócrata convencido, que trató de defender el sistema en todo momento y que, con mayor lucidez que muchos compañeros suyos, advirtió a Juan Carlos de la irresponsabilidad que suponía dar vía libre a las conspiraciones de Armada. El rey, en cambio, aparece como una persona de gran frivolidad política, muy influenciable por los estados de ánimo de la élite política y económica y capaz de confiar en un personaje tan inquietante como el general Armada.
El debate está servido. Hace falta que los investigadores del 23-F ordenen y filtren toda la información que ha ido saliendo a la luz, de forma que pueda revisarse de forma crítica y fundamentada un episodio decisivo en la historia de nuestra democracia que, se mire como se mire, no deja en buen lugar ni a la monarquía ni a la clase dirigente española.