Toda persona tiene derecho a una muerte digna, sin que sea prolongada artificialmente su vida de forma degradante. También las organizaciones, incluidos los partidos políticos que no son (o no debieran ser) otra cosa que instrumentos para conseguir colectivamente determinados objetivos. Cuando avanzar hacia éstos se demuestra imposible, lo adecuado es desechar el instrumento, que […]
Toda persona tiene derecho a una muerte digna, sin que sea prolongada artificialmente su vida de forma degradante. También las organizaciones, incluidos los partidos políticos que no son (o no debieran ser) otra cosa que instrumentos para conseguir colectivamente determinados objetivos. Cuando avanzar hacia éstos se demuestra imposible, lo adecuado es desechar el instrumento, que no necesariamente los objetivos, aunque también éstos deberían analizarse a fondo, y tratar de construir otro instrumento distinto y eficaz. A pesar de que esto difícilmente puede ser contradicho, ¡cuán difícil es que los miembros de un partido acuerden democráticamente la desaparición de éste! Ello se debe, en unos casos, al miedo casi religioso ante la orfandad sentida de no pertenecer a un «nosotros» que, aunque sea inútil socialmente, pueda deparar una cierta confortabilidad psicológica; en otros casos, al empeño en seguir siendo cabezas de ratón, o de mosquito, autorreconocidas y conocidas por unos cuantos; o, a veces, a la voluntad de aferrarse a algún cargo o carguillo institucional (aunque para esto último siempre queda la opción de «fichar» por otro partido, no importa cuál sea su ideología).
Viene esta reflexión al caso del congreso de ¿disolución?, ¿congelación?, ¿refundación? que va a celebrar próximamente el PA, un partido que tuvo, en su primera época, un importante papel en la activación de la conciencia andaluza pero que rápidamente tomó un camino errático, ambiguo ideológicamente, oportunista políticamente y, sobre todo, al margen de las luchas sociales necesarias para conseguir que el pueblo andaluz tomara en sus manos su futuro, por sí y en primer lugar para sí, como sería la meta de todo verdadero andalucismo. Un partido que se encontró con un PSOE que, en Andalucía, ha estado siempre dispuesto a barrer cualquier obstáculo que dificultara su conversión en Régimen; por tanto, a la descalificación por todos los medios del entonces PSA, luego PA, y a la vampirización a efectos electoralistas de buena parte de su discurso y de los símbolos del andalucismo (convenientemente desactivados).
Hacer un análisis de la trayectoria de ese partido no cabe en estas líneas. Pero sí hay que recordar que en un tiempo récord, en poco más de un año (1979-80), concitó un muy fuerte apoyo electoral (cinco parlamentarios en Madrid, dos en Cataluña, importantes alcaldías, cientos de concejales) y rápidamente también un casi visceral rechazo (por el cambalache de las alcaldías de Granada y Huelva por la de Sevilla; por el apoyo a Adolfo Suárez en su moción de confianza; por la escena «del sofá» con Martín Villa para visualizar el desatasque de la autonomía), para casi desaparecer en las primeras elecciones al Parlamento andaluz. En ese momento, 1982, los jerarcas (¿los dueños permanentes?) del partido decretaron una congelación o hibernación para preparar una resurrección planificada que se concretaría luego en la vuelta a la Alcaldía de Sevilla y en los pactos a derecha e izquierda, con quien más conviniera para acceder a cargos en las instituciones. Una deriva que culminaría en el suicidio político de los ocho años de vergonzante y estéril función de muleta del PSOE (de 1996 a 2004) garantizando a éste que siguiera gobernando en la Junta. ¿Qué quedó de andalucismo tras años de gobierno del PA en no pocos ayuntamientos e incluso en algunas consejerías?
La permanente ambigüedad de su práctica política, la inconsistencia ideológica de sus principales líderes -caso aparte fueron José Aumente y José María de los Santos-, las rivalidades internas y el oportunismo electoralista fueron los pilares de la falta de credibilidad que ha venido arrastrando el PA, desde hace décadas, ante la gran mayoría de los andaluces. Una imagen que no ha podido corregirse con algunos radicalismos verbales ni han podido revertir aquellos militantes que sí se han esforzado por actuar como andalucistas. Por el bien de Andalucía, espero que no estemos ante un nuevo experimento de congelación o una subasta de órganos del cadáver político, sino ante un digno funeral laico para enterrar un instrumento que en su momento fue útil pero que se construyó de forma equivocada y casi siempre estuvo alejado de la lucha social sin comprometerse tampoco, a fondo, en la lucha nacional. La desaparición del PA no equivale a la muerte del andalucismo político, sino que es un prerrequisito para una nueva época de éste. Que no podrá construirse simplemente juntando los restos de diversos naufragios sino a partir del municipalismo, del soberanismo andaluz, del enraizamiento en nuestros valores culturales y de formas de organización y participación que se parezcan lo menos posible a las de un partido clásico.
Isidoro Moreno. Catedrático emérito de la Universidad de Sevilla
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