Cuarto acto: El Homo «tecnológicus» Aunque el título de este acto parezca desmentirlo, seguimos contando la historia del Homo sapiens en relación con la naturaleza. Sólo que, a estas alturas, nuestra especie (enancada en una serie de descubrimientos científicos y tecnológicos) adquiere todas las veleidades de un primer actor, al que me he tomado la […]
Cuarto acto: El Homo «tecnológicus»
Aunque el título de este acto parezca desmentirlo, seguimos contando la historia del Homo sapiens en relación con la naturaleza. Sólo que, a estas alturas, nuestra especie (enancada en una serie de descubrimientos científicos y tecnológicos) adquiere todas las veleidades de un primer actor, al que me he tomado la licencia de llamar Homo «tecnológicus».
¿Y cuándo empezó a gestarse? No existe una fecha exacta, pero si podemos decir que ya existen claros indicios en el siglo XV, cuando el Renacimiento ya estaba instalado en Italia y se fue extendiendo a otros países europeos.
En esta época de verdadera ebullición intelectual y artística, la mirada inquisidora de muchos hombres con ansias de conocer y explicar el mundo que los rodeaba fue derribando muros de prejuicios y supersticiones mantenidos durante centurias. El método científico, tal como hoy lo conocemos, se comenzaba a gestar. Hasta ese momento, se podían hacer todo tipo de elucubraciones sin contrastarlas con la realidad. Se seguía la lógica de Aristóteles, quién por ejemplo, con toda soltura afirmaba que las mujeres tenían menos dientes que los hombres y, en toda su vida, ¡no se le ocurrió asomarse a la boca de sus dos esposas para verificar si lo que decía era cierto! No era la única idea peregrina del filósofo griego. En otras cosas, también sostenía que los niños crecían más sanos si eran concebidos con viento Norte.
Hasta este momento, tratar de comprobar lo que decía el maestro hubiera sido impensable, pues era poner en duda su incuestionable palabra.
Durante los oscuros siglos medievales, los monasterios habían atesorado fragmentos de las esplendorosas culturas griega y romana ya desaparecidas, en manuscritos que se habían encargado de recuperar aquí y allá. Con infinita paciencia o por la fuerza de las armas (como sucedió con los manuscritos dejados por los árabes cuando fueron expulsados de España) compilaron estos saberes que durante siglos fueron la única fuente de conocimiento sobre la naturaleza y que poco agregaban a los estudios realizados por Aristóteles, Plinio, Teofrasto y otros. La invención de la imprenta en 1.493, democratizó este conocimiento al que sólo habían tenido acceso la Iglesia y algunos monarcas. Los hombres del Renacimiento pudieron entonces leer los textos griegos, desatándose una verdadera fiebre de conocimiento que además fue acicateada por el descubrimiento de nuevas tierras. Los herbarios y colecciones de animales, que no se habían modificado demasiado desde la época griega, «engordan» explosivamente con seres traídos de los más recónditos lugares. La naturaleza empezaba a ser ordenada y clasificada.
Como era esperable, ciertas «verdades» sostenidas durante siglos, fueron revisadas y el escándalo apareció a la vuelta de la esquina: la idea aristoteliana de un Universo que giraba en torno a la Tierra y que era compartida por la Iglesia, fue puesta en duda. Copérnico primero, con su teoría de que era la Tierra la que giraba en torno al Sol, y luego Galileo, con sus observaciones experimentales, pusieron patas para arriba la antigua creencia. Cuando Galileo volvió su telescopio hacia el cielo, abrió nuevos campos de conocimiento que describió en su libro Mensajero de las estrellas. En el dice:»Doy gracias a Dios, que ha tenido a bien hacerme el primero en observar las maravillas ocultas a los siglos pasados. Me he cerciorado de que la Luna es un cuerpo semejante a la Tierra… He contemplado una multitud de estrellas fijas que nunca antes se observaron…. Pero la mayor maravilla de todas ellas es el descubrimiento de cuatro nuevos planetas (cuatro satélites de Júpiter)… He observado que se mueven alrededor del Sol».
Galileo hizo descubrimientos astronómicos, inventó el primer termómetro y el concepto de aceleración utilizado en la física moderna, etc. Pero por sobretodo, estableció la experimentación como base de la metodología científica, anteponiéndola a dogmas sin sostén. Como todos sabemos, tamaño desacato al pensamiento establecido no le salió gratis: ¡Gentes sin domicilio- se dijo- quieren examinar y expulsar a Aristóteles! La Inquisición prohibió su último libro, lo obligó a abjurar de sus creencias heliocéntricas y le dictaminó arresto domiciliario hasta el fin de sus días.
Galileo no logró que ningún inquisidor simplemente se acercara a la lente del telescopio para verificar que sus descubrimientos eran ciertos, pero no estaba sólo. Sir Francis Bacon, Descartes, Kepler y muchos otros se embarcaron en la aventura del conocimiento. La ciencia había echado a andar y los descubrimientos se sucedían en todas las áreas: desde el sistema circulatorio hasta las orbitas de los planetas nada escapaba a nuestra insaciable curiosidad. El punto culminante llegó con Newton que concibió una explicación única y general de cómo la fuerza de la gravitación causa el movimiento de la Luna y los planetas. La ciencia se convirtió, desde entonces, en la más alta expresión de la racionalidad y trajo, no cabe la menor duda, extraordinarios beneficios y progreso a la humanidad.
Sin embargo, con el correr del tiempo, modificó radicalmente nuestra relación con la naturaleza. Esta empezó a ser vista como un gigantesco mecanismo de relojería, donde cada pieza debía ser estudiada y sus leyes de funcionamiento desentrañadas. Pero ya no con el mero afán de conocimiento, sino como forma de dominarla y hasta «perfeccionarla». En 1.760 un novelista inglés escribía: «Ved los campos de Inglaterra sonriendo con sus cultivos: los terrenos exhiben toda la perfección de la agricultura, parcelados en hermosos cercados, campos de cereales, bosques y prados.»Según la nueva visión, el caos natural debía ser ordenado por el hombre y la naturaleza manipulada para hacerla más productiva, en definitiva, era un mero objeto de explotación para nuestro propio beneficio. Obviamente la condición sagrada de la naturaleza recibió un golpe mortal y los espíritus paganos de bosques, ríos y montañas, que habían resistido la embestida cristiana, se desvanecieron. El mundo había sido desencantado y la hora de su explotación feroz había comenzado. Las nuevas catedrales eran los laboratorios de experimentación y los científicos los «sacerdotes de la naturaleza», como lo proclamó el científico Robert Boyle.
El próximo hito de esta historia es la Revolución Industrial, que plasmó la nueva concepción del mundo a través de instrumentos concretos como fueron las nuevas invenciones tecnológicas: el motor a vapor, los telares mecánicos, el telégrafo, los ferrocarriles, etc. Ellos harán posible el paradigma de la sociedad industrial: obtener más de la naturaleza y en el menor tiempo posible.
Esta Revolución se desarrolló con gran fuerza en el siglo XVIII en Inglaterra, luego se extiende a Europa y se impone en las colonias europeas de Asia y África, que son organizadas según la localización de sus recursos estratégicos. A partir de ahora, el relato se acelera como una película pasada en cámara rápida y el cambio será la única constante. Nuestro estilo de vida y percepciones se irán transformando y el medio ambiente también se modificará profundamente.
Varias son las características de estos cambios:
1- El proceso de urbanización se acentuó porque las incipientes industrias crearon numerosos puestos de trabajo que atrajeron la gente del campo hacia las ciudades.
2- Empezamos a utilizar en forma intensiva la energía, sin la cual esta Revolución hubiese sido imposible. Inglaterra, precursora de la industrialización había repetido la vieja historia de talar sus bosques (que se habían recuperado del ataque romano siglos antes) para sostener algunas actividades que eran voraces consumidoras de madera como la fundición de hierro, la fabricación de vidrio, la construcción de edificios y la construcción de su poderosa flota. Para muestra basta un botón: un barco de guerra, que debía llevar pesados cañones, requería alrededor de 2 mil robles centenarios (los jóvenes no servían), o sea un mínimo de 25 hectáreas de bosque. En ciertas regiones, hasta hubo revueltas populares pues la madera llegó a ser tan escasa que no alcanzaba para calentarse en los inclementes inviernos y los más pobres morían de frío. ¿De dónde provino entonces la energía que alimentó la industrialización?. De un descubrimiento que permitió reemplazar el carbón vegetal (obtenido de los bosques) por el extraído de las abundantes minas que poseía el país. Abraham Darby y su hijo pudieron purificar este carbón, hasta ese momento inutilizable en la industria del hierro por su alto contenido en impurezas, obteniendo el coque. Tal fue el éxito, que desde su descubrimiento a mediados del siglo XVIII hasta fines del mismo siglo, la producción de carbón se triplicó y permitió obtener hierro para fabricar una enorme variedad de elementos: desde ferrocarriles y barcos, pasando por clavos, hasta las máquinas de vapor. Estas últimas, verdaderas estrellas de la industrialización, eran alimentadas con carbón y empezaron a sustituir las viejas fuentes de energía como la hidráulica, la animal y la humana. La cantidad de bienes generados crecía a la par que los costos se reducían, aumentando notablemente la productividad, como ocurrió con las manufacturas textiles, un verdadero «boom».
3- La naturaleza pasó a convertirse en el gran sumidero de los desechos de la humanidad. La contaminación derivada del uso de combustibles fósiles, de los desechos industriales y de la falta de servicios en las ciudades en rápido crecimiento, se convirtió en la compañera inseparable del mundo industrializado, poniendo en riesgo la vida en general.
4- La curva de crecimiento de nuestra especie pega un respingo: empezamos a reproducirnos a una velocidad nunca antes vista, pues la paulatina mejora en los estándares de vida y los descubrimientos científicos redujeron las tasas de mortalidad. Esto aumentó la demanda de bienes y servicios, ergo, aumentaron las presiones sobre el medio ambiente para obtenerlos y también la contaminación derivada de su fabricación y uso.
5- Se produjo la división internacional del trabajo y, de acuerdo a ésta, a cada ecosistema del mundo se lo «reacomodó» para orientarlo a la producción de determinados elementos necesarios para el mercado internacional. El nuevo orden mundial establecía: este país producirá café, aquel carnes y el de más allá minerales. Obviamente Argentina adquirió el rol de exportador de productos agrícolas y el mote de «granero del mundo». La súper-especialización estaba en marcha, siendo reemplazados la variedad de cultivos o los bosques por monocultivos intensivos, ganadería o explotaciones mineras, que con el correr del tiempo traerán la degradación del suelo.
La súper-especialización que aplicamos a la naturaleza, también tuvo su espejo en nosotros. Las factorías empezaron a fragmentar el trabajo en tareas individuales más sencillas y rutinarias, al punto que un visitante a una metalúrgica inglesa decía: «En vez de aplicar la misma mano para acabar un botón o cualquier otra tarea, se subdivide en tantas manos como sea posible, suponiendo sin duda que las facultades humanas, limitadas a la repetición del mismo gesto, se hacen más veloces y fiables que si se tiene que pasar de uno a otro. Así un botón pasa por cincuenta manos, cada una de las cuales realiza la misma operación quizás mil veces al día…». La tediosa y veloz repetición de tareas, creó una nueva forma de vida donde el hombre casi es un engranaje más, como lo plasmó magistralmente Charles Chaplin en su película «Tiempos modernos».
El conocimiento también se fragmentó en disciplinas cada vez más aisladas y con jergas cada vez más complejas. La naturaleza, bajo la mirada de «especialistas», se convirtió en una mera resultante de la suma de sus partes y no como un todo, lo que nos daría muchos dolores de cabeza en el futuro.
El «Homo tecnológicus», con una fe inquebrantable en la ciencia y la tecnología, ya estaba entre nosotros.
Razones para profesar esa fe no le faltaron: en los 2 últimos siglos han demostrado una enorme capacidad para transformar nuestra realidad material y resolver problemas de hambrunas y enfermedades que nos flagelaron durante milenios. Pero tanto fervor, le ha hecho creer que la Tecnología tiene una capacidad ilimitada para resolver cualquier tipo de problemas; que todo es cuestión del tiempo requerido para encontrar la solución.
Pero la situación no es tan sencilla, como veremos…
Fragmento del Capítulo Nº 1 del libro «Lazos verdes. Nuestra relación con la naturaleza», de Adriana Anzolín donde se narra la relación hombre-naturaleza a través de la historia.
Albert Einstein decía «todos somos ignorantes, sólo que ignoramos cosas distintas». Nunca más cierto cuando hablamos de los temas ambientales. Para abordar la complejidad de la relación hombre-naturaleza no es suficiente con que cada disciplina del saber aporte sus conocimientos específicos, sino que es necesario que se impregne de las miradas de las demás. Sólo así comprenderemos la riqueza de dicha relación en su totalidad.
Lazos verdes constituye un aporte para subsanar esa fragmentación que existe en cuanto al conocimiento ambiental. Aborda cada aspecto en profundidad, holísticamente y con un lenguaje sencillo. Así se integran los saberes y se efectiviza la imprescindible interdisciplinariedad que requiere el tema.
Un libro para que el biólogo conozca sobre historia ambiental, el geógrafo comprenda la química de la contaminación, el químico aprenda acerca de los problemas socio-ambientales del monocultivo…
Lazos verdes está dirigido a todos aquellos que creen que la educación ambiental es la brújula que nos orientará a mejores puertos. Por lo tanto resultará de interés tanto para el público en general como para los docentes y estudiantes de enseñanza media.
El libro se puede encontrar en las principales librerías o solicitar el pedido directamente en nuestra editorial en la página web www.maipue.com.ar