La ley encierra al hombre o a la mujer que roba el ganso de los pastos comunes pero deja libre al más villano que roba los pastos comunes al ganso. Estaba la otra mañana echado en la cama, escuchando las noticias de la radio, cuando de repente se pudo escuchar la reconfortante voz calma de […]
que roba el ganso de los pastos comunes
pero deja libre al más villano
que roba los pastos comunes al ganso.
Estaba la otra mañana echado en la cama, escuchando las noticias de la radio, cuando de repente se pudo escuchar la reconfortante voz calma de nuestro Primer Ministro, John Howard. Entre sus observaciones sobre algún que otro tema, dijo «Nada es siempre gratis y, en todo caso, no debería serlo»; que brotó de sus labios como si fuera una obviedad. Por supuesto, nada es siempre gratis, y no debería serlo. Y, de hecho, muchas cosas acostumbraron antaño a ser gratis y algunas todavía lo son. Mientras que otras deberían serlo: se llaman bienes comunes.
Uno de los primeros y también mejores libros que he leído sobre la crisis ecológica y social es un libro titulado «¿El futuro común de quién?» publicado por los editores de la revista «The Ecologist». Es una mordaz respuesta al Informe Brundtland titulado «Nuestro futuro común», que resultó de la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro de 1992 (CNUMAD, Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo).
Hay un pasaje de este libro que se me ha pegado a la mente y que me parece una de las mejores síntesis de la esencia de los bienes comunes y sobre la lucha que está teniendo lugar para defenderlos:
Lo mejor que se puede decir sobre la Cumbre de la Tierra es que hizo visibles los intereses creados que se interponen en el camino de unas relaciones económicas más éticas y que los lugareños, que se enfrentan a diario a las consecuencias de la degradación medioambiental, aspiran a poder restablecer. El espectáculo de lo bueno y mejor en la CNUMAD, proponiendo «soluciones» que mantendrán su poder y su nivel de vida intactos ha confirmado el escepticismo de aquéllos cuyo destino y modos de vida estaban siendo decididos… Para ellos, la cuestión no es cómo debería ser administrado su medio ambiente, pues cuentan con la experiencia del pasado como guía, sino quién va a gestionarlo y en nombre de qué intereses.
Así pues, el quid de la cuestión se reduce a quién toma las decisiones y en nombre de quién, y a mi modo de ver, esto tiene mucho que ver con la esencia de lo que cuenta y es importante para los bienes comunes.
Un bien común es un recurso (sea físico, espacial o conceptual) que es administrado por la comunidad, para el bien de la comunidad. El problema que surge a continuación es resolver «quién es la comunidad». La respuesta siempre depende del tipo de recurso del que estemos hablando.
Hay un mito, muy difundido y, en cierto modo, romántico de que los «bienes comunes», por definición, carecen de líneas divisorias y están a disposición de todo el mundo. Sin embargo, si nos fijamos en uno de los ejemplos más célebres de bienes comunes, nos damos cuenta de que, por lo general, no fue así. En las tierras comunales de Inglaterra, los pastos comunes eran administrados por la comunidad y por el bien de la misma. Pero la comunidad no se extendía a todo el mundo, ni siquiera a toda la sociedad inglesa. Era un bien común para los habitantes de aquella región geográfica concreta. La administración de los bienes comunes estaba mediada por las relaciones sociales en la comunidad. Todo el mundo, en aquella comunidad, se beneficiaba de los bienes comunes y, por tanto, todos estaban interesados en su gestión. Pero eran responsables por el uso (o mal uso) que hicieran de esos bienes en el seno de las relaciones sociales de la comunidad de la que formaban parte.
El régimen de gestión comunal consta fundamentalmente de gente que tiene derecho de acceso a unos recursos y que puede tomar decisiones acerca de los mismos, en la medida en que ellos se vean afectados por tales decisiones. Si no vas a verte afectado por tal decisión, entonces no tienes derecho a participar. Si te afecta, entonces sí tienes ese derecho. En este sentido, el sistema comunal es la encarnación de la democracia directa y participativa, y de la autogestión.
El molesto problema que los bienes comunes representan para el capitalismo es que no son propiedad de nadie. Y si algo no puede ser propiedad de nadie, ¿cómo se le puede asignar un valor? Si algo no tiene valor mercantil, ¿cómo se puede robar? O más concretamente, ¿por qué querrías robarlo si no puedes vendérselo a alguien más tarde por un precio más alto? Si el capitalismo tiene alguna esencia, entonces toda la experiencia acumulada durante el último siglo parece indicar que esa esencia es la apropiación de la riqueza de los más por los menos. Por supuesto, apropiación es tan sólo una palabra fina para decir robo. Y este proceso de desfalco está necesariamente precedido por un proceso de cercamiento, de poner límites y asignar valor a los recursos que caigan bajo dichos confines.
El proceso de cercamiento de las tierras comunales en Inglaterra está ampliamente documentado. Para poder desarticular el sistema de gestión comunal que procuraba el sustento de tantas comunidades rurales en Inglaterra, la aristocracia introdujo una serie de «leyes de cercamiento» que establecían, en la práctica, lindes alrededor de tierras (o levantaban cercas) para que así pudieran tener algún valor definido y poder ser redistribuidas en tanto propiedad privada.
De manera que, si uno está interesado en predecir dónde se va a dar la próxima gran transferencia de riqueza desde el control público a las manos privadas, lo que hay que hacer es fijarse en los procesos de cercamiento. En la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII fue el proceso de cercamiento de las tierras comunales. Hoy en día, la privatización de los recursos comunes y su defensa son muy distintas.
Hoy en día, muchas de las luchas más importantes sobre los bienes comunes están relacionadas con las nuevas tecnologías, como la tecnología de la información, la biotecnología y la nanotecnología. En el pasado, la tierra era la base primaria de la riqueza económica. De ahí la importancia de controlar la tierra. Hoy en día, en nuestra economía, el fundamento de la riqueza ha experimentado un gran cambio y continúa cambiando. Hemos ido de la revolución agrícola en el siglo XVIII (a la que acompaña el cercamiento de las tierras comunales), a la revolución industrial en el siglo XIX (a la que acompaña el desarrollo del sistema de patentes de la propiedad intelectual), a la revolución de la información en el siglo XX (con la expansión del sistema de patentes y de la propiedad intelectual) y ahora a las revoluciones biotecnológica y nanotecnológica, junto con las patentes de materia viva y ahora patentes de la materia.
A medida que la riqueza económica ha pasado a ser más móvil y se ha mundializado, la lucha por los bienes comunes se ha vuelto también más general. La naturaleza global de la información y de las relaciones comerciales, así como el surgimiento de los problemas medioambientales mundiales tales como el cambio climático y el agujero en la capa de ozono, añaden otro estrato de complejidad y abstracción en términos de administración, privatización y protección de los bienes comunes.
Cuando, hoy en día, pensamos en la protección de los bienes comunes, la primera imagen que nos viene a la mente es una anclada en la historia: la de los sin tierra del Brasil, que ocupan explotaciones comerciales para destinarlas a la producción de alimentos. Pero gran parte de las luchas más importantes son menos románticas que la anterior y su orientación política menos obvia.
Internet es un bien común recién creado, cuya faceta más conocida es el movimiento de «software de código abierto». Éste es un bien común que está amenazado en diversas formas, que los analfabetos tecnológicos como yo mismo a penas podemos entender.
¿Banda ancha y frecuencias de radio? ¿Quién llega a determinar quién tiene acceso a estos recursos comunes y a qué precio y en interés de quién? Las grandes multinacionales no han adquirido el derecho exclusivo a las ondas hertzianas por ósmosis. Lo consiguieron mediante el establecimiento de reglas, definiendo límites, por un proceso de cercamiento, que es lo que ha dado lugar a derechos de acceso exclusivos para el ya todopoderoso conglomerado mediático.
De la revolución biotecnológica se ha pregonado a diestra y siniestra que va a ser la próxima revolución industrial, y, sin duda, ha sido precedida por el desarrollo de las patentes de seres vivos. Al igual que los otros casos, el cercamiento ha tenido lugar sin que los medios de comunicación hicieran mucha publicidad de ello, la mayoría de la gente no tuvo noticias de lo que estaba ocurriendo y mucha gente todavía no se ha enterado.
La idea de las patentes y de la propiedad intelectual ha existido desde hace mucho tiempo. Galileo Galilei recibió una patente en 1594 por una bomba de agua tirada por caballos. En el siglo VII antes de Cristo se concedía a los cocineros un monopolio de un año por sus nuevas recetas. Los derechos de autor o patente son los únicos derechos incluidos en la Constitución estadounidense (la Carta de Derechos fue adoptada más tarde en un documento separado) (*). Pero lo que es nuevo en la actualidad es el extremo en que se han extendido las patentes (los monopolios).
Todos los límites han sido progresivamente franqueados. En 1873, se le concedió a Louis Pasteur la patente estadounidense número 141.072 por una variedad de levadura; fue la primera de varias patentes sobre organismos vivos. Sin embargo, la patente era por el uso del organismo en un proceso, no por el organismo en sí.
En 1972, un investigador de General Electric solicitó una patente en los EEUU por un microorganismo del suelo genéticamente manipulado que servía para limpiar derramamientos de petróleo. Finalmente, después de varias denegaciones y apelaciones por parte de la oficina de patentes, en 1980, el Tribunal Supremo de los EEUU, en una decisión 5 contra 4 (Diamond contra Chakrabarty), concedió que un organismo vivo modificado por el ser humano es patentable (1). Y en 1988, se otorgó la primera patente de un animal: para el oncoratón de Harvard (2).
La ampliación de la protección de las patentes a los organismos vivos y sus partes, ha abonado el terreno para el próximo gran golpe. La biodiversidad, que el sistema capitalista e industrial ha tratado frenéticamente de destruir en el último centenar de años, ahora es vista como la plataforma desde la que lanzar la próxima revolución industrial, y está incrementando rápidamente su valor. La infraestructura para el cercamiento está establecida y nuestra herencia genética (la diversidad biológica que constituye y sostiene la riqueza de la vida en el planeta) ya está al alcance del mejor postor. Equipos de investigación de algunas de las multinacionales más poderosas del mundo están rastreando la superficie terrestre para apropiarse de cualquier información genética potencialmente valiosa y registrando patentes sobre cualquier cosa, desde líneas celulares de indígenas de Papúa Nueva Guinea, a semillas de alimentos básicos.
La comida es un ejemplo interesante. Gran parte de la gente no piensa que la comida sea un bien común. Para ser exactos, gran parte de la gente de nuestra cultura en realidad no piensa de dónde proviene lo que comemos en absoluto. Pero gran parte de lo que comemos hoy en día ha sido desarrollado a lo largo de miles de años por granjeros y campesinos en diferentes partes del mundo. Es correcto decir que la comida crece en las plantas pero muchos alimentos no surgieron por accidente, sino que fueron desarrollados deliberadamente. La diversidad genética de lo que comemos es realmente un recurso común. Ha sido gestionado mediante relaciones recíprocas entre campesinos durante milenios: cultivando, desarrollando y compartiendo semillas.
La combinación de los derechos de autor de los ingenieros de semillas y de las patentes de organismos vivos ha hecho posible que la comida sea parcialmente cercada y privatizada. El desarrollo de comida genéticamente modificada y, en particular, de la «tecnología terminador» (la creación de semillas estériles) es un ejemplo extremo de esta tecnología.
Pero el proceso de cercamiento y mercantilización de los productos agrícolas está también fuertemente impulsado, e incluso es en cierto modo dirigido por el proceso de cercamiento de nuestra imaginación, alterando nuestros deseos y nuestra manera de pensar acerca de la comida.
Los productos biológicos espontáneos son parte de nuestra herencia común, y son difíciles de privatizar (pese a los agresivos intentos de conseguirlo) porque crecen libremente en las plantas y en la tierra. Sin embargo, las multinacionales pueden crear una demanda, de hecho, una adicción, por los alimentos procesados y sintéticos que no puede ser fácilmente replicada por la gente corriente, y pueden tener marcas registradas o disfrutar de otro tipo de protección monopolística. Así pues el proceso de cercamiento de nuestros alimentos comunes no solamente sucede mediante un aumento del control monopolístico de las semillas, sino también mediante el control social de lo que pensamos sobre la comida y sobre lo que queremos ingerir, mediante la limitación de nuestra imaginación colectiva.
Por ejemplo, mucha gente ya no está dispuesta a consumir fruta que tenga magulladuras o verduras con gusanos. Así, la fruta y las verduras están fuera de la dieta de un número creciente de personas cuyo sustento proviene casi exclusivamente de comida altamente procesada mediante procesos industriales. Un cambio semejante es también evidente en países tales como la India, donde la mayoría de las personas subsisten al margen de la economía (es decir, cultivan su propia comida y comercian en la comunidad) pero donde se utilizan las técnicas publicitarias con gran eficacia para animar a la gente para que abandone los sistemas de producción tradicionales y adopten el papel más pasivo de los consumidores de alimentos procesados.
Nuestro sistema industrial agroalimentario representa un experimento humano sin precedentes, en el que prácticamente una generación entera va a crecer con solamente un entendimiento superficial sobre de dónde proviene la comida y que serán en gran medida incapaces de producirla. A medida que pase el tiempo, la limitación de nuestra imaginación se verá reforzada por la falta de experiencia y habilidades, con lo que se asegurará la efectiva privatización de la comida, mediante monopolios legales o «monoculturas de la mente» como diría Vandana Shiva.
La última frontera es patentar la materia (los ladrillos de nuestro universo) para así allanar el camino para la inversión en la revolución nanotecnológica. Ya existen patentes de elementos (americio y curio, concedidos a Glenn Seaborg) y todo el mundo parece estar de acuerdo en que también se pueden patentar incluso elementos ya existentes.
Los científicos están manipulando la materia en la escala nanométrica (una billonésima de metro) y están descubriendo que materiales comunes asumen propiedades radicalmente diferentes. Al igual que con la ingeniería genética, argumentan que los nanomateriales son nuevos y diferentes para así conseguir patentes, pero luego dicen que estos materiales son, de hecho, lo mismo que se ha estado utilizando durante milenios con tal de evitar reglamentaciones y tests de seguridad. Hasta el momento esta estrategia parece estar funcionando.
Se están edificando los cimientos de la industria nanotecnológica con una media de 3.000 nuevas nanopatentes cada año: alrededor de un 90% se solicitan en los EEUU. Si las anteriores revoluciones tecnológicas sirven de precedente, la revolución nanotecnológica resultará otra vez en la transferencia sistemática de riqueza desde los muchos a los pocos, mientras los bienes comunes son cercados y apropiados.
La lucha de los bienes comunes contra el cercamiento es una lucha histórica que todavía prosigue. El campo de aplicación ha pasado de la tierra a las ideas, a la comida, el agua… hasta los ladrillos de la vida y de la materia. Entre los nuevos cercamientos, sin embargo, se ha producido un resurgir de la creación de bienes comunes (o bienes comunes creativos) y de las redes de resistencia. El movimiento de software de código abierto ha desafiado a los críticos y ha emergido como una contrapartida política y económicamente de peso contra Microsoft y otras patentes monopolísticas. Y como los saltadores de vallas y okupas en el mundo físico, el mundo cibernético ha dado expresión a miles de maneras de socavar la propiedad intelectual.
Nuestro reto es resistir el cercamiento de nuestra imaginación, imaginar nuevas maneras de reivindicar y crear pastos comunes. Puesto que los bienes comunes no son estáticos. No hay una cantidad fija de recursos comunes. Son creados y renovados continuamente por gente en las comunidades de todo el mundo. Entretejidos como un tapiz cambiante e interminable. Tenemos que ser lo suficientemente audaces para recordar nuestra herencia común. Tenemos que estar alerta para localizar nuevos cercamientos para poderlos llamar por lo que son: un robo. Y necesitamos imaginar no solamente nuestro futuro común, sino también nuestros bienes comunes futuros.
Para conmemorar esta resistencia que ya está ocurriendo, me gustaría compartir un poema que captura el espíritu de los bienes comunes creativos, un poema de código abierto…
Este poema es copyleft, eres libre de distribuirlo y de difundirlo,
desmantelarlo y maltratarlo, reproducirlo y mejorarlo, utilizarlo para tus propios fines
y ponerle tu propio final.
Éste es un poema abierto. Que se encuentra en el dominio público.
Aquí está el código fuente, el resto te corresponde a ti darle forma,
tensarlo y doblegarlo, salpimentarlo si quieres,
compartirlo con tus amigos.
Puesto que no escribí este poema, lo he moldeado.
He recogido unas líneas al tuntún y las he replegado mientras pasaba por ahí,
he rescatado unas cuantas ideas sueltas, de camino al vertedero,
y he encontrado un buen uso para los fragmentos residuales.
Porque, párate a pensar por un momento,
no te puedo contar nada que sea realmente nuevo.
Tan sólo puede haber unas pocas ideas más a las que poder llegar.
Así pues, ¿deberíamos tratarlas como rarezas?
¿o bien como anomalías altamente preciadas?
¿Hacer prospecciones en las reservas árticas o en otros hábitats delicados a ver si se encuentran nuevas ideas enterradas debajo del permafrost?
¿Capturarlas en otras culturas hasta que éstas se hayan desvanecido, para después sofocarlas con la protección de una patente?
¡No! Deberíamos reutilizarlas o reciclarlas.
Apilemos en lo alto, en nuestros espacios públicos,
ideas que estén más allá de nuestra imaginación.
Así que saco una rima de aquí y un ritmo de allá, un verso acá y una línea acullá,
las paso por el tamiz, enrollo las palabras, añado una broma,
y allí va, tenemos un porrillo, ¿acaso no te hace volar en lo alto?
Este poema se lo debo a Abbie Hoffman, Gil Scott Heron, Jim Thomas y Sarah Jones.
Este poema se lo debo a todas las palabras que he leído y las voces que he escuchado.
Este poema es una composición del intelecto, tuyo y mío.
Este poema ¡ES UN ROBO!, cada vez.
Porque la propiedad intelectual es un robo y la piratería la única defensa que nos queda contra la policía del pensamiento.
Cuando ningún pensamiento es nuevo, tan sólo uno recreado,
refinado, replanteado y reproducido.
La revolución será plagiada.
La revolución no sucederá si nuestras ideas están patentadas por las multinacionales.
Así que ROBA ESTE POEMA.
Tómalo y utilízalo para tus propios fines y ponle tu propio final.
Este poema es copyleft. Todo los derechos han sido revertidos. (robado de Claire Fauset)
Nota de traducción:
(*) De ahí que se conozca a la Carta de Derechos como las «diez enmiendas» de la Constitución.
Notas en el original:
(1) Diamond vs Chakrabarty, 477 U.S. 303 (1980).
(2) Patente estadounidense núm. 4.736.866 (U.S. Patent and Trademark Office).
ZNet en español enero 2006
Título original: Reclaiming Commons – Old and New
Autor: John Hepburn
Origen: Znet Ecology; Jueves 15 de Setiembre, 2005
Traducido por Maite Padilla y revisado por Miguel Montes
http://www.zmag.org/spanish/0106hepburn.htm