Aunque pudiera parecer una actitud démodé, la pregunta que indaga sobre el ser de la literatura aún desconcierta a unos cuantos, mucho más si es acompañada por esa otra interrogante que lo hace sobre la verdadera utilidad de «algo» que no es arte ni oficio ni distracción y que, paradójicamente, es todo eso y tanto […]
Aunque pudiera parecer una actitud démodé, la pregunta que indaga sobre el ser de la literatura aún desconcierta a unos cuantos, mucho más si es acompañada por esa otra interrogante que lo hace sobre la verdadera utilidad de «algo» que no es arte ni oficio ni distracción y que, paradójicamente, es todo eso y tanto como cada cual desee agregar a un concepto capaz de cobijar obras tan disímiles como un drama de Shakespeare y el Informe en el expediente de la Ley Agraria de Gaspar Melchor de Jovellanos; algo como «un tipo que está en su casa y se pone a escribir en pijama» o que, al final de su recorrido vital, se percata de que hay un muro y, del otro lado, el vacío y, antes de irse, «quiere dejar escrito su nombre en la madera de la puerta, una fecha en la corteza de un árbol, una inscripción arañando con las uñas la cal de la pared», porque «eso es el arte, nada más, desde Altamira a Apollinaire». Los límites, que no habrán de estar anclados en ningún absoluto ―ni divino ni terreno―, se corresponden con la imaginación y el estado mental de cada quien puesto que todo es susceptible de ser literaturizado. Así, cualquier individuo de nuestra especie ―con un cerebro medianamente funcional― puede crear literatura tal como la conocemos en el siglo xxi; de igual modo, todo ser humano genera una lectura diferente de cada uno de los textos con los cuales interactúa. Y esa lectura, que exhibirá sus marcas particulares ―únicas, irrepetibles y, hasta cierto punto, intransferibles― podrá ser realizada desde múltiples enfoques intelectivos, desde la pasividad extrema de un lector cuya actitud ante una obra es semejante a la de una mosca atrapada por casualidad entre las hojas de un libro, hasta la hiperactividad de aquel otro que, al leer, re-escribe a la par del autor que termina por ser devorado en un acto de estricta peripecia caníbal. De este último tipo de lectores hay una fauna tan variopinta como deliciosa, en conjunto armada de los más refinados instintos para acercarse al corazón de una batalla insalvable entre el ser y el deber ser literarios. El humor, la ironía, la iconoclastia sabiamente dosificada sin excedernos hacia el nihilismo, la duda como ejercicio y voluntad sumados a la distancia prudencial que será preciso guardar frente a toda escuela o metodología ―inoperantes para unos; útiles y rentables para otros― son instrumentos ineludibles para poder escribir un libro capaz de desmantelar pieza por pieza el andamiaje en apariencias sólido sobre el cual se alzan un sinnúmero de preceptivas sociales, culturales, filosóficas e históricas. Tanto el placer que proporciona como la extraña gracia que resulta de una lectura apocalíptica y desacralizadora, residen, en gran medida, en la habilidad del autor para escarbar, con toda buena mala-intención, en una Historia y una Realidad erigidas por una tradición canónica (más una industria editorial que rinde buenos dividendos) empeñada en registrar un fenómeno tan humano como cualquier otro ―el literario, en el caso que nos interesa―, y que por lo tanto se resiste a cualquier maniobra de taxidermista en la que, unas veces conscientes y otras como posesos, nos involucramos por una suerte de desidia intelectual.
A la luz de un ejercicio que consiste en sembrar dudas y aniquilar certezas, parece haber sido concebido este Manual de Literatura para caníbales aparecido en 2006 en España, y que ahora la editorial Arte y Literatura ha publicado en su colección Orbis. El autor se llama Rafael Reig y no es el último ni el primero de su sangre sobre la tierra. Ya otros le han precedido en el intento demoledor y carnavalizador de una época. Desde la Divina comedia, pasando por el Quijote y Rabelais hasta el posmoderno affaire Sokal, las buenas trompetillas literarias y filosóficas como estas no abundan pero son suficientes para emparentar a Reig con una estirpe ilustre de trompetilleros. Él mismo, en un acto de auto canibalismo, encuentra ―para él y para todos, españoles o no― un sitio frente a ese espejo distorsionado que resulta este libro, híbrido de novela, chascarrillo y manual escolar; y lo hace con la misma gracia y el desparpajo de los que se vale para citar, a personajes y autores, a su aquelarre de vivos y muertos, o con el desenfado conque llama a este volumen «resumen divulgativo del panorama histórico de la literatura caníbal entre 1808 y 2008». El procedimiento de Rafael Reig no es nuevo y consiste en sobredimensionar la realidad hasta alcanzar la deformación propia de la caricatura. Pero no me refiero al monigote trazado por despecho cual marginalia de un libelo sino al fantoche que ridiculizando el exterior saca a la superficie contradicciones y asimetrías invisibles para la mirada poco diestra; aunque no exactamente lo mismo, se trata de algo muy cercano al esperpento ―por emplear un término caro a la literatura española―, que obsesionara en su momento a Valle Inclán cuando le dio por pasear a la España caduca, vencida y arruinada de finales del xix y principios del xx por el Callejón del Gato. En este manual, Reig, imbuido por un brío similar al de Goya con los Caprichos, divierte los sentidos y narra dos siglos de una historia literaria, valiéndose del testimonio (y la carne) de unos personajes de ralea similar a la de los Buendía de Cien años de soledad (los Belinchón), condenados a una especie de suplicio de Tántalo mudado, en principio, en la mediocridad como estigma y, luego, en los desafortunados arribos tardíos a los movimientos literarios del momento. Esta maniobra le permite jugar, retozar, hacer malabares arriesgados con la historia «oficial», chotear, hacer guiños, reír, hacernos reír a carcajadas y hasta atreverse a decir ―él, cuya prosa debe más a Cervantes que a Galdós― que Fortunata y Jacinta es la mejor novela española por encima del Quijote, para luego desternillarse a solas como el más artero de los demonios. Un demonio antropófago dueño de un apetito tan descomunal como el de un Pantagruel.
Cuanto comemos ―recordemos con Borges― es, a la larga, carne humana. Y Rafael Reig procura devorarlo todo, no se detiene ante ningún icono aun de la dimensión de Vallejo, Victor Hugo, Azorín, Darío, Espronceda, García Márquez, Cortázar o Benet; y cuando parece que reverencia a alguno, bien podría decirse que lo hace como práctica de una misa negra en la cual deshace los límites, los sacude, los traspasa, incluso a riesgo de penetrar en esas arenas movedizas que pudieran ser el ataque personal y el ajuste de cuentas ―lea y diviértase, durante el tema 8, con «La guerra de las Dos Marías»―. Justamente el final del libro (y de la escritura) es una conflagración entre facciones literarias, un conflicto surgido de la paradójica «tradición de la ruptura», que nos recuerda ―el libro todo― no solo el espíritu de algunos ensayos de Octavio Paz o de «Ortega und Gasset», sino aquella chanza genial de la novela Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, donde el carnaval y la desintegración de los modelos literarios tradicionales y del propio sistema alcanzan proporciones similares a las del manual en cuestión.
En Canibalia, un excelente ensayo premiado y publicado en 2005 por la Casa de las Américas, el autor, Carlos Jáuregui, nos advierte que el caníbal no respeta las marcas que estabilizan la diferencia; por el contrario, fluye sobre ellas en el acto de comer. Así mismo plantea que «esta liminalidad que se evade ―que traspasa, incorpora e indetermina la oposición interior/exterior― suscita la frondosa polisemia y el nomadismo semántico del canibalismo, su propensión metafórica» (p. 11). El canibalismo como procedimiento y no como gratuidad sonora es la constante indispensable para aceptar, sin sometimiento, esta relectura histórica propuesta por Reig. Anunciada en el título y explicada en la introducción ―tal vez innecesaria―, la antropofagia (que, indistintamente, se usa aquí y allá como sinónimo de canibalismo cuando en verdad no significan lo mismo), con su gran capacidad metafórica, condiciona, más allá de lo concientemente autoral, cada uno de los elementos que conforman el libro. Es imposible no advertir las marcas de una parodia en las líneas iniciales del manual de Reig cual comienzo de Moby Dick, de inmediato corroboradas por el oficio de Benito Belinchón. Si bien es cierto que la condición de «marino» permite flexibilizar la trama así como ampliar las libertades expresivas[1] y los desplazamientos de los personaje y el narrador, también lo es que, unido a lo que se dice al principio de la historia, se vuelve casi obligatorio pensar en Herman Melville pero sobre todo en aquel escritor en ciernes que «vivió entre caníbales», como se le conoció luego de publicar Typee a mediados del xix y antes de ser revalorizado por la crítica literaria del xx, sin dudas no estamos ante significantes barajados al azar. Como no es mero divertimento ese pasaje breve en que uno de los protagonistas ―Agustín Belinchón― experimenta un viaje al futuro y se encuentra, entre otras sombras, a un César Vallejo atrapado en una especie de limbo o círculo infernal a la manera de Dante. Desde los temas iniciales y durante las más de doscientas páginas del libro, las referencias y las citas textuales se multiplican, se superponen y se recontextualizan tanto en el discurso del narrador como en boca de los personajes: se articulan unas con otras hasta tejer una red donde se hace imposible discernir dónde termina la autenticidad del narrador y dónde comienzan la máscara y la impostación. Tal maniobra ―conjugada con las tareas que nos deja el autor al final de cada tema― multiplica hasta el infinito las posibilidades de lecturas del manual; tan disímiles resonancias nos obligan a repensar nuestro universo cognitivo y la literatura en muchas otras dimensiones más allá de lo trascendental, lo perdurable y lo glorioso; a detenernos en reflexiones que pudieran angustiarnos: ¿Se agotaron los temas literarios? ¿Existe un final para la literatura? ¿Somos protagonistas de un ocaso? ¿Quedan otras posibilidades para el texto literario además de esos dos modelos argumentales donde el héroe o busca por los mares mediterráneos una isla perdida o, transformado en dios, se hace crucificar en el Gólgota? ¿Hasta qué punto la literatura, convertida en mercancía, ha sido sustituida, desvirtuada, por un objeto similar diseñado por una maquinaria editorial que no solo se limita a la producción sino también a la elaboración total del producto como si se tratara de una pieza de lencería? ¿Es la literatura el suceso o el suceso la literatura? Dice un personaje de Reig: «La Literatura es demasiado importante para dejarla en manos de los escritores». Habría que detenerse a pensar en qué momento de su propio libro ―un pasaje dispuesto como trampa de antropófago― el propio Reig quedó atrapado; y si tal ejercicio, tan exquisito como inteligente, le deparará uno de dos finales posibles: la salvación o la Nada. La Nada frente a cual estuvieron alguna vez los ojos de Paul Celan.
Manual de Literatura para caníbales habrá de ser, durante mucho tiempo, motivo de enjundiosas polémicas. Reunirá en torno suyo a detractores y apologistas; tal vez desate alguna que otra guerra ―ninguna de temer―, pero sobre todo se convertirá en un libro de obligada referencia para quienes deseen recorrer 200 años de historia literaria enfocados desde una perspectiva provocadora, sediciosa, pero de ningún modo disparatada. Eso sí, tendríamos que indagar si, de este lado del Atlántico, este manual subvierte y provoca con signos y resoles semejantes, puesto que el término caníbal, reformulado por otras realidades históricas, tiene «más que ver con el pensar y el imaginar que con el comer, y más con la colonialidad de la Modernidad que con una simple retórica cultural»[2]. No obstante, el de Reig no es un libro para leer como se lee cualquier novela sino para ser comido, poco a poco, saboreándole como a un buen pozol literario, aunque es bueno advertir ―como lo haría el propio autor― que su digestión habrá de ser prolongada y, en ocasiones, a pesar de la risa o a causa de ella, hasta dolorosa.
[1] Dice Benito Belinchón: «me hice con multitud de lenguas, aunque la primera fue el indispensable patois-sur-mer, esa lingua franca en la que uno se puede entender en cualquier puerto del mundo. Luego adquirí el inglés corsario, el francés de Marsella, el lacónico alemán de los submarinos en inmersión y otros muchos idiomas», p. 11.
[2] Carlos Jáuregui: Canibalia, Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2005, p. 14.