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Presentación del número 256 de la revista Casa de las Américas, dedicado a Mario Benedetti

Fuentes:

A Mario Benedetti Pido perdón a los presentes y a Saint-Exúpery, por dedicar estar presentación a un hombre que no está aquí con nosotros. Tengo una seria excusa: ese hombre era un gran escritor y un gran amigo. Tengo otra excusa: ese hombre era querido por decenas de miles de lectores en todo este mundo […]

A Mario Benedetti
Pido perdón a los presentes y a Saint-Exúpery, por dedicar estar presentación a un hombre que no está aquí con nosotros. Tengo una seria excusa: ese hombre era un gran escritor y un gran amigo. Tengo otra excusa: ese hombre era querido por decenas de miles de lectores en todo este mundo tan ancho y tan ajeno, que él, con su obra hizo más íntimo y más nuestro. Tengo una tercera excusa: ese hombre murió lejos de nosotros, y su muerte nos dejó desconsolados, aunque de alguna forma sentimos que sigue estando presente.

Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo dedicar esta presentación al hombre que conocimos y vivió junto a nosotros tantos años, cuando para el escritor latinoamericano todos los caminos conducían a Cuba (aunque ahora muchos no lo recuerden). Corrijo, pues mi dedicatoria: «A Mario Benedetti, cuando vivía en Cuba».

«Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche», escribió en verso memorable nuestro José Martí. El gran salvadoreño Roque Dalton lo parafraseó diciendo: «Dos patrias tengo yo: Cuba y la mía». Y yo, cometiendo tal vez un crimen de lesa literatura, intentando parafrasear a esos dos gigantes de la poesía, escribí en alguna ocasión: «Dos Casas tengo yo, la Casa y la mía». Precisamente esa Casa, en la cual trabajé diez años, pero que durante casi toda mi vida me ha acompañado en el inacabable viaje al reino de la literatura, me ha conferido el honor de presentar el número 256 de su revista, y el hecho de que este número sea un homenaje a Mario Benedetti le confiere un valor, más que simbólico, entrañable.

Desde el mensaje de Eduardo Galeano, que califica a Mario como el más generoso de todos los escritores que conoció; de Margaret Randall, que lo considera amigo, voz interior, grito, canción y memoria; de Willie Schavelson, que lo llama ejemplo de humildad y coherencia intelectual; de Horacio Verzi, que admira en él la coherencia en sus ideas y en sus actos; de Isidora Aguirre, para quien Mario «vivió con sabiduría, sin transar en sus nobles ideales»; de Carmen Alemany Baz, que en una emotiva carta lo llama con palabras del propio Mario: «reclutador de prójimos», pasando por los recuerdos de Oscar Collazos, que no sabe si los innumerables libros y esos centenares de poemas alcanzarán la inmortalidad, pero está seguro de que muchos de esos versos seguirán siendo dichos y cantados, como hoy se dicen y cantan Los versos del capitán y los Veinte poemas de amor…, de Neruda; de Víctor Casaus, que como buen cineasta, lo capta en tres imágenes que lo dan de cuerpo entero, regalándonos la profundidad del lenguaje conversado, el espléndido misterio de la palabra precisa; de Fernando López, que nos habla de su extraordinario don de gentes y la enorme comunicación que lograba con la muchedumbre que llenaba los teatros para escucharlo; de José Carlos Rovira, que repasa sus intensas relaciones con la Universidad de Alicante; de Claribel Alegría, que en su «Milonga para Mario» revela que era sencillo, generoso, observador, de sonrisa tímida y pícara a la vez, y que se alegraba, eso sí, cuando se le acercaban las muchachas después de un recital multitudinario, a pedirle su firma y un beso; de Jorge Fornet, que rescata los días en que lo conoció siendo un niño y confiesa que en el fondo nunca pudo dejar de verlo como aquel hombrecito con bigote de brocha que fue parte de su infancia; de Hortensia Campanella, autora de una notable biografía de Mario, de quien dice que descubrió la poesía como tragaluz para la utopía y la propuso como «un drenaje de la vida/que enseña a no temer la muerte»; de Jorge Rufinelli, que entre otras anécdotas señala una que dice más que cualquier texto acerca de la entrañable relación que existió entre Mario y Roberto (por supuesto, Fernández Retamar, como diría Luis Rogelio Nogueras); de Ambrosio Fornet, que como casi todos se pregunta cuál es el misterio de su enorme poder de convocatoria, y conjetura que tal vez tenga que ver con esa decisión de defender la alegría, desde esa palabra desnuda, trémula a veces, a menudo irónica, coloquial, pero siempre portadora de una incanjeable autenticidad; de Álvaro Castillo Granada, que durante toda su vida persiguió los libros de Mario y confiesa que fue el primer escritor al que quiso saludar y pedirle un autógrafo; de Nancy Morejón, que no tiene palabras para expresar de qué forma lo seguiremos queriendo y de qué callada manera seguiremos estando con él; de Thiago de Mello para quien la vida de Mario no se termina: /tu poesía sigue cantando/porque el sol te reconoce/para no dejar/que la rosa se haga ceniza; de Trinidad Pérez Valdés, que nos acerca al fundacional trabajo de Mario en el CIL, y para quien su muerte nos ha dejado huérfanos; de Daniel Chavarría, que lo llama Maestro y nos da a conocer la influencia que sus comentarios ejercieron sobre el valor excepcional de poder escribir desde Cuba acerca del enfrentamiento al poder de Estados Unidos a nivel de inteligencia y contrainteligencia; de Juan Nicolás Padrón, a quien encomendé en 1994 el prólogo de la poesía de Mario, labor que cumplió con mis expectativas, y donde había intentado explicar por qué Mario era tan popular; de Genaro Carotenuto, que hace un breve recuento de su existencia y lo llama «maestro de la vida»; de Silvia Gil quien comparte con nosotros cosas muy hermosas sobre Luz, la de Benedetti: «pasar ratos con ella era una fiesta. ¿Qué podemos decir de los dos?», se pregunta: «Apenas dos palabras: los extrañamos mucho»; de Ariel Silva Colomer, su secretario, que rememora un verso que lo retrata de cuerpo entero: «somos militantes de la vida», y finalmente de Daniel Viglietti, su compañero de tantas jornadas poético-musicales, quien nos da a conocer las palabras que pronunció ante su féretro y añade unos párrafos consternados donde afirma que se nos vuelve difícil a muchos decir buen día sabiendo que Mario no está.

He querido mencionar a todos los colaboradores de este dossier-homenaje, porque creo que Mario lo merece, y aprovechando el privilegio que me da la Casa, no quiero terminar esta parte de la presentación sin leer, si ustedes me lo permiten, las palabras que escribí sobre mis recuerdos de Mario y que no pude enviar a la revista por encontrarme de viaje. Las leo, sobre todo, atendiendo a una petición de Jorge Fornet, el actual jefe del CIL, que conocía alguna de las anécdotas que menciono:

MARIO BENEDETTI: PRESENTE, VIVO, ETERNO

A pocos días de su desaparición física, evocar a Mario Benedetti es ejercitarnos en el difícil arte de ponerlo a vivir nuevamente entre nosotros a través del lenguaje: compleja tarea que a veces, en casos como este, se facilita porque de figuras como Mario siempre habrá que hablar en presente, como si la muerte pasara de largo temerosa del poder insondable de la palabra.

Invoco, pues, a los dioses de la amistad: Mario era mi amigo, una criatura de esas que el destino pone en nuestro camino para recordarnos que la solidaridad entre los hombres, hermanada con el talento, con la capacidad de amar y de vivir verticalmente defendiendo aquello en lo que se cree, no es una utopía. Hombres como Mario convierten esa utopía en una palpable realidad.

¿Cómo prefiero recordarlo? Tantas hermosas cualidades poseía que supongo que cada uno de sus amigos guardará una imagen particular de Mario. Siempre será así: serán muchos Marios posibles y un solo Mario verdadero. Y para develar una imagen de mi Mario particular, me gustaría compartir con los lectores dos anécdotas que a mi juicio, lo retratan de cuerpo entero:

Yo lo había conocido a fines de los 60 cuando él dirigía el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas, y siempre lo había admirado a distancia, sobre todo por sus espléndidos cuentos que leíamos deslumbrados en las aulas de la Escuela de Periodismo: pequeñas joyas como «La noche de los feos», o «Ganas de embromar», con aquel final siniestro, o «Réquiem con tostadas» que era una lección sobre cómo hacer un cuento memorable con un asunto que era un lugar común dentro de un melodrama.

Pasaron algunos años envueltos en aquel torbellino de la Revolución y los difíciles avatares de la vida cultural de la época, y creo que debe haber sido a mediados de los 70, cuando se produce nuestro primer encuentro personal. Yo vivía en el primer edificio de doce plantas del Plan Alamar, que pertenecía a la fábrica Vanguardia Socialista en la que yo trabajaba, cuando un día, haciendo la cola de la ruta 215, me lo encontré merodeando por el lugar, un poco desconcertado tal vez por el barullo infernal de una cola de ómnibus de muy baja frecuencia. Lo llamé varias veces hasta que pareció reconocerme, sonrió y yo le hice un hueco delante de mí, bajo la mirada desconfiada de los que ocupaban lugares después que yo.

Después de los saludos, y ante mi timidez y como tratando de iniciar una conversación, me dijo algo así como: «Yo me he leído tus dos libros publicados (se refería a La guerra tuvo seis nombres y a Los pasos en la hierba), y me gustaron mucho». Yo estuve a punto de abrazarlo, porque sus palabras me parecieron tan generosas que me conmovieron, sobre todo en aquellos momentos ingratos de mi vida. Y entonces nos pusimos a conversar como viejos amigos, de diversos temas, en primer lugar de literatura, por supuesto; hablamos de Borges, de Cortázar, de García Márquez, de Onelio. Le dije que había leído Montevideanos y le mencioné varios excelentes cuentos de aquel libro, en particular «Familia Iriarte», que era, a mi juicio, una obra maestra; también recordé «La noche de los feos», que podía contar de memoria.

Transcurrió como una media hora sin que el ómnibus llegase, y yo miré el reloj y solté una palabrota en buen cubano. Mario me puso una mano en el hombro, y comenzó a darme palmadas. «Paciencia», me dijo, «no pierdas el ánimo. Ella llega». Yo miré su inolvidable rostro de hombre bueno, y me eché a reír casi hasta las lágrimas. Abrió los ojos como preguntándome, y yo le dije: «¿No ves la paradoja? Un uruguayo dándole ánimos a un cubano en la cola de la guagua, cuando tendría que ser al revés». Ahora fue él quien comenzó a reírse, y finalmente para nuestra fortuna, «el animal luciferino», como lo llamaba Lezama, llegó.

No tengo que decir que a partir de aquel día nuestros encuentros se hicieron habituales. Si él llegaba primero me guardaba un puesto en la cola y viceversa. Y entre las escandalosas explosiones de ira de los impacientes coleros, los gritos de las mujeres porque algún «colado» se filtraba en la puerta del ómnibus, los chillidos de los niños intentando subir en el apretujamiento de la puerta delantera, Mario y yo sosteníamos profundas conversaciones analíticas sobre Borges, el realismo, lo fantástico en Cortázar, el realismo mágico, la narrativa joven cubana, la cuentística rioplatense, y otras menudencias por el estilo, como si de pronto nos encerráramos en una burbuja de cristal a prueba de colas, escaseces y entuertos de todo tipo que desfacíamos, imperturbables, en aquellas soleadas mañanas de Alamar.

Después supe que se marchó nuevamente y no lo vi más por esos años.

En 1987 viajé por primera vez a Uruguay, invitado por la Cinemateca uruguaya por una gestión de Eduardo Galeano, para impartir un seminario de narrativa para guionistas de cine, y simultáneamente asistí a la Feria del Libro de Montevideo. Allí se iba a exhibir un filme hecho por la Televisión Cubana basado en mi cuento «Cuestión de principio» y yo había telefoneado a Mario y le había pedido que él me presentara aquella tarde. Sinceramente pensé que eso no sería posible. Pero pese a mis pronósticos pesimistas, Mario me respondió que «con mucho gusto, Eduardo».

Cuando llegó la fecha señalada, volví a llamar a Mario por la mañana para recordarle la presentación. Con una voz en la que se notaba que no estaba bien, me confesó que tenía un cólico nefrítico realmente muy fuerte, que estaba tomando medicinas, y que trataría de ir, aunque no me lo prometía. Le dije que, por supuesto, no fuera, no faltaba más, primero la salud. Añadí que no se preocupara, que no era tan importante, que se cuidara ese riñón.

Esa tarde cayó uno de esos aguaceros insólitos para Montevideo, pues parecía una tormenta tropical caribeña que duró varias horas. Pero apenas unos minutos antes de comenzar la exhibición, Mario entró en el salón, con el rostro todavía pálido y desencajado, la ropa húmeda, me dio un abrazo, y sólo me preguntó: «¿Llegué a tiempo?». No puedo recordar exactamente lo que dijo en esa ocasión y no haber conservado esas palabras fue una torpeza que siempre me he reprochado. Ya la memoria me traiciona, aunque sé que mencionó cosas memorables para mí, para mi obra literaria, para nuestra imperturbable amistad.

Cuando terminó la presentación me pidió excusas porque debía marcharse y ver al médico, y yo apenas pude balbucear unas torpes palabras, porque la emoción no me dejó. Solo nos miramos. Y creo que eso bastó para que supiera cuánto quería decirle. Nunca le agradeceré bastante aquel esfuerzo sobrehumano, aquellas palabras cuyo difuminado recuerdo conservo como uno de los tesoros con que la vida me ha premiado.

Después vinieron otros momentos, otros aconteceres, como aquel viaje que dimos juntos a la patria de Sandino y un increíble periplo a través del Lago de Nicaragua con un grupo de escritores como Eduardo Galeano, Eric Nepomuceno, Jorge Enrique Adoum, Claribel Alegría y Bud Flakoll, Mario y Luz, y el que estas líneas escribe, o aquel multitudinario recital en Casa de las Américas, donde el público impaciente derribó la puerta de entrada de la Casa y Mario mandó a hacer un pisapapeles con los cristales que recogió aquella tarde. Ese día, Eduardo Galeano me dijo: «Él, indudablemente, tiene las llaves de alguna puerta de la sensibilidad, sobre todo entre los jóvenes, que provoca estas reacciones».

Podría seguir hablando interminablemente de Mario, mencionar además que nuestra amistad se mantuvo a lo largo de los años, que siempre apoyó nuestros empeños culturales; que saludó entusiasmado aquel primer Seminario de Técnicas Narrativas con el que inauguramos el proyecto Universidad para Todos en el año 2000; que colaboró hasta hace muy poco con textos inéditos para la revista El Cuentero, del Centro Onelio, de la cual generosamente aceptó pertenecer a su Consejo de colaboradores. Pero creo que esas dos anécdotas pueden configurar mi imagen particular de ese ser extraordinario que es Mario Benedetti, así, en presente.

Porque aunque sé que decir que de alguien siempre habrá que hablar en presente es un lugar común, hablar de ese hombre «en el mejor sentido de la palabra, bueno» es superar los lugares comunes, sentir que su presencia es permanente, que está a nuestro lado, que cualquier día me lo encontraré de nuevo en Alamar pidiendo el último en la cola del ómnibus, o vendrá a alguna Feria del Libro a regalarme un poco de su inmenso prestigio en la presentación de un libro, o sencillamente leyendo un poema con aquella voz que era como un susurro en la sombra.

Ese es mi Mario particular, presente, vivo, eterno.

21 de mayo de 2009

Estos textos de recuerdo y homenaje se complementan con el texto del crítico y profesor, Pablo Rocca, «Apuntes sobre el escritor popular», dentro de la sección Estudios, que aborda casi un lugar común para quien se acerca a la obra del gran uruguayo: su popularidad, primero en sectores de la «pauperizada clase media urbana», pero posteriormente su expansión en sectores menos letrados y más empobrecidos y finalmente a los sectores sociales más acomodados, todo ello ayudado por el cine y otras vías indirectas de difusión -carteles, cuadritos, marcadores de libros, canciones sobre sus textos- que el autor se encarga de estudiar aportando valiosas hipótesis que explican el fenómeno de la popularidad benedettiana.

Tal vez una de las claves nos la da el mexicano José Emilio Pacheco cuando señala que Benedetti: «no buscó el éxito ni ha dejado nunca de ser fiel a sí mismo, a sus obsesiones y a los azares del cruce de su biografía con la historia de todos. Ha escrito lo que muchos sentíamos que necesitaba ser escrito».

Terminado el dossier-homenaje sobre Benedetti, la revista despliega la sección Hechos/Ideas con cuatro textos de notable valor teórico: el primero, de la profesora belga Rita de Maeseneer, es un documentado comentario sobre el libro Alejo Carpentier y la cultura del surrealismo en América Latina, de Anke Birkenmaier, en el que, sin embargo, en el extenso recuento de los libros dedicados a la crítica carpenteriana, me extrañó no ver citado el importante estudio de Leonardo Padura, Un camino de medio siglo: Alejo Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso, considerado uno de los estudios más abarcadores y completos de la génesis, formulación y definición artística de la teoría carpenteriana de lo real maravilloso», publicado en Cuba en 1994 y en el Fondo de Cultura Económica, en México, 2002. Después de señalar los aportes del libro de la Birkenmaier al estudio de la obra del gran narrador cubano, la autora llama la atención acerca de «lo intrigante que sigue siendo este escritor que da mucha tela que cortar».

El segundo trabajo es de la Dra. Luisa Campuzano, una de las grandes estudiosas de la obra de Carpentier: «La Historia a contrapelo: el Descubrimiento y la Conquista según Alejo Carpentier». Este notable ensayo-conferencia que fue pronunciado en el Seminario Internacional Alejo Carpentier y España, celebrado en Santiago de Compostela en 2004, destaca cómo la nueva novela histórica hispanoamericana iniciada por El reino de este mundo, se constituye textualmente como cuestionamiento enfático y subversivo de la historia oficial, a lo cual no escapan fenómenos capitales como el Descubrimiento y la Conquista.

Luisa señala El Siglo de las Luces cómo ejemplo paradigmático de la primera etapa crítica de la nueva novela histórica hispanoamericana. «El Siglo… -afirma- es la primera novela hispanoamericana en que se realiza una lectura de la historia europea desde una perspectiva otra, latinoamericana, que a su vez redimensiona, universalizándola, la propia historia de América y en particular, la del Caribe». Este enfoque de la historia europea me parece esencial al abordar el Descubrimiento y la Conquista. Luisa analiza brillantemente las novelas El arpa y la sombra y Concierto barroco, además de la pieza teatral La aprendiz de bruja, para concluir entre numerosas verdades -siguiendo a Walter Mignolo- que Europa siempre ocupó el lugar de la enunciación y el resto del mundo el lugar de lo enunciado y que «revertir esta situación enunciativa, a partir de distintas estrategias (estudiadas por la autora en el análisis señalado) fue quizás el objetivo principal de la obra de Carpentier».

El tercer trabajo dentro de esta sección, del escritor y crítico boliviano Oscar Rivera-Rodas, acerca de «La Revolución en el pensamiento de Picón Salas», es un lúcido análisis sobre el pensamiento del gran ensayista venezolano, particularmente de su penúltimo libro Regreso de tres mundos: Un hombre en su generación, que Rivera-Rodas califica como una «exploración meditativa en la Historia y la cultura de la región hispanoamericana, a partir (…) de la primera mitad del siglo XX», y sus reflexiones acerca de la Revolución, primero como una historia de fracasos en América Latina, y luego como un hecho político-social inevitable porque «tiene sus raíces en un estado histórico de necesidad anímica e intelectual del ser latinoamericano, un estado de necesidad colectiva que se realizará a partir de un advenimiento primero…». Hay que tener en cuenta que este libro se escribe antes del triunfo de la Revolución cubana y se publica en el propio 1959.

Picón Salas, agudo crítico del capitalismo que desde sus años juveniles lo había denunciado como «erigido sobre pirámides de universal miseria», había reconocido que José Martí: «el alma más pura y ardorosa que viviera en Hispanoamérica en la época de nuestros padres, se había sacrificado, caballero en su caballo blanco, por un orden moral y una justicia que aún no nacían en nuestras acongojadas naciones». Confieso que, leyendo este texto, me sorprendieron sus brillantes conceptos (que yo desconocía) sobre el pensamiento martiano. Dice Picón: «Si Martí es no solo paradigma de la más noble humanidad que haya producido la América española, sino hombre-problema en sí mismo, es porque en las coordenadas de su espíritu se cruzaban lo heroico y lo estético», lo que nos remite al verso memorable que he citado al inicio de esta presentación: Dos patrias tengo yo / Cuba y la noche / ¿O son una las dos?

Picón Salas, en las vísperas de 1959, pensaba en «la necesidad de la Revolución para lograr el cambio social, liquidar el pasado de mentiras», e imponer la verdad, lo cual no era solo una necesidad social sino una categoría del pensamiento y de la Historia de América Latina. Solo la Revolución cubana, ya lo sabemos, que triunfaría poco después de estas reflexiones del pensador venezolano, daría respuesta a sus preocupaciones.

y Ana Pizarro, finalmente, en su texto «Discursos al margen de la historia», partiendo de Euclides da Cunha y de una literatura sobre los seringueros -obreros del caucho brasileño-, se refiere a textos de literatura, y a la labor de la crítica literaria y de la cultura al margen de la historia. Luego de hacer un recuento histórico de las figuras claves dentro de este campo como Mariátegui y Fanon, y su presencia en Fernández Retamar, Rama, Cornejo Polar, entre otros en América Latina, y Depestre, Glissant, Brathwaite, Chamoiseau y Derek Walcott, en el Caribe, plantea una de las problemáticas esenciales para el crítico de la periferia, el que «necesita trastocar cualquier fe, (…) ser doblemente crítico, así como su espacio es de una cultura dos veces más amplia; maneja los procesos de su propia cultura y necesita además manejar los de la cultura metropolitana, a diferencia del crítico que habla desde el centro, cuyo espacio es la metrópolis y el resto es cultura de diferente estatuto».

En pocas palabras, este valioso texto de la crítica e investigadora chilena, con sus sugerencias «tal vez utópicas», como señala la autora, «en nuestras sociedades de impronta neoliberal», (…) son «una propuesta alternativa para el trabajo del crítico al margen de la historia».

No voy a detenerme demasiado en las colaboraciones de la sección Letras: baste señalar que tenemos un hermoso texto de Paco Ignacio Taibo II, «Los blancos pechos del capitán Tormenta», deliciosa crónica de su infancia; poemas del colombiano Elkin Restrepo, del argentino Eduardo Dalter; breves relatos: «Margarita», de la mexicana Carmen Boullosa y «Pancho y la patria», del argentino Sergio Manganelli; dos minicuentos del venezolano Edmundo Aray; un poco de realismo sucio en el fragmento de novela del venezolano Carlos Noguera; dos sonetos del argentino-cubano Jorge Timossi; poemas de la colombiana Patricia Iriarte y del argentino Carlos Barbarito, y finalmente fragmentos de la tan esperada novela de Leonardo Padura (recién publicada en España), El hombre que amaba a los perros, acerca del asesinato de León Trotsky y los últimos años de la vida del hombre encargado de aquella siniestra misión, Ramón Mercader.

Como siempre, la sección de Notas, esta vez con los recuerdos del chileno Hernán Uribe, de una infamia cometida en Chile durante la dictadura de Pinochet; Pedro Pablo Rodríguez comenta los dos primeros tomos de las Obras completas del pensador y patriota puertorriqueño, Ramón Emeterio Betances; Caridad Tamayo nos comenta el libro: Mario Benedetti. Un mito discretísimo, de la uruguaya Hortensia Campanella, una nueva biografía del inolvidable Mario; un profundo comentario crítico del profesor cubano Carlos Alzugaray Treto, sobre un libro del vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, y para terminar el periplo de este número 256, las noticias de Al pie de la letra.

No quiero extenderme más, porque temo que posiblemente haya agotado la paciencia de ustedes y superado los límites tolerables para la presentación de una revista. Solo quisiera agregar como un deseo que seguramente puede ser satisfecho por la Casa: que cuando sea posible se dedique un número completo, especial, de la revista a Mario Benedetti, como en alguna ocasión se hizo con Julio Cortázar, a su entrañable relación con la Casa de las Américas, con Cuba y su Revolución y con todos nosotros, sus amigos, admiradores, o simplemente lectores agradecidos por el maravilloso caudal de su obra. Creo que todos se lo debemos a esa criatura excepcional que fue Mario Benedetti.

Fuente: aventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5152