Cuando se despertó, el dinosaurio todavía seguía allí y a su lado había mucha gente. Mucha. Nadie hablaba de muros. Nadie. Ni de rupturas (interesadas) del demos común. Nadie insultaba y llamaba carroña a ciudadanos que querían manifestarse. Todo el mundo odiaba el supremacismo. Todo el mundo hablaba de puentes, de aproximaciones, de acercarse más, […]
Cuando se despertó, el dinosaurio todavía seguía allí y a su lado había mucha gente. Mucha.
Nadie hablaba de muros. Nadie. Ni de rupturas (interesadas) del demos común.
Nadie insultaba y llamaba carroña a ciudadanos que querían manifestarse. Todo el mundo odiaba el supremacismo.
Todo el mundo hablaba de puentes, de aproximaciones, de acercarse más, de comprender mejor, de no enfrentarse, de no ser carne de cañón de intereses de poderosos con ganancias en la batalla.
Y no sólo eso, no sólo hablaban. Las gentes empezaban a construir esos puentes. En sus mentes, con sus cuerpos. Se comprometieron a tirar abajo cualquier muro que separara a los ciudadanos trabajadoras de aquí y de allá.
Por la fraternidad, por la solidaridad que, según nos enseño Gioconda Belli, es la ternura de los pueblos. Por nuestros valores, por nuestra tradición renovada. Contra los ladrones de vida, prudencia y sentido de mil siglos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.