Netflix está hoy presente en alrededor de dos millones de hogares españoles. No parecen irles muy mal las cosas. Sin embargo, la multinacional paga más o menos los mismos impuestos que tú. ¿No te lo crees? Las dos filiales españolas del gigante de producción y distribución audiovisual en streaming pagaron 3.146 euros en concepto de impuesto de sociedades en su primer ejercicio fiscal en España. Y no, no falta un “millones”. Pagaron 3.146 euros en impuestos. En todo el año 2019. Que, por cierto, no era su primer año, porque llevan operando en nuestro país desde 2015, pero nunca antes habían tributado. Aunque, visto el resultado, igual hasta les habría interesado empezar antes: ¡podría haberles salido a devolver y todo! Bromas macabras a parte, la factura fiscal por impuesto sobre beneficios de Netflix España equivale, aproximadamente, al IRPF que paga un trabajador que ingrese 24.000 euros anuales.
El caso de Netflix no es una anécdota. Desde hace tiempo vemos año tras año salir a la luz nuevas filtraciones de papeles que demuestran cómo multimillonarios y multinacionales del mundo se consideran a sí mismos como una “nueva aristocracia global” que goza del privilegio de estar exentos de pagar impuestos. Leona Helmsley, esposa del multimillonario Harry Helmsley (condenado por evasión fiscal), afirmó con orgullo que ella no los pagaba porque los “impuestos son para la gente normal”. Y, visto lo visto, la verdad es que razón no le falta. Mientras trabajadores y pequeños empresarios contribuyen con sus impuestos –y ponen la parte que otros no han pagado–, la desigualdad en el mundo se multiplica y la austeridad se instala en las políticas públicas con recortes sobre nuestra educación, sanidad y, en definitiva, sobre nuestros derechos. Y a lo largo de estas semanas estamos comprobando de forma dramática cómo esos recortes en sanidad se convierten literalmente en muertes.
Pero la evasión y la elusión fiscal no son casos aislados o coyunturales: entrañan un fenómeno estructural del capitalismo líquido de nuestro tiempo, íntimamente ligado a la ofensiva neoliberal que desde hace décadas azota nuestras economías. No son manzanas podridas: son ladrones que arramplan con los manzanos comunes, pero se niegan a contribuir a su cultivo colectivo. Y aquí en Europa, la propia arquitectura económica de la UE promueve, en un marco de libertad de movimiento de capitales y sin armonización fiscal, regímenes fiscales dispares en su seno. Un sistema que propicia una devaluación fiscal permanente de la que se benefician tanto las élites de Holanda y Alemania como las de España o Italia. Así mismo, la UE cuenta con sus propias estructuras offshore y un entramado regulatorio cuyos desniveles, permisividades y estímulos en la sombra, potencian la evasión y elusión que de facto beneficia sólo a los grandes capitales, rentistas y familias más ricas, en perjuicio de las mayorías populares. El resultado es una Europa de millonarios a costa de millones de pobres.
Un entramado de elusión y evasión que no podría funcionar sin una red de guaridas fiscales al margen de las obligaciones tributarias. Y decimos “guaridas”, por no decir directamente “cloacas”, porque llamarlas “paraísos fiscales” sería aceptar la gramática de la misma minoría peligrosa para quienes esos lugares resultan paradisíacos. Gracias a estos lugares donde la lex mercatoria impera sobre cualquier otro derecho, a la ingeniería contable y a recovecos legales, un puñado de privilegiados ha encontrado numerosas fisuras para ocultar o disimular una proporción sustancial de sus fortunas. Y hoy todo el sistema hace aguas por esas grietas. Según todos los estudios, nunca ha habido tanto dinero en paraísos fiscales como hoy. Aunque la cantidad exacta es imposible de contabilizar: por el secretismo y por lo obscenamente abultado del monto. Según el economista Gabriel Zucman, habría cerca de 7,6 billones de dólares procedentes de fortunas personales ocultos en lugares como Suiza, Luxemburgo o Singapur.
La evasión o elusión fiscal de las grandes fortunas y multinacionales está en el corazón tanto del vertiginoso aumento de la desigualdad en todo el mundo como de la tendencial carestía financiera de los estados que alimenta el discurso de los recortes y la austeridad. Se estima que en toda la UE se pierde cada año un billón de euros en recaudación tributaria por este motivo. Un billón es básicamente el PIB de España. Algo especialmente obsceno en estos años de crisis en los que desde las instituciones europeas se pedían esfuerzos a la mayoría de la población para que aceptasen recortes de derechos e ingresos a cambio de «salir entre todos» de la crisis. Pero a los “paraísos” fiscales nadie les aprieta el cinturón.
Además, es fundamental recordar que la concentración de la renta y la riqueza estuvo en el origen de la crisis y que, lejos de disminuir en estos años, no ha dejado de crecer. Las políticas económicas aplicadas por las instituciones comunitarias y por los gobiernos han producido una masiva transferencia de recursos de abajo arriba. Una socialización de las pérdidas. Un expolio fríamente organizado. Una economía de Hood Robin, ese ladrón de guante invisible que roba a los pobres empobrecidos para dárselo a los ricos enriquecidos. Y cual canciller Palpatine con el Consejo Jedi, para que no quedase contrapeso alguno al atraco perfecto, las instituciones y las políticas redistributivas han sido objeto de una sistemática operación de acoso y derribo desde las tribunas, lobbies, partidos políticos y medios de comunicación al servicio de multimillonarios y multinacionales.
Estos diez años desde el inicio de la crisis de la deuda en Europa han supuesto una década perdida para las clases populares, pero una época de ganancias para las grandes corporaciones que no han parado de aumentar sus beneficios y su poder. Un tiempo marcado por la combinación de escasez y desigualdad, donde la pérdida de peso de las rentas del trabajo en favor de las del capital reluce de forma especialmente sangrante. Tiempos de oligarquización acelerada del poder: un fenómeno que se erige a la vez como resultado, causa y eje central del nuevo ciclo histórico que vive tanto Europa en general como España en particular.
En su último informe, la OIT destaca el caso de España en esa pérdida de las rentas del trabajo en relación con el PIB. Y le pone cifras: desde 2009, las y los trabajadores han perdido 64.500 millones de euros al año en ese proceso, que no es otra cosa que la lucha de clases en cifras macroeconómicas. Básicamente lo que costó (hasta ahora) el rescate bancario. Pero como si lo tuviéramos que pagar cada año. Revertir esta escandalosa situación pasa irremediablemente por situar en la agenda europea la reducción del poder económico y político de los de arriba mediante el reparto del trabajo y de la riqueza como eje central para atajar la desigualdad creciente. Y hoy ya no es solo una cuestión política o ideológica. Ni siquiera moral. Es también la única manera de tener herramientas para poder enfrentar la pandemia social que se avecina.
Estas últimas semanas estamos escuchando que, ante la crisis económica y social que se avecina, será necesario implementar un ‘programa de reconstrucción’, un ‘Plan Marshall a la europea’, un ‘New Green Deal’ o un ‘New Deal’ a secas ahora que parece que las élites se bajan de la fiebre verde y vuelven a relegar la agenda ecológica para tiempos mejores. En cualquier caso, muchos nombres grandilocuentes que concretan poco o nada en qué consistirían y menos aún cómo se financiarían esos programas. Y no son precisamente detalles menores. Porque tan importante como hablar de aumentar el gasto social es determinar quién pagará la factura. ¿Pasará como en la crisis de 2008? ¿Pasará como pasa con los paraísos fiscales? ¿Pasará como con Netflix?
Si queremos que esta vez la historia sea diferente, tenemos que plantar cara de forma decidida a la revuelta de los privilegiados: ese puñado de multimillonarios y multinacionales que se niega a pagar impuestos, practicando un auténtico terrorismo fiscal con la ayuda cómplice de gobiernos y principales partidos, mientras se dedica a denunciar o a amenazar directamente a quien denuncia sus prácticas de desfalco de las finanzas públicas. Así que, cuando saquen su postureo de estadista a pasear y nos hablen de implementar un ‘New Deal’ para rescatar la economía post-pandémica, sería bueno recordarles que para poder financiar el original, Franklin D. Roosevelt llevó el impuesto sobre la renta a su máximo histórico a lo largo de los 12 años de su mandato (1933-1945). A quienes ingresaban más de 200.000 dólares de entonces (al cambio histórico unos 3 millones de dólares actuales) se les aplicaba un tipo impositivo del 94%, el más alto de los 24 tramos en los que se estructuró el impuesto sobre la renta en Estados Unidos en aquellos años post-depresión.
Hoy puede sonar revolucionario. Seguramente porque la contrarrevolución neoliberal se ha encargado de que solo la antigua distopía nos parezca cruda cotidianidad. Por eso necesitamos una revolución fiscal sobresaliendo en la caja de herramientas contra la desigualdad galopante. Pero además de un instrumento necesario, la lucha contra la evasión y elusión fiscal y en favor de una fiscalidad realmente progresiva constituye también hoy un cuestionamiento del orden mundial neoliberal imperante. Un cuestionamiento del acaparamiento del conjunto de los recursos del planeta por una minoría peligrosa que luego se intenta lavar la cara con una especie de “filantro-capitalismo” obsceno.
El ejemplo más paradigmático lo hemos tenido estos días en la Comunidad de Madrid, con el Gobierno del PP de Díaz Ayuso un día anunciando la mayor bajada de impuestos de la historia y al día siguiente pidiendo donaciones por internet a empresarios y multinacionales para para financiar la sanidad madrileña durante la pandemia del coronavirus. Solo en impuesto del patrimonio, Madrid dejó de percibir 955 millones de euros en 2017 (el último año en el que hay registros) por exenciones a los más ricos. No queremos su marketing caritativo; queremos que paguen la factura de una sanidad pública, gratuita, universal y de calidad. Porque, como hemos visto estas semanas, entre otras cosas nos va la vida en ello. Y para que empiece a ser una realidad hay que aumentar los impuestos de forma sustancial a quienes más tienen.
Porque enfrentar la pandemia social que se avecina pasa ineludiblemente por el combate de la desigualdad, de todas las desigualdades crecientes, plurales e interconectadas, interviniendo en las realidades que son fuente y reflejo de esa desigualdad, como la fiscalidad, la precariedad, la austeridad o el poder corporativo. En definitiva, volver a poner en el centro del debate la redistribución de la riqueza y de los recursos como eje central de un programa ecosocialista. Porque nuestras vidas valen más que sus beneficios. Y porque nuestro combate es tanto contra las élites que provocan desigualdad como contra quienes se aprovechan de ella para convertir a los más golpeados en chivos expiatorios y exculpatorios de las primeras. Una revolución fiscal para que los paraísos de una minoría peligrosa no sean el infierno de la mayoría social.
Miguel Urbán Crespo es eurodiputado y militante de Anticapitalistas.