Si algunas culturas del pasado sacralizaron la Naturaleza (Natura, de la voz egipcia Necher, quiere decir Dios), los humanos de hoy la maltratan y explotan, lo que cuestiona nuestro sentido del progreso.
El naturalista Alexander von Humboldt ya advertía en 1800 “del mal comportamiento de la Humanidad”, “que perturbaba el orden de la naturaleza”. Mucho después, uno de los referentes de la ecología del siglo XX, Ramón Margalef, denunciaba que el hombre se veía frente a la Naturaleza sentado como un rey, explotándola y dirigiéndola sin formar parte de ella. ¿La razón? Según este biólogo, nos desagrada pensar que nuestra vida se halla unida a otras en un destino común vinculado al de la Tierra, en un complejo mecanismo de ataduras íntimas. Si hace veinte años, el premio Nobel de Química, Paul Crutzen, propuso el término antropoceno (gr. anthropos, ‘humano’), para nombrar la actual época geológica marcada por la incidencia de la actividad humana en los procesos planetarios, hoy se está usando la voz idioceno (gr. idiotes ‘de uno mismo’), entendiendo por tal quien con su conducta contribuye al aberrante avance hacia el colapso climático-ambiental. Se quiere denunciar así la irracional época en que vivimos, donde los humanos buscan beneficiarse sin atender al bien común. La doctora por Berkeley, Hope Jahren (2017), con tres premios Fulbright en geobiología, lo suscribe:
Hemos devastado los sistemas ecológicos vegetales hasta un extremo que millones de años de desastres naturales no pudieron alcanzar […] La civilización humana ha reducido las plantas —una forma de vida de 400 millones de años— a tres cosas: alimento, medicina y madera […]. Solo con los tablones empleados en Estados Unidos a lo largo de las dos últimas décadas se podría construir un puente desde la Tierra hasta el planeta Marte.
Los filósofos proponen substituir el antropocentrismo por un ecocentrismo que acoja a la Tierra con todas sus criaturas, caso de Jorge Riechman (2022) y su apuesta moral de amor compasivo por el entono, que llama simbioética. A su entender, solo así será posible salvar la tierra habitándola éticamente desde un holismo moral y evolucionar con ella; no en vano, somos “holobiontes en un planeta simbiótico”[1]. Para este profesor, “lo que conduce al colapso no es, en última instancia, el desequilibrio climático o la escasez de energía: es la escasez de amor” y “sólo si somos capaces de poner en marcha un proceso significativo de conversión al amor (biofilia, cuidado, respeto, cooperación, fraternidad y sorosidad) podemos abrigar esperanzas de evitar lo peor de la catástrofe ecosocial que hemos puesto en marcha”. En su línea, Alicia Puleo (2011) reivindica la ética del cuidado, el ecofeminismo y la práctica de la empatía, incluyendo a los no humanos como sujetos dignos de nuestra consideración moral. Esta catedrática de filosofía plantea repensar nuestra relación con el entorno, valorando “a los animales y a las plantas como sujetos activos y a la Naturaleza, como colaboradora del ser humano”. También la Dra. Marta Tafalla (2022) apunta dos estrategias para cambiar nuestro modo de pensar, sentir y actuar: el método del rewilding, consistente en devolver la libertad a especies y ecosistemas, y el ecofeminismo como ideología que lo sustenta, a fin de aprender a convivir con la biosfera.
Al no poder hablar de los múltiples integrantes de la naturaleza, me centraré en el mundo vegetal para denunciar cómo nuestra cultura lo ha infravalorado, al atribuirle una supuesta insensiblidad, hasta que la ciencia actual y la ética han desautorizado este prejuicio. Es necesario destacar la actitud colaborativa con que las plantas se relacionan, los beneficios que nos aportan y la ingratitud con que los humanos las tratamos. No en vano, ellas son modelo de una comunidad simbiótica de cuya ayuda mutua deberíamos aprender; de ahí que muchos investigadores ponderen la capacidad de los árboles de sentir, ayudar, cuidarse entre ellos o formar “amistades”, caso de Peter Wohlleben (2016).
Este exingeniero forestal opina que “los bosques son superorganismos” donde árboles de la misma especie se conectan entrelazando sus raíces en estructuras que vinculan el conjunto. Por sus puntas, las madres reconocen a sus hijos y les suministran nutrientes, además de tomar decisiones y mandar información que circula por todo su organismo. Como entes sociales, intercambian alimentos entre congéneres, se dan apoyo mutuo y, según la experta en ecología forestal, Suzanne Simard, “hablan”, emitiendo sustancias odoríferas por las hojas, para comunicar dificultades a otros ejemplares. Esta reconocida catedrática por sus estudios sobre la comunicación entre árboles, expone que el bosque distribuye los recursos entre sus miembros (árboles, plantas y animales) para que todos prosperen y se avisen a fin de protegerse. Son los ejemplares más viejos quienes facilitan azúcares a los más jóvenes y, cuando mueren, liberan sus recursos a la red para que otros ejemplares sanos los utilicen.
Simard (2021) añade que “los árboles aprenden, se adaptan y se comunican, y el código genético de las semillas también aprende y se modifica en función del entorno”; capacidad investigada por la bióloga evolutiva Mónica Gagliano (2020), quien suscribe que “las plantas pueden aprender conductas y recordarlas”. Tras estudiar sus facultades cognitivas, dicha profesora concluye que son inteligentes y pueden comunicarse. Otros investigadores y botánicos como Ted Farmer (01/09/2019) lo confirman: “Sabemos que las plantas responden a sus entornos de maneras sofisticadas y complejas. Mucho más complejas de lo que imaginábamos”. Ya Darwin apuntó que la inteligencia se basa “en cuán eficiente se vuelve una especie en hacer las cosas que necesita para sobrevivir”, planteamiento recuperado por biólogos y filósofos actuales. Uno de los nombres más reconocidos en neurobiología vegetal, Stefano Mancuso (2015), respalda la tesis de la inteligencia de los árboles, capaces de ir aprendiendo y recordar (“no sabemos cuánto dura esta memoria, pero hay indicios de que podrían ser años: un árbol quizás puede almacenar información durante décadas”). En relación a las plantas, dicho profesor opina que son tan inteligentes como nosotros pues, aunque no posean ojos ni oídos como los nuestros, perciben todas las gradaciones de la luz, vibraciones sonoras…
…digo que las plantas son inteligentes porque defino la inteligencia como la capacidad de resolver problemas. […]. Y las plantas son extremadamente brillantes a la hora de encontrar soluciones con estrategias completamente diferentes de las nuestras. […] Por eso siempre digo que nos tenemos que inspirar en las plantas. Si la inteligencia es una calidad de la vida, la habilidad de sobrevivir es el resultado. Las plantas demuestran que son increíblemente más inteligentes porque nosotros estamos a punto de extinguirnos. (Mancuso y Pou, 09/07/2021)
De ahí que este botánico concluya: “las plantas son organismos sociales tan sofisticados y evolucionados como nosotros”, y lo ejemplifica con el cuidado parental que realizan, parecido al de los animales evolucionados: “En un bosque denso, para que un árbol recién nacido adquiera cierta altura para poder hacer la fotosíntesis y ser autosuficiente han de pasar al menos diez o quince años durante los cuales será alimentado y cuidado por su familia”. En relación a si las plantas sienten, Mancuso asegura: “Mucho más de lo que sentimos los animales. Y no es mi opinión o percepción, es una evidencia científica”. Gracias a sus veinte sentidos, perciben los cambios eléctricos, el campo magnético, el gradiente químico, la presencia de patógenos, etc. Aun sabiendo que “las plantas son el motor de la vida”, un experto en ecología vegetal se lamenta de que no aprendamos de sus estrategias: “Si hay que reconocerles una inteligencia a los árboles es su capacidad de integrarse permanentemente con el mundo”, por lo que deberíamos estudiar su manera de convivir con tan buenos resultados (Tassin, 2019). De hecho, “ninguna especie ha acelerado jamás su propia extinción como lo está haciendo el ser humano», tesis de un catedrático de metafísica (Cacciari, 10/04/2020), compartida por otro de ética, quien añade que actuar así revela poca inteligencia: “La evolución nos ha dado muchas herramientas y nos hemos creído que el mundo está hecho para nosotros. En este sentido deberíamos ser menos idiotas” pues, “aunque no somos culpables de ser tontos, todos somos culpables de continuar siéndolo” (Sádaba, 17/08/2021). Lo mismo es defendido en el ámbito de los animales por la experta en chimpancés, Jane Goodall, al cuestionar que seamos los únicos seres inteligentes del planeta como se piensa:
¿No es extraño que la criatura más inteligente que ha caminado sobre la faz de la tierra esté destruyendo su único hogar? Tenemos intelecto, pero en realidad no somos tan inteligentes. Hemos perdido la sabiduría, tomamos decisiones basándonos en ¿cómo me ayuda esto a mí, a mi familia? […] hay una desconexión ente este cerebro tan listo y el amor y la compasión, el corazón humano, y estoy convencida de que solo podemos alcanzar nuestro potencial humano cuando la cabeza y el corazón están en armonía” (17/04/2019).
Paco Calvo, catedrático de filosofía de la ciencia, investiga la inteligencia vegetal en Planta sapiens (2023) e indica que los últimos descubrimientos confirman que las plantas no solo aprenden, recuerdan, se comunican, reconocen a sus iguales, miden riesgos, toman decisiones… sino que tienen algo que podría llamarse personalidad, lo que le lleva a concluir que la inteligencia no es exclusiva de los humanos. Si algunos científicos consideran que las plantas son nuestros maestros más antiguos por existir desde el Devónico (hace 380 millones de años), otros, que “muchos árboles son potencialmente inmortales, lo que significa que no tienen un programa de senescencia”. Con argumentos similares, expertos de diversas disciplinas abogan por incorporar una “cultura de la gratitud” hacia el planeta, capaz de frenar “el consumo excesivo que está alentando la crisis climática y la pérdida de biodiversidad”. Como catedrática de biología ambiental y forestal, Robin Wall Kimmerer (2021) señala que dicho agradecimiento ayudaría a cultivar en los humanos una ética de la reciprocidad porque, “cuando estamos agradecidos por recibir un regalo, comenzamos a pensar qué podemos dar nosotros a cambio”, tomando de la Tierra sólo lo necesario y buscando la manera de restaurarlo. Esta naturalista pide conciencia ecológica y no “ser meros espectadores de la destrucción de aquello que más amamos” ya que, pese a confiar en la resiliencia de la biosfera, esta resistirá “siempre y cuando esté presente el amor humano”.
La primera razón para mostrarnos agradecidos con el mundo vegetal es reconocer que nuestra vida depende de él, según Hope Jahren (2021): “las plantas son los únicos seres del universo capaces de generar azúcar a partir de una materia inorgánica sin vida. Todo el azúcar que han ingerido los seres humanos se elaboró originariamente en el interior de una hoja. Es una sustancia fundamental, porque si el cerebro no recibe continuamente glucosa nos morimos. Así de sencillo”. Para esta geobióloga no existiríamos sin las plantas, tesis compartida por Mancuso, motivo por el que advierte: “talar un bosque es un error ético y también práctico, porque nuestra vida depende de ello”, ya que “los animales somos solo el 0,3% del peso de la vida”. Si las plantas representan el 85%, es comprensible que se reivindique la necesidad de protegerlas e incluso de otorgarles derechos. Para este botánico, constituyen la nación más poblada del planeta y necesaria para la supervivencia de cualquier organismo vivo. Como ellas, deberíamos ayudarnos; no en vano, “la cooperación es la fuerza a través de la que la vida prospera y la nación de las plantas la reconoce como a primer instrumento del progreso de las comunidades” (Mancuso, 2020).
Humanos y vegetación han aprendido a convivir para beneficiarse: el hombre protegiendo bosques en Parques Naturales y los árboles influyendo en su salud. Así lo han señalado los médicos tras comprobar que la presencia arbórea provoca una respuesta favorable en nuestro organismo, al estimular el sistema inmunológico con sustancias volátiles y acelerar la recuperación de enfermos. Por su parte, los psicólogos constatan que la criminalidad disminuye en zonas de extensa superficie forestal, dada la capacidad de los árboles de tranquilizar a quienes los visitan y reducir su posible violencia. Quien mejor ha entendido hasta qué punto ayudan al género humano es Qing Li, considerado el máximo experto en medicina forestal y a quien se debe la creación de la Medicina Inmunitaria del Medio Ambiente. El gobierno de Japón le contrató para que dirigiera la Sociedad Japonesa de Medicina Forestal y las investigaciones sobre el shinrin-yoku, o baños de bosque, tras probarse el beneficio que supone para las personas encontrarse cerca de ellos, dado que pasearse entre árboles grandes y viejos previene enfermedades. Este inmunólogo sostiene que “debemos volver a la naturaleza”, pues “los efectos positivos de los árboles sobre el bienestar mental duran más que las inyecciones de felicidad que nos aporta casarnos o un aumento de sueldo” (Qing Li, 2018)
¿Cuál es el mecanismo responsable de que estar en la Naturaleza mejore nuestra salud psíquica? La pregunta se la ha planteado Lucy Jones (2021) quien, después de investigar y reunir pruebas, advierte: “cuando nos desvinculamos del mundo natural, nos falta el alimento para nuestra mente”. Dicha periodista ha reunido en un libro las últimas aportaciones de la biología, la neurociencia y la psicología, para demostrar que la conexión con bosques y plantas nos beneficia en lo físico y psicológico; de ahí que recomiende la terapia de la naturaleza para aliviar enfermedades, a la vez que pide menos progreso y más empatía, a fin de “poder sentir la conexión, y el asombro” ante ella y “comprender la interconexión intrínseca del Planeta Tierra”. Si el bioinvestigador Marco Nieri (2011) ha reunido en un artículo el resultado de estudios realizados en diversas Universidades, que demuestran la incidencia positiva de los árboles en nuestra salud, la comunidad médica destaca como factores que la potencian: la aerobiología forestal, el caminar lento, el silencio, la relajación, el respirar consciente y una reconexión con el entorno natural a través de los sentidos. En resumen, si la Naturaleza es una necesidad y sentir nuestra conexión con ella lo que nos ayuda a superar adversidades y sanarnos, ¿la forma de devolverle tantos bienes es amarla y protegerla?
Así lo creyeron Humboldt y sus discípulos, Thoreau y Muir, naturalistas convencidos de que, para entenderla, los sentimientos eran tan importantes como los datos científicos. Muir veía la naturaleza como un organismo vivo, por lo que comprenderlo desde la botánica suponía un enfoque muy limitado y declaraba la necesidad de amarlo, igual que la Naturaleza nos inspira una forma de afecto al conectarnos con la vida. Es a finales del siglo XX cuando, con una actitud de estima y respeto, nace la Ecosofía, corriente de pensamiento que une ecologismo y reflexión filosófica, buscando una sabiduría para habitar el planeta y cambiar nuestra visión del mundo. Desde ella se nos advierte que la Tierra no es una suministradora de materias primeras para la Humanidad, ni tampoco un escenario para que actuemos, en opinión del doctor en filosofía Jordi Pigem (2022): “es nuestro cuerpo externo. Nuestro espacio vital, nuestra casa” y nosotros, “parte del gran prodigio que es la Naturaleza, la biosfera, la Tierra” y, como “somos Tierra, ella es nuestro cuerpo y nosotros su alma”). De ahí la obligación de amarla y reconocer que su existencia y la del Universo son manifestaciones de una realidad que trasciende una explicación materialista.
Uno de los primeros pensadores en llegar a la idea de ecosofía, y quien la exploró más a fondo, fue Raimon Pannikar (2021), cuya visión humanista y científica de la Tierra le permitió entenderla y pedir que recuperásemos la relación con ella, hasta sentir que somos miembros de un organismo superior que nos contiene y nutre. Según este filósofo, teólogo y químico, la ecosofía sería una invitación a escucharla por estar vinculados y ser parte de la vida que la conforma (‘humano’ viene de humus ‘tierra, suelo vivo’ y del sufijo –anus ‘perteneciente’). A su entender, “el cordón umbilical que nos vincula a la Tierra es mucho más profundo que las ataduras biológicas” y, si la maltratamos a ella, nos maltratamos a nosotros. Ello nos obliga a respetar una psicobioética, en tanto que miembros de un todo donde los seres vivos se relacionan con fuertes vínculos. En consecuencia, Pannikar propone dejar de luchar por nuestra supervivencia individual y evolucionar como humanos, con voluntad de lograr un mundo mejor y cuidar el ecosistema del que somos parte, movidos por un sentir solidario.
Escuchar al planeta implica percibirlo como una entidad y, de hecho, todas las culturas lo han considerado mucho más que un objeto. Una intuición ancestral de casi todos los pueblos asegura que la Humanidad es un solo cuerpo vivo con la Tierra; es decir, que los humanos somos ella, no meros residentes en su superficie. De ahí que amarla exija protegerla por su bien y por el de todos, porque de su supervivencia depende la de miles de especies. Tal vez ese sea el motivo de que las Naciones Unidas adoptasen en 2009 el nombre de Madre Tierra, al declarar el 22 de abril como su día oficial, y decretar el 5 de junio como jornada del medio ambiente. “Hay que frenar y dar un descanso a la Naturaleza”, exige Sylvia Earle, bióloga marina y Premio Princesa de Asturias 2018. Reconocida como la voz del océano ante nuestra especie, Earle sostiene: “Cuando me preguntan cuál es mi animal marino favorito, siempre respondo lo mismo, los humanos. Nosotros necesitamos el mar tanto como lo puede necesitar una ballena, un atún o una barrera de coral” (Earle, 01/11/2022). La razón la apunta el biólogo José Antonio Bella al recordarnos que formamos parte de una misma familia:
El hecho de que compartamos genes con algunos parientes lejanos como mamíferos, animales, o incluso plantas y bacterias, explica por qué las funciones esenciales del metabolismo y del funcionamiento de la vida son las mismas. Los hemos heredado de nuestros ancestros, parte de ellos comunes, en un árbol de la vida que se viene ramificando desde el comienzo de los tiempos. (Bella, 05/06/2016)
La primera mujer africana en recibir el Nobel de la paz en 2004 fue Wangari Maathai, quien logró que se incluyera en este premio la defensa del medio ambiente como factor de la paz. El jurado reconoció su defensa de la ecología, que inició en 1977 con el llamado Green Belt Movement, consistente en plantar árboles buscando paliar la desertización de su país, Kenya, y ayudar a que las mujeres alimentasen a sus familias. El objetivo era que ellas sintieran la necesidad de proteger el medio ambiente tanto como reivindicar sus derechos; de ahí el ofrecerles cursos de jardinería, feminismo, política o ecología, con el lema: “plantar árboles y sembrar ideas” (Maathai, 2020). Su labor consiguió que el árbol acabara simbolizando la paz y la resolución de conflictos, al plantarse en zonas de lucha con el fin de promover una cultura de la armonía. Usarlo como lenguaje pacifista ya formaba parte de la tradición africana; razón de que, a día de hoy, se sigan sembrando y la Fundación Wangari Maathai vele por la continuidad y expansión del proyecto tras haber plantado cincuenta millones de ejemplares.
Otras voces de peso se han alzado para exigir a los políticos propuestas y acciones: desde líderes religiosos como el Dalai Lama o el Papa Francisco, férreos partidarios de la acción climática urgente, a la primatóloga Jane Goodall, demandando a los gobernantes: “elegir un proyecto para ayudar a las personas. Otro para ayudar a los animales y otro para ayudar al medio ambiente, porque todo está interconectado”. Los testimonios citados insisten en que debemos vivir en paz con la Naturaleza y amarla, lo que supone sintonía con ella, sin desear rentabilizarla y agradeciendo la serenidad que nos aporta. En el siglo XIX, autores de la talla de Dostoievski o Walt Whitman ya lo plantearon; en el XX, Joan Maragall lo asumió al afirmar: “Soy la Naturaleza sintiéndose a sí misma”. Por suerte, hoy su defensa ya es un tema literario que la
Notas:
[1] Holobiontes: entidades formadas por la asociación de diferentes especies que dan lugar a unidades ecológicas.
[2] S. Beruete: Verdolatría: La naturaleza nos enseña a ser humanos; Un trozo de tierra. S. Mancuso: El futuro es vegetal; La nación de las plantas; La planta del mundo. B. Ch. Han: Vida contemplativa; Loa a la tierra. E. Kohn: Cómo piensan los bosques; M. Martella: Un pequeño mundo, un mundo perfecto, etc.
Bibliografía:
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– Cacciari, Massimo: “Ninguna especie aceleró su propia extinción como los humanos”, La vanguardia, 10/04/2020.
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– Gagliano, Mónica: Así habló la planta: la consciencia secreta de las plantas y la sorprendente comunicación con ellas y entre ellas, Móstoles, Gaia ediciones, 2020.
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– Mancuso, Stefano y Viola, Alessandra: Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015.
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– Puleo, Alicia: Ecofeminismo para otro mundo posible, Madrid, Cátedra, 2011.
– Riechmann, Jorge: Simbioética, Madrid, Plaza y Valdés, 2022.
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– Tafalla, Marta: Filosofía ante la crisis ecológica, Madrid, Plaza y Valdés, 2022.
– Tassin, Jacques: Pensar como un árbol, Barcelona, Plataforma editorial, 2019.
– Wohlleben, Peter: La vida secreta de los árboles, Barcelona, Obelisco, 2016.
Montserrat Escartín Gual. Doctora en Filología Hispánica, ha ejercido la docencia como Catedrática de Literatura en la Universitat de Girona
Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/2024/01/11/que-hacemos-con-la-naturaleza/