Desde nuestras casas, en cuarentena, en medio de una crisis médica y social sin precedentes en nuestra reciente historia, asistimos al enésimo capítulo del Hundimiento Real. Esa serie, financiada con dinero público, con la que desde hace años nos deleita la familia borbónica. Esta temporada ha empezado fuerte: la malvada fundación offshore Lucum ha resultado ser una tapadera donde el monarca emérito Juan Carlos I atesoraba 100 millones de euros procedentes de supuestas comisiones ilegales de Arabia Saudí.
Un giro de guion nada original que, según parece, los productores de la serie tenían ya escrito hace año y medio, que es cuando desde Zarzuela le pasó el libreto a Moncloa. ¿Por qué no supimos nada de esto en las temporadas anteriores? Porque el apagón informativo sobre la Cosa Real y sus chanchullos son manual de estilo entre la prensa española. Han tenido que ser las investigaciones en tribunales suizos sobre los affaires Corinna y varios artículos en diferentes medios internacionales quienes hayan puesto encima de la mesa pública este auténtico escándalo de Estado. Y es que hay guiones de Juego de Tronos peor protegidos que los secretos de la realeza española.
Símiles seriéfilos aparte, que para eso ya están Los Soprano, lo que resulta quizá más paradigmático del momento “real” es cómo está intentando gestionar la crisis la propia Casa Real. Felipe VI se apresuró a publicar un comunicado en el que le quitaba la asignación mensual al rey emérito y renunciaba a su herencia, incluyendo lo que le tocase de esos 100 millones saudíes. Un cortafuego para intentar frenar el caudal de barro que caía en plena crisis sanitaria. Los hospitales buscando financiación debajo de las piedras y los Borbones con los maletines a rebosar en cada paraíso fiscal.
Matar al padre para intentar exonerar al hijo y salvar de paso a la institución. Aunque al precio de reconocer implícitamente los presuntos delitos de los que se acusa a Juan Carlos y dejar muchas preguntas abiertas con obscenas respuestas implícitas. ¿Va a renunciar Felipe también al trono que heredó de su padre? (risas enlatadas de fondo) ¿Por qué es tan fácil eliminar de un plumazo privilegios reales y cuesta tantos años quitarle las medallas y honorarios públicos a esos 115 policías franquistas que aún hoy cobran del Estado por sus servicios como torturadores a la dictadura? (esperen ahí sentados) ¿Devolverán algo de lo robado para, no sé, así por ejemplo, destinarlo a financiar gastos sanitarios excepcionales en plena pandemia?
Más allá de que, según varios expertos en la materia, la renuncia a la herencia real es legalmente improbable y tiene más de fuego de artificio que de realidad, el anuncio fue alabado de forma unánime por los principales medios de comunicación españoles. Por enésima vez, cerraron filas acríticamente con la institución monárquica desde sus editoriales y tribunas. Así, El Mundo se daba golpes en el pecho mientras dictaminaba que «en estos complicados momentos por los que está pasando el país, la ciudadanía puede tener la certeza de contar con un Rey ejemplar, honesto y responsable», mientras El País nos recordaba que «no se puede confundir la Monarquía con la persona del Rey emérito». Resulta paradójico, precisamente de boca de quienes alimentaron aquella leyenda de que “España era más juancarlista que monárquica”.
Muchos ahí arriba debieron pensar que esa mezcla de cierre de filas mediático y político habitual y el más que justificado monopolio informativo sobre el covid-19 (corona salva a corona y tiro porque me toca) frenarían la hemorragia y pasarían página. Pero no. El miércoles, la insulsa e insultante locución del monarca (ni una palabra sobre todo lo anterior, vacías y tardías palabras sobre todo lo demás) llegó acompañada de un multitudinario y confinado coro de cacerolas desde los mismos balcones que cada noche aplauden a las y los trabajadores públicos. Solo el pueblo salva al pueblo y sabe quién es parte de la solución y quién parte de la gangrena. Ya que el CIS lleva años sin incluir en sus encuestas valoraciones ciudadanas sobre la monarquía, valgan estas batucadas plebeyas como barómetro sobre la institución.
Pero, con sus altibajos, subidones folclóricos y escándalos como este último, la falta de legitimidad de la monarquía es una constante desde su restauración por obra y gracia de Franco. Una institución que ni entonces ni desde entonces se ha sometido a consulta alguna o refrendo popular, a pesar de las presiones internacionales por realizarla. En la Constitución hubo que incluir aquello de la cuestión “histórica” del artículo 57.1 para (intentar) argumentar su vigencia en el ordenamiento jurídico postfranquista. Aunque la mejor muestra de la falta de suelo firme en la legitimidad de la monarquía es el permanente extremo cuidado del establishment por la figura e imagen del monarca. Una Casa Real fuerte y con apoyo popular no necesitaría tantos juglares que cantasen sus glorias por cada plaza de pueblo.
Durante años, la larga sombra del 23F había apuntalado el edificio monárquico español. El supuesto papel de Juan Carlos como “monarca salvaguarda de la joven democracia”, a la cabeza del cacareado protagonismo de las élites en la restauración democrática y ante el posterior golpe de Estado fallido que cerró simbólicamente la Transición (ocultado de paso el verdadero protagonismo de las clases populares y trabajadoras en la lucha contra la dictadura), han funcionado durante décadas como relato oficial y balón de oxígeno para la institución.
Pero casi 40 años después de aquel 23F, ya no hay justificación mediática, social o política que sostenga esta monarquía corrupta de los pies a la cabeza. Cualquier serie que se preste sabe cuándo está estirando en exceso la trama. El guion de escándalos, parasitismo e irresponsable impunidad anacrónica se ha vuelto tan repetitivo como injustificable. En una democracia consolidada, las últimas informaciones reveladas deberían constituir la gota que colme el vaso. Pero sabemos que, como con cualquier virus, la victoria también depende de todos nosotros y nosotras. Quédate en casa, pero no te límites a ser un mero espectador en el largo camino de decadencia borbónica: si tomamos partido, entre todas resolveremos de una vez por todas este remake tardo-medieval en clave democrática y a favor de la “res publica”.