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Por qué relocalizar la extracción de minerales críticos en el Norte global no es justicia climática

Fuentes: Viento Sur [Imagen: Imagen de la Plataforma Salvemos la Montaña de Cáceres]

Escasez de gas en Asia y Europa. Un paquete de inversiones climáticas paralizado en el Congreso de Estados Unidos. El coste de las tecnologías renovables aumentando en todo el mundo tras décadas de descenso constante. 2021 fue el año en el que la transición energética chocó con el atasco en las cadenas de suministro —todo ello en medio de la […]

Escasez de gas en Asia y Europa. Un paquete de inversiones climáticas paralizado en el Congreso de Estados Unidos. El coste de las tecnologías renovables aumentando en todo el mundo tras décadas de descenso constante.

2021 fue el año en el que la transición energética chocó con el atasco en las cadenas de suministro —todo ello en medio de la aceleración de la devastación climática y una brutal pandemia sin final a la vista. «Energía renovable» y «cadenas de suministro» no son conceptos que solamos ver juntos. Esto se debe, en parte, a que las fuentes de energía renovable, como el sol, el viento y la geotermia, están más distribuidas por la Tierra que los combustibles fósiles, que deben recorrer grandes distancias para llegar a los consumidores.

Pero el aprovechamiento de la energía libre de carbono también requiere procesos de producción que atraviesan el mundo. Y esta producción económica comienza con los minerales extraídos de la corteza terrestre: litio, cobalto, elementos de tierras raras, grafito, hierro, níquel, bauxita y otros.

Mientras los defensores de la acción por el clima se centran, con razón, en reducir drásticamente las emisiones manteniendo el petróleo, el carbón y el gas bajo tierra, las empresas y los gobiernos de todo el mundo tienen la vista puesta en los recursos que deben salir de la tierra para que funcionen los sistemas de energía renovable. La Agencia Internacional de la Energía (AIE) prevé un aumento vertiginoso de la demanda de los denominados minerales críticos, un término de origen militar-industrial en los inicios del siglo XX que ha sido recuperado para la economía verde del siglo XXI.

Estos minerales son ahora el terreno de la geopolítica. O —quizás, mejor dicho— de la geoeconomía: la mezcla de seguridad nacional y política económica. Visto a través de una lente geoeconómica, las cadenas de suministro de las tecnologías verdes, como los paneles solares y las baterías de litio, son campos de batalla de una competencia interestatal de suma cero.

Durante décadas, como parte de la globalización neoliberal y sus principios de libre comercio, movilidad de capitales y desregulación, los gobiernos de los países del Norte global han deslocalizado la fabricación y la extracción hacia el Sur global y han sustituido estos sectores por el sector servicios, el sector inmobiliario y las finanzas. Todo ello al mismo tiempo que han ido reduciendo la capacidad industrial de sus propios estados. Ahora, se esfuerzan por alcanzar a una China en ascenso, con densos ecosistemas de fabricación e innovación de tecnología verde, y acceso a las materias primas del mundo a través de sus empresas de propiedad estatal y privada interrelacionadas.

En respuesta, Estados Unidos y la Unión Europea han adoptado un paradigma político inusual: la relocalización de la extracción de minerales críticos. En una aparente inversión de décadas de deslocalización de sectores tóxicos y socialmente conflictivos como la minería, los dos bloques están atrayendo a las empresas extractivas para que se instalen dentro de sus fronteras. Esto es especialmente destacable en el caso del litio. Como material insustituible en las baterías recargables que alimentan los vehículos eléctricos y almacenan la energía solar y eólica en las redes renovables, el litio es un ingrediente esencial para la transición energética. La AIE predice que la demanda de litio crecerá un 4.200% de aquí a 2040. Las instituciones de Estados Unidos y la Unión Europea, así como los Estados miembros de la UE, están ofreciendo lucrativos incentivos a las empresas de litio, que van desde la agilización de los procesos de autorización hasta las subvenciones, la financiación directa y el «de-risking» (políticas públicas que protegen a los inversores del riesgo financiero o político).

Esto representa un consenso emergente sobre los minerales críticos: la creencia de que la relocalización del litio, junto con incentivos similares para las empresas de baterías y vehículos eléctricos, permitirá el dominio de la cadena de suministro de principio a fin. Una poderosa cámara de resonancia ha contribuido a consolidar este consenso, compartido por think tanks, grupos industriales como la Asociación Nacional de Minería de Estados Unidos, la Asociación de Transporte de Emisiones Cero de Estados Unidos y la Asociación Europea de Fabricantes de Automóviles, y las más altos esferas de la elaboración de políticas públicas en Estados Unidos y la Unión Europea, y que ha sido amplificado en los medios de comunicación occidentales.

Para complicar aún más este panorama global, la competencia interestatal no es el único escenario de conflicto sobre los minerales críticos. La extracción de litio ha avivado la resistencia popular en muchos países. Esto es especialmente evidente en Chile, el segundo mayor productor de litio del mundo, donde la extracción de litio ha puesto en peligro el acceso al agua, ha amenazado la biodiversidad y ha violado los derechos de los pueblos indígenas. A medida que la frontera del litio se expande, también han surgido protestas en Estados Unidos y Europa.

El mapa emergente de la extracción de litio plantea un reto para la justicia global. Aunque atraer la extracción al Norte global parece aliviar los daños de la extracción en el Sur global, en realidad puede hacer poco para garantizar una transición energética globalmente justa.

El giro hacia la relocalización es una coyuntura confusa para la izquierda de Occidente. A primera vista, la relocalización de la extracción hacia el Norte global parece ser un acuerdo más justo que la globalización neoliberal. Desde los levantamientos populares de los años 90, como el de los zapatistas en México y la Batalla de Seattle, los activistas llevan mucho tiempo criticando ese paradigma económico por su brutal explotación laboral y sus devastadoras consecuencias sociales y medioambientales, especialmente en los países de bajos ingresos. Estos daños son el resultado de las características estructurales de la economía global, incluyendo la libre circulación de capitales, las cadenas de suministro extensas y opacas, y la carrera a la baja en la regulación.

Reflejando estas preocupaciones, los responsables de los gobiernos de Estados Unidos y de la Unión Europea justifican este giro como una forma de crear puestos de trabajo, revitalizar las zonas desindustrializadas que han sido duramente golpeadas por los acuerdos de libre comercio y someter las tecnologías verdes a rigurosas normas medioambientales y laborales desde la mina hasta la fábrica. (Algunos think tanks de izquierdas y sindicatos han articulado sus propias versiones más progresistas sobre la relocalización de las cadenas de suministro de baterías y vehículos eléctricos).

Mientras tanto, la perspectiva de ubicar la minería del litio en países como Estados Unidos, Alemania y el Reino Unido puede parecer una rectificación de los errores históricos —y actuales. A partir de un patrón profundamente arraigado que los académicos denominan «intercambio ecológico desigual«, las economías del Norte global se han beneficiado durante mucho tiempo de la tierra, el trabajo, las materias primas y las fuentes de energía del Sur global. Y la extracción suele ser violenta: en todo el mundo, los defensores de la tierra y del medio ambiente arriesgan sus vidas frente a la represión estatal y empresarial. Las empresas mineras que suministran a los de sectores de energías renovables tienen un alarmante historial de presuntas violaciones de los derechos humanos.

Sin embargo, hay razones para preocuparse por la relocalización de la minería en el Norte global. En primer lugar, el impulso de esta política debería invitar al escepticismo. Aunque algunos ecologistas podrían aplaudir la competencia interestatal para producir tecnologías de energía renovable, tácticas como las guerras comerciales, las sanciones económicas y las amenazas de «desvinculación» de las cadenas de suministro chinas aumentan las tensiones geopolíticas en un momento en que la cooperación mundial es más necesaria que nunca.

En segundo lugar, el nacionalismo económico recurre hábilmente a los agravios que ha sufrido la clase trabajadora al mismo tiempo que oculta el conflicto de clase, apelando a la existencia de un supuesto interés nacional por encima de los intereses opuestos de empresarios y trabajadores. Sin embargo, la relocalización del litio, por ejemplo, adopta la forma de subvenciones a empresas multinacionales financiadas a través de impuestos. Lo cual no está claro si beneficiará realmente a los trabajadores.

En tercer lugar, no debemos dar por sentado que las normativas medioambientales y laborales son más estrictas, ni que la minería es más responsable en el Norte global por estos motivos. Los países enriquecidos tienen sus propias debilidades normativas. Por ejemplo, en Estados Unidos, la ley que regula la minería en terrenos públicos data de 1872, no contiene ninguna disposición medioambiental y facilita la exploración de yacimientos minerales valiosos sin consultar ni informar a las comunidades indígenasdespojándolas de territorios utilizados para la caza, la recolección de plantas medicinales o las ceremonias culturales. O miremos a España y Portugal, donde están en marcha los planes de expansión del litio: ambos países tienen las regulaciones más débiles sobre los protocolos de seguridad para las escombreras, donde se almacenan los residuos mineros tóxicos, de cualquier jurisdicción con tales regulaciones en el mundo. (Y las regulaciones existen en casi todos los lugares del mundo en los que hay escombreras).

En cuarto lugar, Estados Unidos y la UE no son monolitos. Sus poblaciones no se benefician por igual del intercambio desigual con el Sur global, ni pagan por igual los costes medioambientales de la relocalización en el Norte global. Como han demostrado desde hace tiempo los académicos de la justicia ambiental, la contaminación —ya sea de una mina, una central eléctrica o una carretera— afecta de forma desproporcionada a los sectores de la población más desfavorecidos, desde los Apalaches hasta lo que se ha denominado el «callejón del cáncer» en Luisiana. Esta tendencia se aplica también sobre la extracción relacionada con la transición energética. Por ejemplo, un informe de 2021 reveló que, en Estados Unidos, el 79% de las reservas y recursos de litio se encuentran ubicadas dentro de 35 millas de reservas indígenas.

El proyecto propuesto para la mina de litio de Thacker Pass en Estados Unidos —que afectaría a la colonia india de Reno-Sparks, a la tribu Paiute de Burns y a la tribu Paiute-Shoshone de Fort McDermitt— se encuentra en un valle con paisajes marcados por casi un siglo de minería de mercurio, plagado de pozos abandonados que suponen graves riesgos para la salud. La región del norte de Portugal en la que se pretende ampliar la extracción de litio está salpicada de minas de oro y estaño/tungsteno abandonadas, cuyos residuos tóxicos siguen vertiéndose en el agua y el suelo. En Serbia, donde el grupo minero anglo-australiano Rio Tinto tenía planes para extraer litio antes de que las protestas los desbarataran, sufre uno de los niveles más altos de contaminación atmosférica de Europa, debido en parte a las centrales eléctricas de carbón, la producción petroquímica y otras actividades extractivas. En los tres países, los proyectos de litio propuestos han suscitado reacciones populares, desde campamentos de protesta cerca de Thacker Pass hasta grandes manifestaciones en Portugal y, más recientemente, en Serbia.

Estas protestas añaden un quinto obstáculo a la afirmación de que la relocalización de la extracción al Norte global es una forma de justicia. Los activistas que se enfrentan al extractivismo en Estados Unidos y Europa se están organizan cada vez más con los del Sur global a través de redes transnacionales como Sí a la Vida, No a la Minería, que establece vínculos transfronterizos entre las comunidades afectadas. Este auge de un activismo transnacional demuestra el que la relocalización en el Norte global no está sustituyendo en absoluto a la extracción en el Sur global.

Esto se debe a que la demanda global de minerales críticos está creciendo, lo que hace que los precios aumenten y que sea rentable ampliar e intensificar la frontera extractiva. En combinación con el impulso de los gobiernos a la relocalización, esto significa nuevas minas en el Norte global junto con una extracción más voraz en el Sur global. De hecho, la demanda de litio está aumentando tan rápidamente que podría producirse una «escasez estructural» tan pronto como este año, según Benchmark Mineral Intelligence.

Atraídos por una combinación de precios elevados y apoyo gubernamental, los productores de litio del Sur global (Argentina y Chile), del Norte global (Australia) y de países que escapan de este binarismo (China) están aumentando la producción, mientras que los nuevos proyectos de litio se encuentran en diversas fases de desarrollo en todo el mundo (incluyendo Bolivia, Portugal, España, Alemania, Estados Unidos, Canadá, México, Gran Bretaña y, más especulativamente, Afganistán). El resultado es una auténtica mina «planetaria«.

La relocalización en el Norte global no repara las formas de daño medioambiental que se producen desproporcionadamente en el Sur global. Permite que esos daños continúen, junto con otros nuevos que afectan principalmente a las poblaciones oprimidas de los países enriquecidos. Incluso si la relocalización consiguiera trasladar por completo la extracción —y no hay indicios de que vaya a hacerlo—, a menos que vaya acompañada de la reparación del medio ambiente o de alternativas económicas para las comunidades mineras, el hecho de apartar las inversiones fuera del Sur global podría ser perjudicial en sí mismo.

Las zonas extractivas no necesitan el abandono y la desinversión, sino una transición justa hacia otro modelo económico global.

Los enfoques actuales de transición hacia las energías renovables son muy intensivos en recursos. Por esta razón, Sí a la Vida, No a la Minería, así como muchos grupos ecologistas y de derechos humanos, como Earthworks y Amnistía Internacional, abogan cada vez más por reducir la minería de una vez por todas. No basta con dejar los combustibles fósiles bajo tierra. Reconocen que el mundo necesita un ajuste de cuentas más amplio con los pilares extractivistas del capitalismo global.

En opinión de estos movimientos y ONG, eltraslado de la minería de un lugar a otro no aborda las causas fundamentales de la extracción depredadora: las políticas, las prácticas cotidianas y los modos de producción y consumo que requieren un flujo constante de materias primas. Para frenar la incesante expansión de la frontera extractiva, sus propuestas exigen el reciclaje obligatorio y la recuperación de materiales, el impulso del transporte público colectivo y las ciudades sin automóviles, moratorias en los ecosistemas vulnerables, y la aplicación de los derechos de consentimiento de la comunidad (en particular, el derecho de los pueblos indígenas a la consulta y el consentimiento previos —como se reconoce en múltiples convenios internacionales— antes de que se tomen las decisiones).

Estos enfoques alternativos harían mucho más que cambiar los combustibles fósiles por las energías renovables. Sin embargo, incluso en un mundo en el que se redujera radicalmente la demanda de materias primas todavía se requeriría un cierto nivel de nuevas extracciones —al menos hasta que hubiera suficiente materia prima procedente de baterías recicladas y recuperadas para que fuera factible una economía totalmente circular. (Las investigaciones estiman que, en las próximas dos décadas, el reciclaje podría sustituir entre un cuarto y un 55% de la extracción de minerales críticos). Esto plantea otro reto espinoso: a corto plazo, y una vez agotadas todas las estrategias de reducción de la demanda, ¿es posible extraer el litio y otros minerales de forma que se maximice la justicia social y medioambiental? No hay una receta sencilla en este caso.

La minería, según la vívida expresión de la historiadora Gabrielle Hecht, está «invirtiendo el planeta»: altera los paisajes, los ecosistemas y las comunidades humanas y deja tras de sí enormes cantidades de residuos. Llamar a este proceso «sostenible» o «verde» es despojar a las palabras de su significado. Y en este momento, una potente combinación de actores estatales beligerantes, empresas mineras y automovilísticas en búsqueda de beneficios, y la arraigada dependencia hacia el vehículo individual, prácticamente nos garantiza una transición energética intensiva en minería. Pero eso no significa que debamos perder la esperanza.

Reducir la cantidad de minería necesaria para construir un mundo que funcione con energías renovables exige que se fortalezca la capacidad de contrapeso entre la sociedad civil y el Estado. En primer lugar, esto significa empoderar —y conectar— a las comunidades en ambos extremos de la cadena de suministro. Estudios recientes demuestran que, a pesar de las asimetrías de poder entre las empresas mineras multinacionales y las comunidades a menudo desfavorecidas, los movimientos sociales pueden influir en el destino de los proyectos extractivos.

Especialmente cuando los movimientos se organizan en una fase temprana, antes de que se construya una mina, se apoyan en amplias redes de activistas y utilizan tácticas no violentas pero disruptivas, pueden conseguir resultados como una mayor regulación medioambiental, mayores niveles de participación de la comunidad en la gobernanza minera, la protección de paisajes ecológica y culturalmente importantes y, en algunos casos, la paralización o incluso la suspensión total de los proyectos. Por ejemplo, a finales de enero, y tras meses de continuas protestas, el gobierno serbio se vio obligado a cancelar los permisos de Rio Tinto para un proyecto que habría sido la mayor mina de litio de Europa.

Los gobiernos también tienen un papel fundamental a la hora de configurar el volumen y el impacto de la extracción. Lo que impulsa la demanda de materias primas son las tendencias globales de producción y consumo. En el caso del litio, el impulso principal son los vehículos eléctricos. Las investigaciones existentes sugieren que el cambio hacia el transporte público colectivo, combinado con políticas que reduzcan el uso de los vehículos individuales, reduciría la demanda de litio y permitiría satisfacer la mayor parte con baterías de litio recicladas. Las regulaciones estatales serán clave en este caso, junto con los movimientos que se organicen para exigir una movilidad más justa —la creación de un transporte público que sea fiable, frecuente, accesible y asequible o gratuito.

El transporte público no sólo es lo más justo y equitativo; los estudios demuestran que la inversión en transporte público impulsa la actividad económica general, lo que a su vez amplía la base impositiva. Algunos estudios sugieren incluso que el transporte público gratuito se paga por sí mismo. La forma de financiar el transporte variará de un país a otro, pero al menos en Estados Unidos, mientras la aprobación de la ley que permitiría  financiar mayores inversiones en sistemas de movilidad está bloqueada en el Congreso, las legislaturas estatales pueden canalizar los fondos existentes de la ley de estímulo aprobada por la pandemia en 2021 hacia las administraciones públicas de movilidad.

Además, los gobiernos de toda la cadena de suministro pueden inclinar la balanza imponiendo la consulta y el consentimiento de las comunidades, aplicando procesos rigurosos y transparentes de evaluación del impacto ambiental, supervisando de forma independiente el uso del agua y los niveles de contaminación, obligando a reciclar las baterías y exigiendo a los fabricantes que utilicen metales recuperados, entre otras políticas.

Asimismo, una economía mundial justa requeriría algo más que la reasignación de la carga de los daños causados por la extracción; como demuestra el apartheid de la vacuna COVID-19, también requeriría una redistribución más justa de las capacidades de fabricación con valor añadido y del consumo de los productos finales de la innovación tecnológica verde.

Además de los daños medioambientales y sociales, el hecho de que las comunidades y los trabajadores de los lugares de extracción rara vez se beneficien de los relucientes productos que crean añade un agravio adicional. Es la crueldad cotidiana del capitalismo global: una persona que bebe agua contaminada para que otra, muy lejos, en otra estratosfera de riqueza y estatus, pueda conducir un Tesla. La relocalización, al menos en teoría, tiene como objetivo solucionar esto. Pero los dirigentes del Norte global guardan un sospechoso silencio sobre qué haría falta para que las últimas fases de producción se llevaran a cabo también en los países de bajos ingresos y se retrasan considerablemente en su prometida redistribución de la financiación climática para sufragar las transiciones energéticas —y de las industrias que las alimentan— en todo el mundo.

Esta redistribución se ve obstaculizada por varios factores, como las patentes que protegen los derechos de propiedad intelectual y obstruyen la transferencia de tecnología del Norte al Sur; las instituciones económicas internacionales que prohíben las protecciones comerciales o las subvenciones a las industrias incipientes (a pesar de que el Norte global las utiliza abundantemente en su propio desarrollo económico); y los acuerdos, como los tratados bilaterales de inversión, que dan prioridad a los derechos de los inversores a obtener beneficios por encima de los derechos de los gobiernos soberanos a regular y configurar la actividad económica dentro de sus fronteras. La suavización de cualquiera de estas restricciones, ya sea mediante la democratización de la gobernanza de instituciones como el Fondo Monetario Internacional o la reforma de los mecanismos de resolución de litigios entre inversores y Estados, que permiten a los inversores extranjeros demandar a los gobiernos, daría a los responsables políticos del Sur global el margen de maniobra fiscal y legal necesario para construir sectores manufactureros. Lo mismo ocurriría con la condonación de los crecientes niveles de deuda que aplastan a los gobiernos de los países con bajos ingresos.

Esta reorganización fundamental de la economía mundial puede parecer una idea utópica. Pero en este momento de inestabilidad e incertidumbre mundial, es vital que los movimientos sociales, los políticos progresistas y los expertos en políticas públicas cuestionen el consenso sobre los minerales críticos antes de que se convierta en ortodoxia. Y es igualmente vital imaginar una transición energética renovable diferente, que ponga la justicia en el centro de las cadenas de suministro.

Thea Riofrancos es profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence y forma parte del grupo de ecosocialismo de Democratic Socialists of America (DSA). Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso) y es autora de Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press). Escribió el presente artículo para la revista Foreign Policy, aportando de esta manera un exhaustivo análisis crítico de las actuales dinámicas de relocalización de la extracción de metales en Europa y Estados Unidos, así como sus consecuencias.

Traducción: viento sur

Fuente: https://vientosur.info/por-que-relocalizar-la-extraccion-de-minerales-criticos-en-el-norte-global-no-es-justicia-climatica/