No sé si el referente de «clase obrera» es el mismo para todos ni tampoco tengo datos recientes del voto de las clases trabajadoras españoles, pero es muy probable que el PP, PNV, UPN, CC, PAR, CDC y UDC (y algún grupo más que se me escapa) sean o hayan sido conjuntamente en alguna contienda […]
No sé si el referente de «clase obrera» es el mismo para todos ni tampoco tengo datos recientes del voto de las clases trabajadoras españoles, pero es muy probable que el PP, PNV, UPN, CC, PAR, CDC y UDC (y algún grupo más que se me escapa) sean o hayan sido conjuntamente en alguna contienda electoral no muy lejana los partidos mayoritarios de la ciudadanía trabajadora, es decir, las organizaciones y máquinas electorales que han conseguido obtener y disciplinar más votos de ciudadanos y ciudadanas que consiguen su sustento a través del trabajo asalariado o de personas que forman parte familiarmente de esos mismos grupos sociales.
¿Por qué? Sin olvidar que la clase obrera también ha votado en otras circunstancias históricas a fuerzas de la derecha, o incluso de la derecha extrema, por miedo, conservadurismo, ofuscación o inculcación ideológica, la explicación de esa preferencia electoral -junto con una abstención política creciente, que viene de antiguo en algún tipo de consultas, por simple desinterés-pasa, desde mi punto de vista, por reconocer la derrota cultural y política que ha significado para las clases trabajadoras occidentales, y en general de todo el mundo, la caída del muro, digámoslo así, la desintegración de la URSS y el aplastante dominio cultural y normativo de la cosmovisión liberal, neoliberal, socialdemócrata entregada y sistemas de creencias e ideas afines. Ni el mismo lenguaje que ha usado tradicionalmente la izquierda es hoy comprendido por sectores amplísimos de las gentes trabajadoras. Muchos de sus referentes políticos son hoy nombres sin sentido o sin referencia o, peor aún, simples iconos publicitarios. Si alguien tiene dudas, basta que transite durante dos o tres días por cualquier instituto de secundaria de cualquier barrio obrero de una ciudad española para disipar sus razonables y escépticas posiciones.
Sin olvidar ni menospreciar ejemplos resistentes, asentados frecuentemente en familias comunistas, socialistas o anarquistas antifraquistas o, en otro orden de cosas, en colectivos nacionalistas no españolistas, la penetración política, cultural y normativa de la derecha da pavor y horror y ha causado estragos. Mario Conde y seres afines no sólo fueron referentes de los señoritos universitarios españoles.
A eso se suma un factor conocido pero cuya importancia no es siempre suficientemente valorada: el creciente poder de los medios de inculcación ideológica (determinados programas de TV, parte de la prensa gratuita, la denominada prensa del corazón, la basura desplegada en los nuevos medios) tiene un efecto político letal constatable en amigos y familiares próximos: un porcentaje elevadísimo de las personas que se ganan (y pierden a un tiempo) la vida con su trabajo reciben información a través de esos medios, y no de otros, y a partir de esos datos básicos y esas informaciones sesgadas construyen su visión del mundo y su nociones políticas centrales. Para muchas de estas personas, Internet y los nuevos medios en general, admitiendo que aquí hay desde luego un nuevo campo de batalla cultural, no han significado tampoco por ahora ninguna ruptura, ningún cambio sustantivo. El alimento informativo y formativo hallado y visitado en estos medios transita, generalmente, por los mismos barrancos de inmundicia.
A eso hay que sumar la desolación y desencanto, absolutamente comprensibles por lo demás, de los vértices más politizados de esas fuerzas sociales que han podido comprobar hasta la saciedad que los suyos, sus antiguos camaradas, sus compañeros de años de lucha, sus representantes políticos, se han comportado cuando ha llegado el momento exactamente igual que los demás políticos profesionales: han alcanzado el mismo status, han ganado el mismo dinero, se han codeado con la misma gente, han seguido el mismo tipo de vida, han reído las mismas gracias, les importan cosas muy similares, ante el temblor e indicaciones de los poderosos han actuado de forma idéntica. Etc, largo etcétera. Nos guste o no ha habido una generación de luchadores antifascistas de orientación comunista, no todos ellos sin duda, que no han estado a la altura de las circunstancias sino, cosa muy distinta, a la altura de sus circunstancias.
¿Qué hacer frente a ello? Poco tengo que decir que sea sensato, prudente y que además ayude. Se me ocurre que deberíamos empezar por cosas tan sencillas como generar reuniones donde el aburrimiento no sea la norma y escuchar los argumentos de los otros no sean un episodio extraordinario, casi un milagro argumentativo; apostar, obrando en consecuencia, por vivir de otro modo y apoyar los intentos que transiten por ese sendero; expresarnos en un lenguaje distinto ajeno a seguridades y proclamas incendiarias que son, si algo son, simple humo sin son; pensar, pero con verdad machadiana y gramsciana, que el adversario político no es un enemigo y que un camarada con el que no simpaticemos no es un traidor ni un agente vendido y entregado para siempre a la reacción; renunciar a construir argumentos falaces ad hoc que sirvan para justificar espurios intereses personales y, aunque pueda sonar ingenuo o cristiano, esforzarnos en ser mejores. Nadie viene al mundo con una etiqueta de honestidad asegurada sean cuales sean sus orígenes sociales. Aunque, como quería Pavese, trabajar cansar, no laborar en el sendero de la dignidad produce casi inevitablemente caídas en la infamia. Quien esté libre de tentaciones, que dé una nota; no habrá melodía.
Por lo demás, paciencia, mucha paciencia y a predicar con el ejemplo, conscientes que nuevamente la mejor forma de decir es hacer. Hacerlo en serio, con sentido del humor cuando sea posible, tal vez sea un buen plan de trabajo para todos los días de la semana, incluyendo incluso las fiestas de guardar.
Nota: Texto publicado en El Viejo Topo, julio-agosto 2008.