Podemos tiene una vida muy corta, pero una historia ya muy larga, hasta el punto de que uno diría que en el último mes ha envejecido mucho. Esta ilusión de envejecimiento tiene que ver sin duda con la presión exterior. Como habíamos ya advertido, a medida que la nueva fuerza política se ha ido afirmando […]
Podemos tiene una vida muy corta, pero una historia ya muy larga, hasta el punto de que uno diría que en el último mes ha envejecido mucho.
Esta ilusión de envejecimiento tiene que ver sin duda con la presión exterior. Como habíamos ya advertido, a medida que la nueva fuerza política se ha ido afirmando en encuestas y expectativas de voto, amenazando el bipartidismo dominante, la respuesta del régimen del 78 ha ido volviéndose más agresiva y más sucia. En esta operación de acoso y derribo los medios de comunicación -con algunas excepciones- están jugando un papel fundamental como pilares que siempre han sido del orden apañado -y amañado- tras la muerte de Franco. En una ocasión un amigo cubano me dijo que «Cuba tenía los mejores periodistas del mundo y los peores medios de comunicación». Algo parecido puede decirse de España y por los mismos motivos: porque, si hay grandes periodistas en los márgenes u ocupándose de temas que no cuestionan los intereses neurálgicos de los medios (como es el caso de algunos reporteros en el campo internacional), el objetivo común de la prensa y la televisión ha sido siempre el de sostener el régimen del 78. Como bien explican Luis Arboleda o Gómez Mompart, la función de los medios durante la transición fue la de legitimar «el control hegemónico del debate público» en detrimento de una ciudadanía siempre pasiva y favoreciendo por eso la complicidad orgánica entre los periodistas y la clase política. En España los medios han sido siempre partidistas, muy activos por tanto en el marco de la democracia definida por ellos mismos, y brillantes a veces en las pugnas entre partidos, pero sin cuestionar jamás la legitimidad del sistema mismo. Por eso, junto a los mejores periodistas infrautilizados, tenemos también a los peores, movilizados en primera línea con cuchillos traperos y potros de tortura verbal.
Esta connivencia entre periodismo y clase política sobrevive incluso a la competencia comercial, siempre tan «pluralista», y gira en torno a los tres ejes -como recuerda Manolo Monereo– atornillados por el pacto del 78: el modelo económico, la monarquía y la unidad de España, lo que explica la defensa casi religiosa que gobernantes y propietarios de medios hacen de la Constitución. En este sentido, es innegable la responsabilidad de los periodistas en el derrotismo democrático de una población que sólo ahora, en el marco de una descomposición gangrenosa del régimen, toma un poco de conciencia, con la visión parcialmente empañada, de lo que nos ha ocurrido. Si los españoles llegamos mal preparados para afrontar políticamente la crisis y asegurar un reemplazo democrático es como consecuencia también del sectarismo mediático. Pensemos, por ejemplo, en la «cuestión nacional». Nada hubiese sido más fácil que desactivar, mediante un poco de pedagogía sensata, el nacionalismo español que, desde hace siglos, impide realmente democratizar nuestro país; y promover marcos de diálogo y procesos de paz que la mayor parte de los ciudadanos hubieran aceptado si los medios hubieran utilizado su influencia en esa dirección. Hicieron y siguen haciendo todo lo contrario. Salvo contadísimas excepciones, desde 1978 periodistas y grupos mediáticos no han dejado ni un solo segundo de militar en favor del conflicto, la criminalización del adversario político y el recorte de libertades. Los medios siempre manipulan; podrían haberlo hecho también en favor de la verdad, la convivencia y la democracia.
Los nuestros aceptaron desde el principio que su misión era más bien la sumisión. Nada tiene de raro, por tanto, que ahora se ericen, en pie de guerra, contra Podemos y las «amenazas» que representa. Podemos se ha colado en el horizonte mediático por una alineación planetaria de contingencias, pugnas y voluntades: a la descomposición del régimen y a las luchas internas que ha desencadenado se han añadido la presión social y la inteligencia carismática de un «personaje» –Pablo Iglesias– que hace un año parecía muy inofensivo y muy comercial. Ahora Podemos no puede ser ya desalojado de los medios; por lo tanto, tiene que ser machacado por ellos. Que de pronto haya un ‘caso Errejón‘ -junto a los casos Rato, Bárcenas, Blesa, etcétera- revela toda la bajeza artillera de muchos de nuestros medios y de muchos de nuestros periodistas. Cuando se habla de «militantes» y «radicales» otros pensarán en la kale borroka o en okupas alternativos descamisados. Yo pienso enseguida en ABC, en El Mundo, en TeleMadrid, en Ana Pastor, en Alfonso Rojo, en Canal 24 horas y en un largo etcétera de medios militantes y tertulianos radicales. Militantes radicales a favor del régimen que ahora ven peligrar.
Frente a esa campaña militante y casi militar podemos reaccionar con una sonrisa, pues su agresividad sin duda indica miedo. Pero la historia debería enseñarnos a no despreciar el poder de los medios. Esta operación de acoso y derribo, por muy obscena y evidente que sea, ha conseguido ya envejecer un poco a Podemos e incluso a sus líderes -incluso físicamente-, imponiendo reacciones a la defensiva que generan dos efectos, externo e interno, indeseables. Por un lado los propios medios se convierten en el objeto del discurso de Podemos, legitimando así como democráticos estos ataques sectarios, mientras que Pablo Iglesias y sus compañeros parecen confesar su culpa y cuestionar la libertad de expresión. Por otro lado, a nivel interno, este ataque feroz y mentiroso obliga a la dirección de Podemos a contraerse sobre sí misma y diseñar políticas defensivas muy hipocondríacas que pueden acabar anteponiendo la lealtad al debate y la crítica. Esa sí sería una gran victoria del régimen del 78, que podría asimilar así -mucho más que a través del falso ‘caso Errejón’- la nueva fuerza política, nacida extrauterina, con la vieja política y su vieja matriz partidista.
Porque no hay que olvidar que también hay una causa interna y, si se quiere natural, del envejecimiento «prematuro» de Podemos. En muy poco tiempo se ha pasado del estado líquido y casi desparramado al sólido y casi leñoso. Antes Podemos era una maravillosa gelatina y ahora es una funcional estructura. Sin duda a la «gente» le ha importado poco, pero en la izquierda militante y en los movimientos sociales ha generado una inevitable y lógica desilusión. Antes todo era posible, ahora sólo algunas cosas. Los peligros, en este caso, son también dos. Uno, que la dirección de Podemos, elegida por los inscritos, se aleje del medio extrauterino en el que nació. Dos, que esa izquierda militante, a veces justamente crítica, sólo vea la limitación que acompaña al paso del excitante y juvenil medio líquido al prosaico y maduro estado sólido y, obsesionada con todas las posibilidades que la decisión de los inscritos ha dejado fuera, no sea capaz de ver todo lo que de bueno hay en esas cosas que han quedado dentro y que sí se pueden hacer. Podemos ha envejecido, pero no es viejo. Y sería una catástrofe que la retroalimentación interna del punto 1 y el punto 2 (la contracción del Consejo Ciudadano frente a los Círculos y el puritanismo líquido de los Círculos frente al Consejo Ciudadano) acabe dando la razón a los militantes radicales que desde los medios de comunicación, y desde el bipartidismo dominante, unas veces quieren convertirnos en «vieja casta» y otras en «vieja izquierda» marginal. La victoria sobre el régimen del 78 y la democratización política y social de España depende de que no ocurra ninguna de las dos cosas.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2014/12/07/podemos-envejece/6549