Las palabras se me han llenado de puntos suspensivos. Cualquier cosa que piense, antes de que pueda expresarla, comienza a segregar infinitos puntos suspensivos hasta que, enredado en ellos, termino por rendirme a la evidencia y me niego a articular siquiera una tímida voz, un discreto sonido, una simple palabra.Cada vez que estoy a punto […]
Las palabras se me han llenado de puntos suspensivos.
Cualquier cosa que piense, antes de que pueda expresarla, comienza a segregar infinitos puntos suspensivos hasta que, enredado en ellos, termino por rendirme a la evidencia y me niego a articular siquiera una tímida voz, un discreto sonido, una simple palabra.
Cada vez que estoy a punto de arribar a alguna inobjetable conjetura, los puntos suspensivos la dejan en el aire y ante el cuestionamiento general, que impaciente espera que concluya, me voy de punto en punto, muy despacio, sin nada que alegar en mi defensa que no sean los puntos suspensivos.
Viene entonces la queja y el reproche de un universo crédulo y resuelto que se niega a aceptar por descreído el secular cortejo de mis siempre suspensivos titubeos, y yo alego mis credos suspensivos para dejar a Dios a la intemperie y ponerme la duda por sombrero.
Si al menos me quedara un sin embargo, un acaso, un quizás, un simple pero, sé que podría reconducir mis pasos por certezas comunes, cotidianas, de esas que nos sirven de descargo para no penar de nuevo un viejo insomnio.
Porque debe ser grato levantarse y descubrir que somos un por ciento, y aún más grato incorporarse al día si el porcentaje resulta abrumador, pero no son más dulces los besos suspensivos ni hay abrazo que pueda sostener el recelo.
La noche iguala el sueño de los mansos aunque no haya una estrella que lo ilustre o un vestigio de luz que lo haga humano, que los demás debemos conformarnos con acunar los puntos suspensivos hasta que se sometan las pupilas y no lata la hiel más que el costado.
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