«El mundo de la vida es el reino de la contingencia y la historicidad, ayuno de previsión y de propósito». (Jesús Mosterín en Ciencia viva) Nuestro periplo intelectual, en esta ocasión, comienza a partir de la toma en consideración del contenido de unos párrafos, en las páginas 77-78 del libro de Eduardo Rodríguez Farré y […]
«El mundo de la vida es el reino de la contingencia y la historicidad, ayuno de previsión y de propósito». (Jesús Mosterín en Ciencia viva)
Nuestro periplo intelectual, en esta ocasión, comienza a partir de la toma en consideración del contenido de unos párrafos, en las páginas 77-78 del libro de Eduardo Rodríguez Farré y Salvador López Arnal, titulado «Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente» (Ed. El Viejo Topo, 2008):
«Hasta 1942, hasta mediados del siglo XX, hasta hace poco más de sesenta años, la radiactividad en nuestro planeta había ido disminuyendo desde su formación, por las leyes físicas del decaimiento radiactivo. La vida ha ido evolucionando con un fondo radiactivo en disminución, de tal forma que cuanto más moderna o más reciente sea una especie, habrá evolucionado con un fondo radiactivo menor. Aunque no sea de manera absoluta, esto se puede observar en la diversa radiosensibilidad de los seres vivos. Los mamíferos son mucho más radiosensibles -o sea, que pueden manifestar efectos, que pueden morir a dosis mucho más bajas -que los reptiles, y éstos son más radiosensibles que los peces. Los insectos son altamente radioresistentes, y ya te puedes imaginar lo que sucede con las bacterias. En el agua de refrigeración de los reactores, que es altamente radiactiva, en el agua de un reactor experimental -yo trabajé hace muchos años en Francia en uno de ellos- se detectaban bacterias, a las que se llamó «el bacilo radiodurans». Crecían bacterias bajo un fondo de millones de rads, con una cantidad enorme de radiación, que un mamífero cualquiera no aguantaría ni una hora.
…Cuanto más antigua es una especie viviente, decía, empezando por las bacterias, más resiste a las radiaciones ionizantes, ya que evolucionó con un fondo radiactivo mayor. Los mamíferos, las especies más recientes en la evolución, son mucho más radiosensibles que otras clases de vertebrados y éstos, a su vez, lo son más que los invertebrados.
La especie humana es por ello mucho más radiosensible que la mayoría de especies. Existen excepciones, pero un escorpión, por ejemplo, resiste cantidades enormes de rads. Igual ocurre con muchos tipos de insectos, arácnidos, crustáceos. Los mamíferos, prácticamente todos, con 300-400 rads -la dosimetría actual lo expresaría como 3-4 grays- pueden morir. La dosis que puede matar a un mamífero, no produce efectos dañinos, o son de escasa importancia, a insectos, a alacranes o al grueso de otras especies pertenecientes a filogenias antiguas, hablando geológicamente».
La evolución del genoma de las especies, adquiere sus sucesivas modificaciones, básicamente a través de dos mecanismos: incorporando mutaciones que determinan nuevas funciones, estructuras o rutas metabólicas, etc., o por inutilización de las capacidades preexistentes, silenciando aquellas partes del programa genético que las hacían operativas.
Perogrullada: para poder generarse relaciones filogenéticas, primero tienen que haber vivido -y haberse reproducido- los individuos de las especies predecesoras. Por consiguiente: si ha habido un factor medioambiental letal, que ha ido disminuyendo progresivamente en intensidad, las sucesivas especies solamente han podido perder resistencia frente a dicho factor, a través de una evolución regresiva, que presupone la inutilización de esas previas capacidades de resistencia frente al mismo.
Sobre el concepto de la «evolución regresiva», véase, por ejemplo, lo manifestado en el apartado de esa misma denominación (págs. 42-50), en la obra de Pierre P. Grassé, titulada «Evolución de lo viviente» (Ed. Herman Blume, 1984).
Existen bastantes ejemplos de evolución regresiva, vinculados, ya sea al endoparasitismo (parásitos internos), ya sea a la condición de fauna troglobia (habitantes permanentes de las cuevas), ya sea en otras situaciones de oscuridad ambiental, que en su momento serán también mencionadas aquí. Citaremos algunos ejemplos de ambas situaciones más extendidas, y al hilo de ello tendremos ocasión de hacer pública una información que hasta el presente ha permanecido inédita, y a la que por nuestra parte pudimos acceder a través de comunicación personal de mi antiguo compañero de juveniles andanzas paleontológicas, José González Gil, a quien por mi parte yo ya mencionaba en la entrevista realizada por el profesor López Arnal, publicada en 28 de abril de 2015, de entre las dedicadas al cometario de mi libro «Amianto: un genocidio impune».
En el capítulo 11 -«Cómo se llega a parásito»-, en su apartado denominado «Efectos del parasitismo sobre el parásito», en el libro de Martin Wells, titulado «Animales inferiores», se nos informa de que «encontramos pocos órganos sensoriales en los endoparásitos, un sistema nervioso muy pequeño y pocos órganos de locomoción o ninguno». Todas esas características obedecen generalmente a una evolución regresiva.
En el caso de la fauna troglobia, tendremos, en primer lugar, la despigmentación. La pigmentación es una medida de foto-protección, y en ausencia de luz, pierde su sentido y razón de existir. Acerca de esa fauna cavernícola, recomendamos la lectura del apartado titulado «Objeto y finalidad del estudio de la fauna cavernícola» (págs. 154-161), en el libro de Anton Lübke, titulado «Los misterios del mundo subterráneo» (Ed. Labor, 1961).
Podría decirse que los organismos tienden a no malgastar energía, nutrientes, actos comportamentales, anabolismo (metabolismo constructivo), etc., más que en la justa medida en la que todo ello les resulta imprescindible para su supervivencia, y por lo tanto, con tendencia a prescindir de todo eso, en la medida en la que tal necesidad imperiosa deja de ser operativa, en función de los cambios climatológicos, geológicos, etc., locales o generales, según sea el caso en cada oportunidad, y que llegan a determinar esa inutilidad sobrevenida.
Esa tendencia general es imperfecta, siendo ello la causa de la presencia, a veces, de órganos vestigiales, que ya no presentan ninguna actividad manifiesta o utilidad evidente. Es el caso, por ejemplo, de los rudimentarios huesos internos de las serpientes, vestigio actual de una pretérita funcionalidad como endoesqueleto de las ahora suprimidas extremidades, que antes fueron operativas en los individuos de sus respectivas especies predecesoras. Sobre los órganos vestigiales, una de las evidencias de evolución regresiva, véase, por ejemplo, el apartado dedicado a dicha cuestión (págs. 62-66), en la obra de Edward O. Dodson, titulada «Evolución. Proceso y Resultado» (Ed. Omega, 1963).
Debemos de ser conscientes de que la forma de expresarse que antes hemos utilizado, hablando implícitamente de «economía de esfuerzo» o de «ley del mínimo esfuerzo», no es más que una útil metáfora, dado que lo que sucede, en realidad, no es sino el efecto visible del surgimiento de unas mutaciones, aleatorias, que en determinadas ocasiones excepcionales causan esa evolución regresiva, que se sigue manteniendo, por la ausencia de una presión selectiva.
En la obra ya citada de Grassé, en sus páginas 219-229, encontraremos el apartado denominado «Preadaptación y selección en ambientes cerrados», y, dentro del mismo, las secciones denominadas, respectivamente, «A) Los Insectos cavernícolas», y «B Los peces cavernícolas». En esas páginas se contemplan diversas situaciones de evolución regresiva, protagonizada por la fauna troglobia.
A propósito de todo ello, y cumpliendo lo prometido, es hora ya de mostrar un relato inédito de unos hechos verídicos.
En el término municipal de Aracena (Huelva), existe la cueva denominada «Gruta de las Maravillas», la cual, desde hace ya muchos años, está dispuesta para poder admitir varias visitas turísticas diarias (no todo el ámbito de la cueva es visitable), habiendo determinado todo ello diversas modificaciones de las condiciones primigenias de la gruta, como es el caso, por ejemplo, de la interrupción periódica de su natural oscuridad, mediante iluminación eléctrica, en sucesivas ráfagas de luz, al paso, en simultaneidad, de los sucesivos grupos de visitantes. La cueva, de forma natural, cuenta con partes inundadas de agua, el agente modelador de la propia oquedad, a lo largo de los milenios de su existencia.
En seis ocasiones distintas, la susodicha gruta ha sido el escenario natural escogido para el rodaje de otras tantas escenas de películas.
En el año 1957 se rodó la película «Faustina», escrita y dirigida por José Luís Sáenz de Heredia, e interpretada por el actor Fernando Fernán Gómez, en el papel de un diablo que había sido invocado para un pacto. La escena a rodar en una de las estancias de la «Gruta de las Maravillas», por exigencia del guion, debía incluir al actor, ocupado en pescar con caña un pez, extraído de las aguas que discurrían por allí, en las depresiones del suelo de la cueva.
Como quiera que entre las maravillas de la gruta no se incluía la necesaria dotación de peces, el problema se solucionó vertiendo en sus aguas, presentes en la zona de rodaje, el contenido de un tanque lleno igualmente de agua, y en el que se había transportado, desde una piscifactoría, a un lote de truchas vivas, con lo que la escena pudo rodarse en las adecuadas circunstancias que se habían previsto.
Un avispado individuo, perteneciente al personal de guarda y gestión de la cueva, con posterioridad al susodicho suceso, decidió sacar partido culinario de esa improvisada reserva de peces, procediendo a sucesivas capturas, a lo largo de los años.
Sin embargo, a la larga, ese propósito se frustró, por el repulsivo aspecto que presentaban ya las capturas, a causa de una despigmentación progresiva, que terminó siendo total, y al propio tiempo, acompañándose esa transformación, de una aparatosa hipertrofia de los globos oculares.
Lo esperable hubiera sido lo contrario, esto es, una atrofia ocular. La explicación más plausible -mera conjetura- que encontramos para ello, es que se tratara de una respuesta adaptativa, no a una situación de ausencia total de luz (que sería lo habitual en las condiciones primigenias de la cueva), sino frente a una situación de escasez lumínica, propiciada por las condiciones de explotación turística de la gruta.
Es de destacar, que el intervalo temporal requerido para el desarrollo de todo el fenómeno, es similar -del mismo orden de magnitud- que el demandado por otros cambios evolutivos también inducidos, como es el caso del melanismo industrial de las polillas Biston betularia, vulgarmente conocidas como «mariposas de los abedules», en respuesta adaptativa al oscurecimiento de la corteza de dichos árboles, por el depósito del hollín proveniente de la contaminación industrial. Dicha adaptación favorece el camuflaje, frente a la acción depredadora de las aves. La supervivencia de los individuos más aptos en el nuevo entorno condicionado por el desarrollo industrial, hace que el genoma que incluye las mutaciones determinantes del melanismo, quede favorecido por la acción de la presión selectiva correspondiente a dicho entorno emergido. La eliminación del exceso de contaminación industrial, tiene por efecto la reversión del fenómeno adaptativo. Sobre cortezas ahora vueltas a esclarecer, polillas obscuras resultan perjudicadas en su capacidad de camuflarse. Véase el apartado dedicado a esta cuestión (págs. 288-289), en la obra ya citada, de Dodson.
La atrofia ocular, por evolución regresiva, es abordada, por ejemplo, en el apartado titulado «Adaptación y regresión de los ojos y su explicación probable», en la obra de Emanuele Padoa, titulada «Historia de la Vida sobre la Tierra» (Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1968), en el párrafo (pág. 240) que se expresa así: «…es muy frecuente la reducción de los órganos visuales, que puede llegar hasta la ceguera completa, en los animales que viven en la oscuridad, cavernícolas, subterráneos, marinos abisales, endoparásitos».
A escala planetaria, la radiactividad ha jugado un importante papel, a la hora de determinar cómo ha discurrido la Evolución. Eso ha ocurrido a través de varios mecanismos, que iremos analizando sucesivamente.
El manto terrestre contiene elementos radiactivos de largo periodo de semi-desintegración, que confieren al mismo un calor radiogénico, que contribuye decisivamente a la plasticidad de las rocas que componen ese manto, plasticidad que, a su vez, es la que permite que existan en el seno de él corrientes de convección, generadas por la diferencia de temperatura respecto del núcleo terrestre, las cuales son el motor de la tectónica de placas, y de su obligada consecuencia, la deriva continental.
Véase al respecto, por ejemplo, el capítulo 13, titulado «Deriva continental y tectónica de placas» (págs. 229-258), escrito por Raymond Siever, en la obra colectiva titulada «Evolución ambiental», cuyos editores fueron Lynn Margulis y Lorraine Olendzenski (Alianza Editorial, 1996), o el libro «Los volcanes y la deriva de los continentes», de Haroun Tazieff (Ed. Labor, 1974).
Véase igualmente el apartado titulado «Tectónica de placas» (págs. 252-258), en la «Enciclopedia de la ignorancia», de Kathrin Passig y Aleks Scholz (Ed. Destino, 2008), así como el apartado titulado «Indicios sobre la deriva continental» (págs. 46-47), en la «Guía de Cambridge de la Tierra», de David Lambert (EDAF, 1989).
A título de ejemplo, digamos que uno de esos principales elementos inestables, el torio, tiene un periodo de semi-desintegración, que supera incluso a la duración atribuida al propio Universo. Sin embargo, el principal componente radiactivo del manto terrestre, es el potasio 40, responsable, en su mayor parte, del decaimiento en el nivel general de radiactividad terrestre, a la que hacían referencia los párrafos que hemos transcrito, del libro de Rodríguez Farré y de López Arnal.
La actual distribución geográfica de las especies, no puede ser explicada satisfactoriamente, si no es tenida en cuenta la deriva continental. Véase al respecto, por ejemplo, el libro «La distribución de los seres», de Raymond Furon (Ed. Labor), o lo manifestado en el capítulo 6, denominado «Fósiles y geografía» (págs. 103-124), del libro de George Gaylord Simson, titulado «La vida en el pasado» (Alianza Editorial, 1967).
Al propio tiempo, las barreras suscitadas, con los consiguientes aislamientos, han sido determinantes en el surgimiento de nuevas especies, por diferenciación, así como también a la hora de preservar supervivencias, como es el caso, por ejemplo, de numerosas especies de marsupiales, en santuarios en donde no han penetrado predadores placentarios, al menos hasta que la acción antropógena ha venido, en tiempos geológicamente recientes, a modificar parcialmente esa situación de aislamiento inter-específico.
Otro efecto, dramático, de la tectónica de placas, es su relación con las grandes extinciones de las especies. Sobre dicho asunto, en la obra de Jon Erickson, titulada «La extinción de las especies» (McGraw-Hill, 1992), en sus páginas 121 a 125, se aborda dicha cuestión, haciéndolo con las siguientes palabras de inicio: «Las extinciones en masa están correlacionadas bastante razonadamente con los ciclos de los fenómenos terrestres. El mayor de estos ciclos es el periodo de 300 millones de años de las corrientes de convección del manto de la Tierra. La «convección» es el movimiento que se da en un medio fluido como resultado de la diferencia de temperaturas. Las rocas fluidas del manto reciben calor del núcleo, ascienden, eliminan su calor hacia la «litosfera» (la capa rígida más exterior del manto y la corteza que la cubre), se enfrían y descienden de nuevo hacia el núcleo, recogiendo allí más calor. Este ciclo de calor dentro del manto constituye la fuerza principal de la «tectónica de placas», que es el movimiento de las placas corticales de la superficie de la Tierra. Estos movimientos son los responsables de toda la actividad geológica que ocurre en el planeta.
La tectónica de placas ha estado operando desde las primeras fases de la Tierra y ha jugado un papel predominante en la historia de la vida».
Si tenemos presente que el calor aportado por las desintegraciones radiactivas es imprescindible para que esas corrientes de convección se mantengan, podemos concluir que la radiactividad es un fenómeno físico imprescindible para poder dar cumplida cuenta de cómo se ha desarrollado el devenir histórico de la vida en nuestro planeta.
Otra relación entre radiactividad y Evolución, viene determinada por la existencia del campo magnético terrestre, que globalmente actúa como escudo protector, frente a las radiaciones ionizantes desencadenadas por la acción de los rayos cósmicos, y, singularmente, por el llamado «viento solar», frente al cual la propia atmósfera terrestre actúa también como escudo protector. Véase, al respecto, el contenido de las páginas 242-248 del libro titulado «La aventura del Cosmos», de Albert Ducrocq (Ed. Labor), al igual que el apartado titulado «Radiación corpuscular» (págs. 91-92), en la obra titulada «El Sol y la Tierra: una relación tormentosa», de Javier A. Otaola, Blanca Mendoza y Román Pérez (Ed. Fondo de Cultura Económica, 2011), además del apartado titulado «Rayos cósmicos» (págs. 110-111), en capítulo 6, titulado «Física nuclear de altas energías, I. Técnicas experimentales», escrito por F. R. Stannard, e incluido en la obra colectiva titulada «Panorama de la física contemporánea», en selección y comentarios de David Weber (Alianza Editorial, 1975), que incluye trabajos de O. R. Frisch, A. C. Rose-Innes, J. M. Ziman y otros.
El lejano futuro, en el que, al igual que ya ha ocurrido en el planeta Marte, el campo magnético de la Tierra quedara anulado o reducido a mero vestigio, la vida, previsiblemente, quedaría limitada a las aguas no superficiales de los océanos, si es que otros procesos geológicos o astronómicos no hayan ya, en ese momento, determinado su completa extinción.
Durante los episodios de inversión de polaridad del campo magnético terrestre, ese escudo protector queda cancelado transitoriamente, con el resultado de que en esos limitados lapsos temporales la tasa de mutaciones originadas por la acción de los rayos cósmicos, previsiblemente se ha de ver apreciablemente incrementada. Sobre dicha cuestión, véase, por ejemplo, el apartado titulado «Inversiones magnéticas» (págs. 128-132), en la ya antes citada obra de Jon Erickson.
A pesar de la protección que suministra el campo magnético terrestre, la misma no es geográficamente uniforme, decayendo progresivamente, en función de la mayor o menor proximidad a los respectivos polos, en los que se dan los mínimos de esa protección. En consecuencia, aunque atenuadas, las mutaciones provocadas por las radiaciones ionizantes de origen extra-terrestre, así como las generadas por la radiactividad del propio entorno terrestre, están siempre presentes.
La inmensa mayor parte de los rayos cósmicos, nos atraviesan continuamente, de forma similar a como lo hacen también, masivamente, los neutrinos presentes en todo el Universo, sin llegar interactuar con la materia viva, y que en el caso concreto de los recibidos en nuestro planeta (que es atravesado, sin apenas interaccionar con toda su materia, nosotros incluidos), en su mayor parte son de procedencia solar. Sólo una minúscula minoría de ellos, llega a provocar mutaciones genéticas, y sólo una pequeñísima parte llega a afectar a la línea germinal de los organismos, posibilitando que esas mutaciones aleatorias puedan ser heredadas, y eventualmente preservadas en el proceso evolutivo, por tener superior valor adaptativo, en relación a las presentes características del hábitat respectivo.
Igualmente, las zonas montañosas, por su mayor altitud, y consiguiente adelgazamiento de la capa atmosférica que las recubre, los rayos cósmicos primarios, más energéticos, inciden con mayor abundancia en ellas, y en consecuencia, la tasa de mutaciones también se ve incrementada, en función de dicho factor.
El carácter aleatorio de las mutaciones, viene evidenciado por el surgimiento de anomalías fisiológicas, anatómicas, corpontamentales, etc., que son el objeto de estudio por parte de la Teratología, incluida la de humanos. Véase al respecto, por ejemplo, el libro titulado «Mutantes», de Armand Marie Leroi (Ed. Anagrama, 2007).
Son también los rayos cósmicos los que determinan una reposición continuada del isótopo carbono 14, a tasa constante, y cuya absorción, hasta el momento de la muerte, por parte de los organismos vivos, y su posterior desintegración, a característica velocidad, constante e inmodificable, lo que permite la datación absoluta de los fósiles o restos cadavéricos -vegetales o animales- generados en las últimas decenas de miles de años. Sin embargo, esa permanencia, de por vida, en nuestros respectivos organismos, de esos átomos de carbono 14, tienen escasa o nula relevancia, a la hora de ser determinantes de mutaciones a surgir en nuestros cuerpos, línea germinal de nuestras células, incluida. Sobre este método de datación absoluta, puede consultarse, por ejemplo, el capítulo II, titulado «Datación por medio del radiocarbono», escrito por E. H. Willis, e incluido (págs. 40-50), en la obra colectiva «Ciencia en Arquelogía», cuyos compiladores fueron Don Brothwell, Eric Higgs y Grahame Clark (Ed. Fondo de Cultura Económica, 1980).
«Radiactividad» es el título del capítulo 5 (págs. 59-74), en el libro de J. B. Cuninghame, titulado «Introducción al núcleo atómico» (Ed. Alhambra, 1966).
En el apartado titulado «Radiaciones y evolución» (págs. 406-407), en la obra de Dodson reiteradamente mencionada aquí, se aborda la cuestión de la acción humana, en relación con la radiactividad, tanto en lo relativo a sus consecuencias beneficiosas, como a sus indudables riesgos, ya confirmados en una actividad derivada del susodicho fenómeno físico, como es el caso de la utilización de la energía nuclear de la fisión.
La frivolidad y el interesado optimismo de los promotores de dicha actividad industrial, tienen su equivalente, desde la época de descubrimiento de la radiactividad por parte de Becquerel, en el irresponsable uso que durante demasiado tiempo se estuvo haciendo de los elementos radiactivos. Transcribimos seguidamente, sobre dicho asunto, lo que ya teníamos publicado al respecto: «…tendremos que comenzar por atender a los detalles de «la moda» por la radiactividad, a los pormenores trágico-jocosos del furor inventivo orientado al abuso de las substancias radiactivas.
Los ejemplos abundan. Tendríamos, en primer lugar, la fabricación y venta de supositorios radiactivos (Vita Radium), así como las de condones radiactivos, pasta dentífrica radiactiva (Doramad) -algo en lo que hay coincidencia con una de las utilizaciones del asbesto: Alleman & Mossman (1997)-, crema cosmética radiactiva (Tho-Radia), almohadillas radiactivas, helados pigmentados con un compuesto de uranio, chocolate radiactivo (fabricado por la empresa alemana Burk & Braun), relojes con esfera luminiscente radiactiva -Clark (1997), Graebner (1998)-, pintura radiactiva, preparados homeopáticos de uranio, kits de juguete, demostrativos de Física Atómica, equipos escolares de prácticas de Química, con inclusión de elementos radiactivos, agua destilada, con radio añadido (¡como cura contra el cáncer!) -Revigator, «Standard» RADIUM Solution for Drinking, y Radium Water-, el «Radiendocrinator», artilugio radiactivo para ser colocado bajo el escroto durante la noche, cigarrillos con radio, el «Provaradior», preparado de radio («vigorizante» para animales de granja), el llamado «Bioray» (pisapapeles radioactivo), el Adrenoray, una hebilla de cinturón radioactiva, etc., etc. Una compañía, competidora de la del «Revigator», promocionaba su propio producto, el «Radithor», y su propuesta alternativa de tratamiento vigorizante consistía en botellines individuales de agua, previamente expuesta a una fuente de radiación, compuesta de radio y de torio.
El «Revigator», muy de moda en aquella época, se vendía en una vasija de barro, con un baño interior de radio. Para usarla, se llenaba el depósito con agua, la cual se tornaba radiactiva, tras reposar durante una noche; las instrucciones que acompañaban el producto, aconsejaban efectuar cada día seis o más tomas, de un vaso completo cada vez.
No deja de ser irónico el hecho de que, inicialmente, las autoridades sanitarias obligasen a la retirada del mercado de algunos de estos productos, no por ser radiactivos, sino precisamente por no serlo, o por no serlo suficientemente, es decir, por considerarlos productos fraudulentos, que aparentaban contener radio, por el prestigio que en aquellos años alcanzaba la radiactividad, como supuesta panacea.
Capítulo aparte debiera de merecer el caso de la aplicación de un contraste consistente en una solución coloidal, al 24-25%, de dióxido de torio, estabilizada con dextrina, comercialmente conocida como «Thorotrast», y elaborada por una serie de empresas, que se han ido sucediendo en la explotación de la patente; por ejemplo: la firma «Heyden Chemical Corporation», en 21 de Junio de 1932 obtuvo de las autoridades norteamericanas el registro nº US71323863, pero, en distintas fechas, la titularidad ha pasado a otras, como la empresa de Detroit, «Testagar & Co. Inc.», «Heyden Newport Chemical Corp.», «Sequa Corporation» y «American Cyanamid Company». Todas ellas, en algún momento, se han visto demandadas por alguno de los múltiples afectados por las graves secuelas del uso del producto.
Fue una práctica médica, cuyos primeros ensayos comenzaron en 1915 -Baker et al. 1995-, que fue sistemáticamente aplicada desde 1928 hasta 1955, y que eventualmente fue determinante de ciertos casos de mesotelioma, en ausencia de exposición al amianto.
El torio, elemento radioactivo, es un emisor de partículas alfa (núcleos de helio), con una vida media, para el isótopo naturalmente más abundante, de 14’05 millones de años, lo cual significa, a escala de la vida humana, que su radiactividad es prácticamente invariante.
Si bien es cierto, que en envase y folleto del producto se advertía de que se trataba de «una substancia muy peligrosa», al tratarse de una preparación utilizada como contraste para la realización de radiografías, en la práctica, sólo el personal sanitario era el que tenía oportunidad de acceder al conocimiento de tales avisos, que el fabricante, previsoramente, había introducido, para tratar de resguardarse de potenciales demandas posteriores. El enfermo, si no era debidamente advertido, ni se enteraba de lo que se le estaba inyectando.
Esencialmente, para cuando comenzó el enorme esfuerzo propagandístico norteamericano, conocido como Atoms for Peace, en el año 1953, el uso del Thorotrast estaba ya en trance de ser abandonado. Sobre dicha campaña, y su repercusión en España, véase:
Alfredo Menéndez Navarro «Átomos para la Paz… y para la Medicina: la popularización de las aplicaciones médicas de la energía nuclear en España», Rev Esp Med Nucl. 2007;26(6):385-99 http://www.ugr.es/~amenende/publicaciones/Atoms_REMN_reprint.pdf
El dióxido de torio, al tratarse de un compuesto radiactivo, representaba un riesgo de acción cancerígena, que en principio no cabía descartar. El tipo de neoplasia generada, dependía del lugar anatómico de aplicación del tratamiento o de emigración y asentamiento permanente del contraste; por ejemplo, en el caso de su utilización como contraste en la angiografía cerebral, nos daría un determinado tipo de neoplasia, y en el de la utilización en las cavidades en las que el mesotelio quedaba involucrado, el cáncer generado sería un mesotelioma, en ausencia de cualquier exposición al asbesto. La literatura médica cuenta con diversos registros de esto último.
Su utilización en angiografía, fue intensamente aplicada por el médico portugués Egas Moniz, premio Nobel de Medicina y creador de la técnica quirúrgica, aplicada a la remediación de determinadas enfermedades mentales, llamada leucotomía o lobotomía prefrontal, fuertemente cuestionada por su agresividad y por sus acusados efectos secundarios, estando actualmente en desuso. La proliferación, en Portugal, de esa utilización del referido contraste radiactivo, tendrá después su correlato lógico, en la desproporcionada abundancia de trabajos de autores portugueses, en la bibliografía científica correspondiente a las consecuencias nocivas de ese empleo del Thorotrast en el diagnóstico radiológico».
La contaminación, cuando ha sido intencionada, y no meramente accidental, es, obviamente, la antítesis del respeto a los derechos humanos. ¿Pero es que alguna vez ha habido algo así, fuera de un destino manifiestamente bélico?… Sí lo ha habido, según veremos seguidamente. Eso ha ocurrido, al menos en dos ocasiones, y en las dos con el protagonismo de una misma empresa.
En el año 1986, el representante demócrata por Massachusetts, Edward Markey, reveló que el gobierno norteamericano y la empresa «General Electric» llevaron a cabo experimentos con seres humanos, compatriotas que habían sido calificados como de «prescindibles»: ancianos, prisioneros y pacientes de hospitales, que no podrían haber mantenido sus plenas facultades para un conocimiento informado. Se convirtieron, según el señor Markey, en «dispositivos de calibración, para los experimentadores nucleares, fuera de todo control». Uno de los experimentos más crueles, se realizó en 1963. Los escrotos y los testículos de 64 presos fueron irradiados, para determinar los efectos de la radiación en los órganos reproductivos humanos. Nadie les advirtió del riesgo de sufrir cáncer testicular.
En 1995, con la creación de una Comisión Asesora Presidencial, fue revelado el alcance total de los experimentos con humanos, llevados a cabo por «General Electric». Como parte del programa de investigación sobre armamento de los Estados Unidos, a partir de 1949, y desde la central nuclear de Hanford, en Richland, Washington, se había liberado intencionadamente material radioactivo, para ver hasta qué punto la dirección predominante de los vientos lo haría desplazarse. Una nube de partículas radiactivas derivó hasta la frontera entre California y Oregón, a 400 millas, determinando una contaminación por radiación, que como mínimo ha sido evaluada como más de 500 veces superior a la del accidente de «Three Mile Island», y asentándose en el terreno, las edificaciones y las aguas del rio Columbia, que atraviesa el complejo de Hanford.
A diferencia de lo sucedido después, accidentalmente, en Chernobyl, allí nadie dijo nada, nadie fue evacuado, ni tampoco se retiraron de la zona ni se controlaron los productos de los cultivos o de los animales de granja, afectados por la radiación. Como es lógico, esto tuvo unas dramáticas consecuencias para la población y para la ganadería afectadas: abortos, esterilidad, deformidades congénitas y una tasa de cánceres que llegó, en un determinado punto, cerca de Hanford, a ser tan alta, como para que fuera conocido como «la milla de la muerte», y en donde, de un total de 28 familias residentes, 27 sufrieron graves problemas de salud, todos asociados a unas altas dosis de radiación. En el este del estado de Washington, en el área a favor del viento, la cantidad de radiación medida, era el doble de la que sufrieron los niños de Chernobyl.
La utilización de elementos radiactivos, a cuento de sus supuestas propiedades beneficiosas, es el antecedente histórico del uso de determinados radioelementos, ya sea como combustible, ya sea como residuos, por parte de la industria nuclear, principalmente para la producción de energía.
En la obra de Henry Semat, titulada «Física Atómica y Nuclear» (Ed. Aguilar, 1971), tendremos, en primer lugar, el capítulo 4, titulado «El átomo nuclear» (págs. 96-116), y además, la Parte III, titulada «Física Nuclear» (págs. 345-603), en donde se hace un abordaje puramente académico del asunto, muy adecuado para una aceptable comprensión de los fundamentos de la Física nuclear, pero que no aborda, y por lo tanto, margina, referencia alguna a toda la problemática de seguridad, ecológica, y de factores humanos involucrados, que conlleva la realidad del tema.
«FUERZAS NUCLEARES. Promesas y Apocalipsis de la Física Nuclear», es el sugerente título del capítulo 4 de la obra titulada «INTRODUCCIÓN AL MUNDO CUÁNTICO. De la danza de las partículas a las semillas de las galaxias», de David Jou (Ed. «PASADO & PRESENTE», 2013), que, también, en sus páginas 152-153, incluye un esclarecedor apartado, titulado «Efectos biológicos de la radiactividad».
La radiactividad natural, en general, no constituye el problema, sino algunos de los comportamientos implícitos en el uso que los humanos le damos al mencionado fenómeno físico. Un adecuado nivel, ni muy intenso, ni ausente o extremadamente bajo, es consustancial con un buen desarrollo de la vida en un planeta.
Si es muy intenso, evidentemente será destructivo para las macromoléculas -proteínas y ácidos nucleicos- que son los constituyentes básicos de la materia viva. Si está ausente, o casi, el motor evolutivo que constituye las aleatorias mutaciones, de las que evolución seleccionará las que mejor se adapten a las condiciones del medio ambiente del momento y lugar concernidos, estará parado: no habrá Evolución.
Cuando se alude a las condiciones idóneas para albergar a la vida, por parte de un planeta, los límites, de proximidad y de lejanía, respectivamente, de la zona de habitabilidad en torno a la estrella central -en la que reinan temperaturas compatibles con el estado líquido del agua-, es sólo una primera condición, necesaria pero no suficiente.
Si la órbita del planeta es excesivamente elíptica, los cambios en la proximidad a esa estrella central, serán lo suficientemente amplios como para hacer inviable la necesaria estabilidad en las condiciones de temperatura e irradiación lumínica, que se precisarían para el normal desenvolvimiento del metabolismo de los seres vivos.
Si la estrella central es un miembro de una asociación de dos o tres estrellas con un centro de gravedad común, por la proximidad entre sus componentes, los eventuales planetas acompañantes estarán sometidos a un comportamiento caótico en sus respectivas órbitas, con efectos similarmente prohibitivos para la habitabilidad. Aproximadamente la mitad de las estrellas existentes, están ligadas gravitatoriamente a otras de su proximidad.
Etcétera, etcétera. Es la idea básica que nos transmite la obra expresivamente titulada «El planeta privilegiado», escrita por Guillermo González y Jay W. Richards (Ediciones Palabra, 2006). Si esa es nuestra situación como especie, aboguemos para que ni la energía nuclear, ni los transgénicos, ni el cambio climático, ni los ensayos y almacenamiento de armas biológicas, ni otras cajas de Pandora similares, vengan a poner en riesgo ese delicado equilibrio de privilegio.
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