Si algo ha permitido constatar la actual crisis económica es la inveterada predisposición de las clases privilegiadas a cargar sus costes sobre los sectores sociales más vulnerables. Las bravuconadas racistas de Nicolás Sarkozy y Silvio Berlusconi, como las del líder austríaco Georg Häider hace unos años, son la expresión más desembozada de este tipo de […]
Si algo ha permitido constatar la actual crisis económica es la inveterada predisposición de las clases privilegiadas a cargar sus costes sobre los sectores sociales más vulnerables. Las bravuconadas racistas de Nicolás Sarkozy y Silvio Berlusconi, como las del líder austríaco Georg Häider hace unos años, son la expresión más desembozada de este tipo de actitud. Sin embargo, cuando los gobiernos francés e italiano decretan que los migrantes pobres son «chusma», que sus derechos básicos deberían supeditarse a un contrato de integración que a nadie más se exige, o que la falta de papeles debería considerarse un delito, se tiene la impresión de que formulan de manera provocadora lo que otros están dispuestos a aceptar bajo formas más amables y suavizadas.
Las declaraciones de Sarkozy y Berlusconi, en efecto, están lejos de ser un simple sarpullido en un continente inmunizado contra este tipo de desafueros. Ya en el Tratado de Roma de 1957, la libertad de circulación y residencia aparecía como un derecho mutilado, como un privilegio reservado a los ciudadanos de los países miembros. Esta configuración excluyente fue determinante para el crecimiento de los «grandes de Europa», comenzando por la propia Alemania. Es más, el mito del «milagro económico» hubiera sido difícilmente sostenible sin la decisiva aportación de miles de trabajadores españoles, turcos o portugueses que, en su condición de «extranjeros», se vieron obligados a vivir de manera clandestina y a soportar controles o humillaciones de diverso tipo.
A partir de entonces, cada fase de ampliación en el proceso de integración ha supuesto la creación jurídica de nuevos «europeos» a los que se concede un pasaporte, el disfrute más o menos estable de ciertos derechos y una trepidante incorporación al consumo de masas capitalista. Pero también ha comportado la producción de nuevos «extranjeros» condenados a la exclusión o a una inclusión subordinada al mercado laboral. Un trabajador extranjero siempre puede ser acusado de no «adaptarse» o «integrarse» a las condiciones que le ofrecen en los países receptores, comenzando, claro está, por las económicas. Y quien no logra «adaptarse», quien aspira a vivir sin permiso de otros, puede ser bruscamente devuelto al limbo de la ilegalidad y considerado un potencial delincuente.
En rigor, el vínculo entre inmigración ilegal y delincuencia se presenta como un elemento capital de la economía «altamente competitiva» que los Tratados europeos ensalzan sin tapujos. Cuando hay crecimiento, ese vínculo puede relajarse ligeramente. Entonces, tienen lugar las «regularizaciones extraordinarias» -presentadas siempre como la última de todas- y la esclusa de los llamados a apuntalar sectores de dudosa viabilidad como la construcción o la agricultura intensivas, puede abrirse con cierta flexibilidad. Pero cuando llega la recesión, quienes pagan vuelven a ser, no los grandes grupos económicos enriquecidos en la fase anterior, sino los trabajadores extranjeros, que ven cernirse sobre ellos una renovada panoplia de controles y medidas represivas.
Esta es la idea que subyacía a la creación del llamado grupo TREVI, con el que los países comunitarios se comprometían, ya en los años 70, a rastrear el ligamen entre «terrorismo, delincuencia e inmigración». Y es la que inspira la propuesta de «Directiva de Retorno» que el Parlamento europeo discutirá a lo largo de este mes de junio.
Lejos, en efecto, de ser una rareza surgida de la nada, la propuesta de Directiva es el precipitado lógico de un proceso que necesita disponer de una mano de obra estigmatizada y disciplinada al servicio de sus objetivos económicos. La posibilidad de privar de libertad a una persona durante 18 meses por una simple falta administrativa -carecer de papeles- y de impedirle entrar en territorio europeo durante 5 años, debería avergonzar a un continente que aspira a ser una alternativa civilizatoria para el conjunto del planeta. Lo cierto, sin embargo, es que los Centros de Internamiento -más de 175 en toda la Unión Europea e incluso fuera de ella- son sólo uno de los dispositivos surgidos para mantener a raya a los miles de mujeres y hombres que huyen de sus países con la esperanza de una vida mejor. Radares, sensores, muros, alambradas, buques y helicópteros, controles biométricos, vigilancia constante en metros, aeropuertos, estaciones de autobuses y escuelas, uso de narcóticos y camisas de fuerza en las repatriaciones, detenciones indiscriminadas, falta de asistencia jurídica efectiva . Y muertes. Este es el auténtico precio, moral y económico, que comporta la cotidiana utilización de las fronteras como instrumento para producir ilegalidad y vulnerabilidad económica.
Por eso, cuando el ministro Alfredo Pérez Rubalcaba se felicita porque su gobierno sólo considera aumentar el período de retención en un Centro de Internamiento de 40 a 60 o 90 días, o porque, a diferencia de Italia o Francia, apuesta por una inmigración ordenada que humanice la represión y las expulsiones, la desazón es inevitable. Y es que pretender que con estas políticas se podrá contrarrestar la demagogia de la derecha, desactivar la violencia xenófoba o evitar las revueltas que acabarían generándose, constituye un claro ejercicio de miopía política, cuando no de velado cinismo.
En un contexto como el actual, por el contrario, la única alternativa realista a la degradación violenta de las condiciones de vida en los países emisores y receptores de migración sigue siendo el reconocimiento efectivo de la libertad de circulación y la implantación progresiva de una ciudadanía de residencia basada en el principio de que, en materia de derechos, los que habitan en un lugar, son de ese lugar.
Una consigna de este tipo no pretende apelar a la caridad o a la buena voluntad de los gobiernos europeos. Por el contrario, sería una manera de asumir la enorme deuda social y ecológica que Europa -sus empresas, su insostenible modelo de producción y consumo- ha contraído con los países
Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona. Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.