Ningún sector tan renuente a una revolución profunda de sus estructuras como el de las artes plásticas, ninguno más aferrado a una añosa y vacua retórica en todo ajena al palpitar de los pueblos, ninguno más necesitado de un nuevo lenguaje. Los cambios políticos, económicos, militares y sociales que suceden a su alrededor no parecen […]
Ningún sector tan renuente a una revolución profunda de sus estructuras como el de las artes plásticas, ninguno más aferrado a una añosa y vacua retórica en todo ajena al palpitar de los pueblos, ninguno más necesitado de un nuevo lenguaje. Los cambios políticos, económicos, militares y sociales que suceden a su alrededor no parecen importarle. El sector que reclama para sí la construcción y el desciframiento del sentido, pretende permanecer ajeno e indiferente a la realidad y fiel a sus sacrosantos preceptos.
Apegado al discurso cultural hegemónico, que a partir de los años ochenta reivindicó e impuso la gratuidad de la obra de arte, concebida como el mero juego de un significante que se pone en escena más allá de su compromiso histórico, reclamando su derecho a la trivialidad, la nimiedad y la superficialidad. Junto con el neoliberalismo triunfó la idea de un arte de la estulticia y la derrota correspondiente a la filosofía de la posmodernidad y su arsenal retórico. Que propaga el desencanto, la inexistencia de la historia y la desaparición de la utopía. Condenando al individuo a la soledad, la frivolidad y el consumismo, y sepultando el arte con signos y enredándolo con mallas de significación donde rebota cualquier esfuerzo por volver a significarlo para que tenga de nuevo algún sentido entre nosotros.
Es necesaria la creación colectiva de un nuevo paradigma estético que no acepte sumiso la filosofía de las megacorporaciones, las ideas del capitalismo global con sus consignas, sus modas y sus productos sino que forme parte del esfuerzo emancipatorio de la humanidad y proponga otras maneras de ver, hacer, sentir y pensar, que le arrebate al poder el monopolio del sentido. Si los ideólogos del fatalismo pregonan el desaliento y la inmediatez, empeñémonos en la esperanza y el largo aliento. Si dicen que el arte tiene que ser fútil e idiotizante, usémoslo como arma de lucha por el poder simbólico, creamos y creemos con sentido de trascendencia, de historia, de patria y de pueblo. Para decirlo con la jerga de los posmodernos, los artistas revolucionarios sí tenemos un metarrelato de la realidad, un discurso global y totalizador, tenemos ilusiones, héroes, líderes, pasado y futuro.
Transcurrida una década de revolución, aún estas discusiones no se plantean en el escenario artístico venezolano, y tal vez nunca se discutan tomando en cuenta que en este país nadie habla de artes plásticas, ni los artistas, ni los investigadores, ni los críticos, ni la gente de los centros de enseñanza, ni la de los museos, absolutamente nadie. Y eso debe tener algún mérito en un país donde todo el mundo opina, argumenta y polemiza sobre todos los temas imaginables. ¡Que disciplina para guardar silencio!
Lo cierto es que la revolución carece de un frente estético y hay que construirlo, con la acción concertada de múltiples esfuerzos, en una ofensiva consciente, audaz y radical que busque horadar las estructuras, componentes y principios fundamentales del irracional sistema de dominación imperante. Por un arte de la revolución, por un ar
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