Decía Ortega y Gasset ante la incapacidad española para vivir en democracia que «lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa». España ha quedado atrapada e incapaz para la existencia democrática en dos transiciones castradas de progresismo tras dos honestos intentos republicanos por modernizar el Estado y la sociedad: la que […]
Decía Ortega y Gasset ante la incapacidad española para vivir en democracia que «lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa». España ha quedado atrapada e incapaz para la existencia democrática en dos transiciones castradas de progresismo tras dos honestos intentos republicanos por modernizar el Estado y la sociedad: la que se inició con el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto -era el 29 de diciembre de 1874- y la que aconteció tras la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975. No es retórico, ni mucho menos, conexionar estas dos estériles peripecias porque seguirán explicándonos a la vez y con suma claridad -claridad que tratan hoy de velar con el bloqueo y deformación de la memoria histórica- la desgraciada pervivencia del espíritu antidemocrático español ante cualquier posibilidad de abrir la ventana a la verdadera libertad política. Es conveniente, como quería Napoleón, «destapar alguna vez las tumbas para conversar con los muertos». Una vez establecida esa comunicación, resulta obligado recordar, a fin de escarbar en las raíces del presente, la definición que dio don Manuel Azaña de la criminal rebelión franquista en 1936: «Por muchos ropajes que aquella sublevación adoptase no dejaría de ser otra cosa que la alianza tradicional de curas y militares que luego acabarían creando un estado al que llamarían Reino, que se empeñó siempre en tenerse por un estado de derecho, cristiano y tradicional, no siendo más que una dictadura que negó siempre todos los derechos fundamentales». Afinemos: tras los curas y los militares han estado siempre unas fuerzas económicas que gobiernan sin urnas.
¿Dónde estamos, en definitiva? Pues en la vieja senda que abrió la Restauración canovista, con dos partidos que se turnan y que para mantener esta dinámica cierran el paso a fuerzas políticas que tratan de abrir el abanico de posibilidades de pensamiento y vida. Eso volvió a ocurrir ayer. Cada transición persiguió ese objetivo con verdadera tenacidad. La primera, la de Cánovas, enterró bajo toneladas de papeletas serviles la realidad del socialismo emergente en el siglo XIX, enturbió el nacionalismo periférico, persiguió con brutalidad al movimiento obrero y recargó de sangre el proceso independentista de Catalunya. Todo ello pudrió en cierne la posibilidad democrática y generó un clima de violencia que, tras la dictadura de Primo de Rivera, condujo al levantamiento que destruyó la II República. La segunda transición construyó un bipartidismo compuesto de socialismo apesebrado -ya podrido en sus alturas institucionales por la dictadura primorriverista- y derecha tradicional; bipartidismo que se encargó de criminalizar el pensamiento nacionalista, carcomer el sindicalismo estatal y reducir el horizonte democrático con el empleo de la violencia policial y la servidumbre de los tribunales. Ayer hubo nuevas elecciones tras excluir escandalosamente del marco constitucional a fuerzas democráticas que aspiran a la renovación política. El futuro, tras esa consulta, se encamina a un nuevo ciclo de violencias y rencores. A la llamada democracia española siempre la lastran dos temores: el temor a la presencia abierta de la calle y el temor a la descomposición del Estado como herramienta al servicio de unos intereses reducidos y excluyentes. Los socialistas fueron las víctimas más importantes de la Restauración; hoy son los victimarios de una democracia que rechaza integrar en el juego institucional a las fuerzas nacionalistas y a los movimientos sociales que luchan contra un sistema perversamente autocrático. Dos transiciones coronadas han llevado a esta situación en que la paz social fue imposible antes y está tornándose imposible ahora.
¿Análisis de las elecciones? Hagámoslo, quizá con una sola y necesaria pregunta: ¿por qué esa tendencia de los españoles a dejarse las alas en los cazamariposas?