La agricultura ecológica pone muy nerviosos a algunos. Así lo constatan, en los últimos tiempos, la multiplicación de artículos, entrevistas, libros que tiene por único objetivo desprestigiar su trabajo, desinformar acerca de su práctica y desacreditar sus principios. Se trata de discursos plagados de falsedades que, vestidos de una supuesta independencia científica para legitimarse, nos […]
La agricultura ecológica pone muy nerviosos a algunos. Así lo constatan, en los últimos tiempos, la multiplicación de artículos, entrevistas, libros que tiene por único objetivo desprestigiar su trabajo, desinformar acerca de su práctica y desacreditar sus principios. Se trata de discursos plagados de falsedades que, vestidos de una supuesta independencia científica para legitimarse, nos cuentan las «maldades» de un modelo de agricultura y alimentación que suma progresivamente más apoyos. Sin embargo, ¿por qué tanto esfuerzo en desautorizar dicha práctica? ¿Quién tiene miedo de la agricultura ecológica?
Cuando una alternativa cuaja socialmente dos son las estrategias para neutralizarla: la cooptación y la estigmatización. La agricultura ecológica es torpedeada por ambas. Por un lado, cada vez son más las grandes empresas y los supermercados que producen y comercializan estos productos para dar cobertura a un floreciente nicho de mercado y «limpiarse» la imagen, a pesar de que sus prácticas no tienen nada que ver con lo que defiende este modelo. Su objetivo: cooptar, comprar, subsumir e integrar esta alternativa en el modelo agroindustrial dominante, vaciándola de contenido real. Por otro lado, la estrategia del «miedo»: estigmatizar, mentir y desinformar acerca de la misma, confundir a la opinión pública, para así desautorizar este modelo alternativo.
Y, ¿si alzas la voz en su defensa? Insultos y descalificaciones. Si un científico se posiciona en contra de la agricultura industrial y transgénica, es tachado de «ideológico». Como si defender este tipo de agricultura no respondiera a una determinada ideología, la de aquellos que se sitúan en la órbita de las multinacionales agroalimentarias y biotecnológicas, y que a menudo cobran de las mismas. Si un «no científico» la crítica, entonces, su problema es que no sabe, que es un ignorante. Según estos parece que solo los científicos, y en particular aquellos que defienden sus mismos postulados, pueden tener una posición válida al respeto. Una actitud muy respetuosa con la diferencia. Otra práctica habitual es calificar a quien crítica de «magufo», sinónimo despectivo, según la jerga de esta «elite científica», de anticientífico. Se ve que defender una ciencia al servicio de lo público y lo colectivo implica estar en contra de la misma. Una argumentación de locos.
Veamos, a continuación, alguna de las afirmaciones más repetidos para descalificar y desinformar sobre la agricultura ecológica, y que ampliaremos en siguientes artículos. Porque hay quienes creen que repetir mentiras sirve para construir una «verdad». Ante la calumnia, datos e información.
El peligro de los agrotóxicos
«La agricultura ecológica no es más sana ni mejor para el medio ambiente», dicen. Nos quieren hacer creer que una agricultura industrial, intensiva, que usa sistemáticamente productos químicos de síntesis en su producción, es igual a una agricultura ecológica que prescinde de los mismos. Increíble. Si las prácticas agroecológicas emergen es precisamente como respuesta a un modelo de agricultura que contamina la tierra y nuestros cuerpos.
Desde hace años, la retirada y prohibición de fitosanitarios, agrotóxicos, utilizados en la agricultura convencional ha sido una constante, después de demostrarse su impacto negativo en la salud del campesinado y los consumidores y en el medio ambiente. Quizá el caso más conocido sea el del DDT, un insecticida utilizado para el control de plagas desde los años 40 y que debido a su alta toxicidad ambiental y humana y escasa o nula biodegradabilidad fue prohibido en muchos países. En el año 1972, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos vetó su uso al considerarlo un «cancerígeno potencial para las personas». Otras agencias internacionales como el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, la Agencia Internacional de Investigación en Cáncer, entre otras, han denunciado también dichos efectos. Aún así, quienes mantienen la afirmación inicial -aquí rebatida- se muestran todavía, y aunque pueda sorprender, partidarios del DDT, y lo siguen defendiendo, a pesar de todas las evidencias.
Sin embargo, el DDT no es un caso aislado. Cada año, productos químicos de síntesis utilizados en la agricultura industrial son retirados del mercado por la Comisión Europea. Sin ir más lejos, en el 2012 el Tribunal de Gran Instancia de Lyon concluyó que la intoxicación del campesino Paul François y las consiguientes secuelas en su salud fueron debidas al uso y manipulación del herbicida Lasso de Monsanto, que no informaba ni de la correcta utilización del producto ni de sus riesgos sanitarios. La misma Organización de las Naciones Unides sobre Agricultura y Alimentación (FAO) sentenciaba en el artículo Control of water pollution from agriculture, en el año 1996, que el uso de pesticidas en la agricultura tenía efectos negativos en varios niveles: 1) En los sistemas acuáticos, ya que su alta toxicidad y la persistencia de químicos degradaba las aguas. 2) En la salud humana, pues la inhalación, la ingestión y el contacto con la piel de dichos productos químicos incidía en el número de casos de cáncer, deformidades congénitas, deficiencias en el sistema inmunitario, mortalidad pulmonar. 3) En el medio ambiente, con la muerte de organismos, generación de cánceres, tumores y lesiones en animales, a través de la inhibición reproductiva, y la disrupción endocrina, entre otros. ¿Qué fitosanitarios serán prohibidos mañana? Imposible saberlo. ¿Hasta cuando permitiremos seguir siendo cobayas?
Jugando con la salud de los países del Sur
Capítulo a parte merecería analizar el impacto de dichos agrotóxicos en la salud de las comunidades cercanas a las plantaciones donde se aplican. Innumerables han sido los casos reportados, especialmente en países del Sur donde su uso es más permisivo. En Argentina tenemos el documentadísimo caso de las Madres de Ituzaingó, en Córdoba, en pie de guerra contra las fumigaciones en las plantaciones sojeras alrededor de su comunidad, y responsables del alto número de casos de cáncer, malformaciones en recién nacidos, anemia hemolítica… que afectan a su población. En 2012, la Camara I del Crimen de Córdoba les dio la razón al sentenciar que la fumigación con agrotóxicos era delito y sus autores fueron condenados por contaminación dolosa. En varios países centroamericanos, el uso sistemático del Dibromo cloropropano (DBCP) en plantaciones de la Standard Fruit Company, Dole Food Corporation Inc., Chiquita Brands International, fue el responsable de centenares de muertes, cánceres, deficiencias mentales, malformaciones genéticas, esterilidad y dolores por todo el cuerpo entre sus trabajadores. A pesar de que en 1975, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos consideró al DBCP un posible agente cancerígeno, las multinacionales bananeras lo siguieron utilizando. La lista podría continuar con casos de comunidades afectadas por el uso de agrotóxicos en India, Tailandia, Paraguay, y muchos otros países. La agricultura industrial genera enfermedad y muerte, los datos así lo demuestran. Quién lo niegue, miente.
Si hablamos de alimentación y salud es necesario referirse también al negativo impacto de algunos aditivos alimentarios (aromatizantes, colorantes, conservantes, antioxidantes, edulcorantes, espesantes, potenciadores del sabor, emulsionantes…) en nuestro organismo. Está claro que desde los orígenes de la comida existen métodos para conservarla, y es fundamental que así sea, sino ¿qué comeríamos? Sin embargo, el desarrollo de la industria alimentaria ha generalizado el uso de aditivos químicos de síntesis para adaptar la comida a las características de un mercado kilométrico (donde los alimentos viajan distancias enormes del campo al plato), consumista (potenciando inecesariamente el color, el sabor y el aroma de los productos para hacerlos más apetecibles) y que endulza artificialmente la comida, con productos que dejan mucho que desear.
Del aspartamo y el glutamato monosódico
No se trata de poner todos los aditivos en el mismo saco, pero sí señalar el impacto que algunos pueden tener en nuestro organismo, especialmente los aditivos sintéticos en comparación con los naturales. El libro ‘Los aditivos alimentarios. Peligro’ de Corinne Gouget señala especialmente a dos: el aspartamo, codificado en Europa con el número E951, y el glutamato monosódico, con el E621.
El aspartamo es un edulcorante no calórico empleado en refrescos y comida «light». Algunos estudios han apuntado a las negativas consecuencias que puede tener en nuestra salud. La Fundación Ramazzini de Oncología y Ciencias Ambientales, con sede en Italia, publicó, en 2005, en la revista Environmental Health Perspectives los resultados de un exhaustivo trabajo donde, a partir de la experimentación con ratas, señalaba los posibles efectos cancerígenos del aspartamo para el consumo humano. El informe concluía que el aspartamo es un agente carcinogénico potencial, incluso con una dosis diaria de 20 miligramos por kilogramo de peso, muy por debajo de los 40 miligramos por kilogramo de peso de ingesta diaria aceptada por las autoridades sanitarias europeas. La Fundación Ramazzin concluía que era necesario revisar las directrices sobre su utilización y consumo. Sin embargo, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, por sus siglas en inglés) hizo caso omiso a dichas conclusiones y, siguiendo la pauta habitual con los informes científicos críticos, desautorizó el trabajo. No olvidemos, los lazos estrechos de la EFSA con la industria alimentaria y biotecnológica y cómo, por ejemplo, su presidenta en la Agencia Española de Seguridad Alimentaria es Ángela López de Sa Fernández, exdirectiva de Coca-Cola.
El glutamato monosódico, por su parte, es un aditivo potenciador del sabor muy utilizado en fiambres, hamburguesas, mezclas de especias, sopas de sobre, salsas, patatas fritas, chucherías. Estos últimos, muy consumidos por los más pequeños. En el año 2005, el catedrático de fisiología y endocrinología experimental de la Universidad Complutense de Madrid Jesús Fernández-Tresguerres, uno de los 35 miembros de la Real Academia Nacional de Medicina, publicó en los Anales de la Real Academia Nacional de Medicina los resultados de un largo trabajo donde analizaba los efectos de la ingesta de glutamato monosódico en el control del apetito. Las conclusiones fueron demoledoras: su ingesta aumentaba el hambre y la voracidad en un 40% e impedía el buen funcionamiento de los mecanismos inhibidores del apetito, con lo que contribuía al incremento de la obesidad y a partir de ciertas cantidades se consideraba podía tener efectos tóxicos sobre el organismo. Algunos han llegado a denominar esta sustancia, informalmente, como «la nicotina de los alimentos».
Más allá del aspartamo y del glutamato monosódico, otros aditivos se han mostrado también perjudiciales para la salud humana, y han acabado siendo retirados del mercado. En 2007, la Comisión Europea prohibió el uso del colorante rojo 2G (E128), utilizado mayoritariamente en salchichas y hamburguesas, al considerar, después de una reevaluación de la EFSA, que éste podría tener «efectos genotóxicos y carcinógenos» para las personas. La anterior evaluación toxicológica se había realizado 25 años atrás. Otros estudios han señalado como la mezcla de algunos colorantes, a menudo utilizados en refrescos y «chucherías», combinados con la ingesta de otros aditivos presentes a la vez en estos productos provocaría hiperactividad infantil. Así concluía un estudio sobre aditivos alimentarios publicado en la revista The Lancet, en 2007: «Los colores artificiales o el conservante benzoato de sodio (o ambos) en la dieta provocan un aumento de la hiperactividad en niños de 3 años y en niños de entre 8 y 9 años». El maravilloso y duro documental francés Nuestros hijos nos acusarán, nos recuerda, como señala su título, la responsabilidad que tenemos.
La agricultura ecológica, en cambio, prescinde de estos aditivos químicos de síntesis, colocando en el centro de la producción de alimentos la salud de las personas y la del planeta. ¿Quién puede considerar, visto lo visto, que la agricultura y la alimentación industrial, intensiva y transgénica es más respetuosa con las personas y el medio ambiente que la ecológica? Ustedes deciden.
* Artículo en Público.es, 07/07/2014.
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