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Ochenta años después de la fundación de la Segunda República Española, la vigencia de sus valores y el legado de la sangrienta guerra civil

Recuerdos de la República

Fuentes: Open Democracy/Revista Debate

La Segunda República Española fue proclamada hace ochenta años, el 14 de abril de 1931, después de que los partidarios de la monarquía perdieran las elecciones en las que triunfaron los republicanos. El pueblo español -no sólo la clase baja, que deseaba mejorar su nivel de vida, sino también la burguesía- celebró la proclamación de […]

La Segunda República Española fue proclamada hace ochenta años, el 14 de abril de 1931, después de que los partidarios de la monarquía perdieran las elecciones en las que triunfaron los republicanos. El pueblo español -no sólo la clase baja, que deseaba mejorar su nivel de vida, sino también la burguesía- celebró la proclamación de la República con auténtica esperanza. Todos querían que la República hiciera ingresar a España en el siglo XX: de hecho, la República Española era, ante todo, un intento de modernización. Extendía los derechos civiles y políticos a todos aquellos que hasta entonces se habían visto privados de ellos, lo que significaba el acceso de la clase trabajadora a esos derechos, entre ellos la educación pública y la emancipación de las mujeres.

Lamentablemente, la República no tuvo mucho tiempo para llevar a cabo estas tareas. Como es bien sabido, apenas cinco años después, en 1936, la rebelión militar del general Francisco Franco sumió a España en una sangrienta guerra civil que duraría tres años, después de que su golpe de Estado y su deseo de tomar el poder en poco tiempo se vieran frustrados. La victoria que obtuvo en 1939 dio lugar a una dictadura que se prolongaría durante treinta y seis años. Hoy, el legado de esos tumultuosos años se ha tornado evidente.

La Segunda República Española no nació bajo una estrella auspiciosa: el contexto internacional estaba impregnado por la crisis económica de 1929 y sus consecuencias, y por el crecimiento de la extrema derecha europea. Internamente, aquel gobierno integrado principalmente por partidos liberales y de centroizquierda, entró en conflicto con los grupos más poderosos de la sociedad española. Con tres de esos grupos -los grandes terratenientes, la Iglesia Católica y el ejército, que eran además los partidarios más acérrimos de la monarquía-, la confrontación fue inevitable. La política laica de la República, basada en la separación entre la Iglesia y el Estado, la instauración de la educación laica, del matrimonio civil y el divorcio, despojó a la Iglesia de sus privilegios en los ámbitos de la organización social, la educación y la cultura. Por otra parte, mientras estos grupos, junto con los monárquicos y los nuevos partidos de extrema derecha, como la Falange, constituían la oposición de derecha, el gobierno tuvo que luchar también con los republicanos de izquierda que exigían reformas más radicales: los diversos partidos obreros, los sindicatos -sobre todo los anarquistas, que en España eran particularmente fuertes-, los socialistas y los comunistas, para entonces todavía no muy numerosos. Sin embargo, el gobierno pudo manejar (o, como dijeron algunos de sus protagonistas, «reprimir brutalmente») a esos grupos y su accionar.

La impresión generalizada de que la República Española fue fundamentalmente un sistema de izquierda no es disparatada si consideramos que sus partidarios pertenecían al centro o a la centroizquierda y que la izquierda más radicalizada también apoyaba esta forma de gobierno. El 14 de abril de 1931, la oligarquía fue sustituida por primera vez por una centroizquierda moderada. La fuerza ganadora en las elecciones de febrero de 1936, el Frente Popular, también estaba constituida por una amplia coalición de partidos políticos y sindicatos de izquierda y de centroizquierda. Esa coalición se formó porque el gobierno de derecha, que llegó al poder en 1934, comenzó a anular las reformas llevadas a cabo por el gobierno anterior, y los partidarios de esas reformas llegaron a la conclusión de que la única forma de ganar las elecciones era uniéndose. La coalición fue inspirada, obviamente, por el ejemplo francés (el gobierno de León Blum) y por el temor al avance del fascismo, pero también puso en evidencia que, durante su corta vida, la República Española funcionó como un sistema parlamentario democrático basado en confrontaciones electorales y alianzas políticas. Y, si bien el gobierno del Frente Popular contó con el apoyo de numerosos partidos obreros y sindicatos, en ese momento ningún partido obrero formó parte del gobierno. Un hecho que desmiente claramente la propaganda rebelde según la cual el intento de golpe de Estado se proponía evitar una revolución y la toma del poder por el comunismo. De hecho, fueron el propio golpe de Estado, el caos que lo siguió y el colapso temporal del gobierno los que facilitaron el éxito momentáneo de los movimientos revolucionarios (la formación de una especie de «poder dual») y el fortalecimiento del Partido Comunista. Los golpes militares y los dictadores entronizados por los reyes tenían una tradición en España, y Franco y sus seguidores soñaban con un acceso inmediato al poder cuando iniciaron su rebelión, el 16 de julio de 1936. Pero en esa oportunidad se encontraron con la oposición de una parte del ejército y de la guardia civil, y de una resistencia popular, desorganizada pero decidida, que tuvo su máxima expresión entre los trabajadores organizados. Así fue cómo el intento de golpe se convirtió en una larga y sangrienta guerra civil, y lo que comenzó como un episodio de la vida política española adquirió dimensiones internacionales.

Ochenta años después, sigue siendo imperioso mencionar la conducta vergonzosa de las democracias occidentales durante la Guerra Civil Española que, con el pretexto de la «no intervención», le negaron al gobierno republicano la ayuda que cualquier gobierno legítimo tiene derecho a pedir como, por ejemplo, el suministro de armas compradas por ese mismo gobierno. Al mismo tiempo, las democracias occidentales hicieron la vista gorda cuando Alemania e Italia apoyaron material y militarmente a Franco y sus acólitos. Sólo la Unión Soviética apoyó a la República española, y el precio de esa ayuda fue muy alto.

Sin embargo, en una abierta contradicción con la conducta de sus gobiernos, miles de voluntarios de diferentes países se hicieron presentes en España para ayudar a la República incorporándose a las Brigadas Internacionales. El papel que desempeñaron estos voluntarios no fue meramente simbólico y limitado a una expresión de solidaridad sino una contribución militarmente real y tangible, como lo demostraron los tres años de resistencia de Madrid y el último y desesperado contraataque republicano en el Ebro. A pesar de todo ello, lo único que lograron el Ejército del Pueblo, las milicias obreras y las Brigadas Internacionales fue posponer la derrota. El 1° de abril de 1939, Franco anunció su victoria y comenzó su dictadura, que se prolongaría durante treinta y seis años.

La venganza contra los republicanos fue cruel y brutal. Todo aquel que había sido partidario de la República, o que se suponía que por su condición social había sido solidario con los republicanos, se convirtió en un blanco de la represión de la dictadura de Franco. A quienes lograron exiliarse en Francia no les fue mejor: los refugiados anónimos, los soldados rasos del Ejército del Pueblo y de los partidos antifascistas fueron internados en campos de concentración. Después, muchos de ellos se incorporaron a la Resistencia Francesa y, cuando fueron arrestados, terminaron detenidos en campos de concentración alemanes y abrigaron en vano la esperanza de que, tras la derrota de Alemania, los aliados se deshicieran también de Franco: pero las potencias occidentales no deseaban otro conflicto armado con un país no beligerante, así que a medida que se fue desarrollando la Guerra Fría, y como recompensa a Franco por su postura anticomunista y su buena voluntad para aceptar la instalación de bases militares norteamericanas en territorio español, Estados Unidos decidió ignorar el carácter dictatorial de su gobierno.

A pesar de que la comunidad internacional se comportó vergonzosamente durante la guerra e hizo como si no se hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando en España, el recuerdo de la República y de la Guerra Civil siguió vivo entre los artistas y los intelectuales. Para muchos de ellos, la lucha de la República Española contra el fascismo representó «la última gran causa», como quedó demostrado por una gran cantidad de obras maestras, entre las cuales el Guernica, de Pablo Picasso, los cuadros de Miró y las novelas de Ernest Hemingway fueron los ejemplos más conocidos.

Pero si bien la guerra civil se convirtió en la conciencia lírica de la izquierda europea, la España oficial no sólo fue dominada por el relato de una «cruzada gloriosa» sino que la transición democrática que sobrevino tras la muerte del dictador, y que se fundó en un «pacto de olvido», todavía es considerada como un camino ejemplar hacia la democracia. En términos legales, ese pacto que se concretó mediante una ley de amnistía, se expresó socialmente a través del silencio que rodeó a la guerra civil y a la represión y las atrocidades de la dictadura.

MEMORIA LIBERADA

La memoria de la República fue liberada y oficialmente sancionada recién cuando se cumplió el septuagésimo aniversario de la guerra. El gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, que llegó al poder en 2004, desempeñó un papel significativo en la forja de la memoria histórica de la Segunda República, de sus partidarios y su herencia. Así está expresado en la ley citada al comienzo de este artículo, o en la intensamente debatida Ley de la Memoria Histórica, que ordenó la eliminación de los monumentos franquistas y promueve la identificación y el entierro individual de los muertos republicanos y el homenaje a su memoria. Sin embargo, las dificultades que enfrentan los movimientos sociales a la hora de abrir las fosas comunes y honrar la memoria de las víctimas, o las complicaciones que tuvo que afrontar el juez Baltasar Garzón, son un testimonio inequívoco de las pasiones que sigue despertando la guerra. Si bien los conflictos desencadenados por la ley ponen en evidencia que el recuerdo de la guerra civil y la dictadura todavía pueden dividir a la sociedad española, las reformas implementadas durante la transición y en el pasado reciente respetan las mejores tradiciones de la República. Esperemos que no haya un retroceso.

A la luz de todo esto, las muchas veces tensas relaciones entre España y el Vaticano no pueden sorprender, y no se vieron atenuadas por la beatificación de los sacerdotes asesinados por los republicanos durante la guerra. Da la impresión de que la Iglesia Católica española, que todavía no se ha disculpado por haber apoyado la rebelión y la dictadura de Franco, preferiría seguir recordando solamente a las víctimas franquistas olvidando los sangrientos crímenes cometidos por Franco y sus seguidores contra los republicanos, no sólo durante la guerra sino en el período represivo que le siguió. Toda esa represión se llevó a cabo con el apoyo entusiasta de la Iglesia, mientras las víctimas republicanas ni siquiera podían ser recordadas y honradas como habría correspondido. La necesidad de eliminar los monumentos franquistas también es un tema delicado para la Iglesia porque las placas conmemorativas están instaladas en los frontispicios de muchos templos y en ellas se encuentran inscriptos los nombres de aquellos que cayeron «por Dios y por España», es decir, en la lucha contra la República.

Al mismo tiempo, los valores de la República Española son, también, los valores de la Europa actual. En el libro que publicó en 2006, El hombre europeo, Jorge Semprún sostiene que la constitución de la Segunda República representa una inspiración para Europa y, podríamos agregar, para cualquier Estado contemporáneo comprometido con la libertad, el progreso y la solidaridad. Transcurridos ochenta años de aquella epopeya, conviene recordar este legado de la Guerra Civil y sus secuelas.

* Copyright Open Democracy y Debate

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