Hemos logrado alterar el sabio equilibrio de la naturaleza. Siempre ha habido inundaciones, altas temperaturas, nevadas copiosas y demás fenómenos naturales que nos incomodan como exigentes inquilinos del planeta. El problema es que su frecuencia e intensidad aumentan de un modo alarmante y resultan muy dañinos para el propio ecosistema. Con todo esto nos preocupa bastante menos que nuestra comodidad. Después de todo, si hace calor podemos recurrir al aire acondicionado, atiborrar las playas o cambiar de aires un tiempo. No vemos más allá de nuestras narices, obcecados como estamos por mantener unos hábitos que lograrán arruinar la morada común de los terrícolas.
Los datos alarmantes van acumulándose desde hace mucho tiempo. Algunas especies van desapareciendo al modificar su entorno. Pavorosos incendios arrasan terrenos que arden como la yesca por una pertinaz sequía. Tifones y vientos huracanados arrancan todo cuanto encuentran a su paso. Nevadas intempestivas paralizan durante días el dinamismo de ciudades donde no se puede circular. Nos siquiera somos capaces de pronosticar esas inclemencias y tomar medidas que puedan paliar sus efectos. Las inercias de nuestras costumbres, aliadas como los intereses económicos de grandes corporaciones, nos impiden afrontar una emergencia climática que no admite más demoras. No escuchamos a los movimientos que intentan sensibilizarnos y lo pagaremos muy caro.
Cada cual debe contribuir en la medida de sus posibilidades a paliar lo que promete aniquilarnos como sociedad e incluso en cuanto especie
Ni siquiera en medio de un conflicto bélico, y tras vivir las restricciones impuestas por una duradera pandemia, hemos logrado sensibilizarnos para tomar medidas que intenten revertir el proceso del inquietante cambio climático. Se hacen cumbres donde cuesta elaborar planes globales conjuntos que ya nacen ineficaces y por añadidura no siquiera se cumplen. Negamos las evidencias porque nos resultan tan incomodas como inaceptables. Por eso las decretamos increíbles. El argumento es que siempre ha hecho calor y ha llovido torrencialmente. Sin embargo, su frecuencia e intensidad son inusitadas y se superan todos los registros. Las altas temperaturas baten récords y las olas de calor se suceden con una duración inaudita.
La sequía, los incendios y demás inclemencias abren nuestros informativos, pero quedan relegados al olvido un instante después y se ven difuminadas por las frivolidades más estúpidas que podamos imaginar. En lugar de conjurarse para buscar acuerdos urgentes, los partidos políticos no dejan de mirarse sus ombligos, haciéndose pasar por el centro del universo. No se allegan rigurosos estudios que busquen aportar soluciones. Lo único que profieren son insultos destinados a desacreditar al adversario, incluso cuando éste decide adoptar algunas de tus taras propuestas. El rencor es un veneno que nos intoxica con la idea de perjudicar al otro e imaginar que desaparecerá porque nosotros ingerimos el veneno de la venganza perpetua. Nos ciega el anhelo de querer dejar tuerto al otro, sea quien sea ese otro.
Han sonado todas las armas y los peores vaticinios van cumpliéndose con creces anticipadamente. Pero nos resistimos a interiorizar las dimensiones de un problema que nos afecta en cuanto especié. Por supuesto todavía más a unos peor situados geográfica o socio-económicamente. Las aglomeraciones aeroportuarias no existen para los jets privados y a otra escala esa falta de percepción también se da entre clases más o menos acomodadas que pueden ir esquivando las inclemencias viajando a otra residencia por ejemplo. Hay negocios que minimizan los riesgos y encuentran exageradas las alertas, porque tomárselo en serio supondría reducir drásticamente unos beneficios comparativamente obscenos.
Las reflexiones que valen para el cambio climático también valen para lo tocante a una desigualdad extrema. El progresivo desarrollo empobrecimiento de una inmensa mayoría corre paralelo a un sideral enriquecimiento de unos pocos. Quienes acaparan recursos y cuentan con patrimonios inabarcables acostumbran a influir en las elecciones, la elaboración de las agendas políticas y la toma de las decisiones más cruciales. Doblan el brazo a los gobiernos democráticos, amenazando con irse a otro emplazamiento, si no se aceptan sus condiciones al pie de la letra. Explotan a sus asalariados y su contrición fiscal se filtra por el alambique de las ingenierías financieras.
Mirar hacia otro lado es un mecanismo psicológico que nos permite sufrir menos y tomarnos un respiro para recobrar fuerzas. Esto tiene sentido a nivel individual, cuando nos desbordan los problemas y requerimos recobramos. Pero es absurdo adoptar esta postura desde un punto de vista colectivo. Retrasar el coger a toro por los cuernos tan sólo agrava unas problemáticas cuyo afrontamiento no admite más demoras. Cada cual debe contribuir en la medida de sus posibilidades a paliar lo que promete aniquilarnos como sociedad e incluso en cuanto especie.