Recomiendo:
0

El problema en Cataluña

Referéndum sí, pero no de cualquier manera

Fuentes: Rebelión

Soberanía popular e imperio de la ley La democracia no es simplemente «lo que la mayoría quiere», aunque ésta sea la idea que muchas personas tienen en mente cuando piensan en ella. La democracia como sistema político nace desde el comienzo con una doble articulación, que implica, por un lado, el principio de la soberanía […]

Soberanía popular e imperio de la ley

La democracia no es simplemente «lo que la mayoría quiere», aunque ésta sea la idea que muchas personas tienen en mente cuando piensan en ella. La democracia como sistema político nace desde el comienzo con una doble articulación, que implica, por un lado, el principio de la soberanía popular, y por otro, el respeto a la ley como garantía de protección de los derechos subjetivos individuales. Y ambas cosas, siempre, sobre el telón de fondo de los grandes valores y principios reconocidos en la Carta de los Derechos Humanos. Apoyarse sólo en uno de los dos principios mencionados, viendo el otro como limitante -y pretendiendo, por tanto, eliminarlo- supone no entender nada de lo que significa vivir en una democracia.

Esta exigencia de doble articulación tiene que ver con la necesidad de que la democracia se ponga límites a sí misma para que la regla de mayorías no produzca, en su aplicación, resultados aberrantes. El recurso a ley viene en ayuda de ese cometido porque es el Derecho el mecanismo que permite someter la voluntad popular a la horma de la deliberación procedimental, la cual tiende de manera general a garantizar (aunque no siempre sea así en la práctica) la protección de los derechos de las minorías por la involucración en el proceso deliberativo de todas las partes afectadas. Y también porque en las democracias modernas, la propia ley exige el respeto a los derechos fundamentales de los individuos, los llamados derechos humanos, los cuales, por vía de su promulgación en los textos constitucionales de los Estados, han adquirido carta de naturaleza como derechos en sentido positivo, y no solamente como simples derechos morales.

Las democracias modernas son herederas de las revoluciones que en los siglos XVIII y XIX dieron al traste con el orden tradicional del Antiguo Régimen. Porque venían de un orden en el que no sólo existía una insoportable injusticia social sino que ni siquiera había posibilidad de subvertir dicha situación por medio de mecanismos de participación política, tuvieron los pueblos que levantarse con las armas para avanzar hacia una situación mejor; no otra era su alternativa, salvo la resignación ante dicho estado de cosas.

¿Cuál es una de las diferencias fundamentales entre el orden del Antiguo Régimen y el orden establecido en las democracias europeas que nacieron con la disolución de aquél? Que el privilegio de sangre o el simple capricho, de los que se servía la clase dominante para ejercer su gobierno sobre todos los demás hombres y mujeres, fue sustituido por la ley, como canon de lo correcto y principio rector de la vida social, como expresión, no de una voluntad caprichosa, sino de la voluntad general de todo un pueblo que decide otorgarse normas a sí mismo conforme a principios de racionalidad, bajo el supuesto de que todos los ciudadanos merecen el mismo respeto por ser libres e iguales entre sí. La capacidad de universalizar contenida en un sistema sometido a normas legales hace posible que dejemos de entender al otro como «otro» y que podamos concebirlo como un igual a nosotros mismos, puesto que nos subsumimos ambos bajo un mismo paradigma de racionalidad desde el cual nos juzgamos por igual.

¿Por qué es importante el respeto a la ley? Porque justamente ésta es la que impide, en general, la arbitrariedad de unos hombres sobre otros sustituyendo dicha arbitrariedad por el procedimiento de la deliberación sometida a normas. En una democracia la convivencia civil es posible porque el Derecho nos permite sujetar a norma la natural tendencia de todo poder, público o privado, a ser arbitrario, garantizando de esa forma la libertad y la vida de los más débiles, es decir, de todos nosotros. El Derecho permite que, en un mundo atravesado por profundas asimetrías de poder, todos los sujetos puedan elevarse en pie de igualdad, medirse respecto a un mismo baremo (el estatuto de ciudadanía) y reivindicarse merecedores de la misma consideración, independientemente de su origen familiar, posición social, sexo, religión, creencias o cualesquiera otros factores.

La izquierda política, a menudo, ha tenido una enorme dificultad para entender este punto; una dificultad que tiene que ver, indudablemente, con sus simpatías y afinidades históricas con el discurso revolucionario que propende a repudiar toda acción de tipo institucional por entender que el Estado y todo lo que éste conlleva -principalmente, el sistema de Derecho en su conjunto- no es más que una superestructura ideológica al servicio del capitalismo. Es ésta una interpretación reduccionista común en el ámbito de cierta tradición marxista. Sin embargo, resulta difícil negar que, además de una maquinaria para la recaudación de impuestos y un mecanismo de opresión de clase, el Estado (en particular, el Estado de Derecho) es bastantes más cosas y cumple otras funciones que ningún otro ordenamiento puede cubrir: funciones como velar por la seguridad básica de los ciudadanos -allí donde dicha seguridad no tiene que ver con conflictos de clase-, garantizar los derechos de participación y representación política, promover los derechos sociales y proveer servicios públicos destinados a tal fin. Funciones, todas ellas, que dependen de un entramado mínimo institucional y un sistema de Derecho para poder ser realizadas. Sin Derecho -y sin el ejercicio del poder concomitante a su institucionalización-, no habría sociedad política de ningún tipo, pues no sería posible ni siquiera la necesaria coordinación de acciones entre los diferentes individuos y grupos que componen una sociedad altamente compleja como la actual.

Que el sistema jurídico, en la práctica, no esté sirviendo en muchos casos para cumplir su cometido de impartir justicia, porque el sistema económico, por ejemplo, genera una desigualdad que sitúa a las personas en unas condiciones materiales de desventaja respecto a otras, no es un problema imputable al hecho de que existan leyes en general (cuyo carácter irrenunciable nos muestran de forma incontrovertible los autores de la Ilustración), sino al sistema económico responsable de provocar dicha desigualdad, la cual no erradicaremos prescindiendo de uno de los mejores instrumentos que tenemos para luchar contra ella -el propio Derecho- sino, al contrario, utilizándolo provechosamente para conseguir adoptar las medidas que sean necesarias con el fin de lograr una mayor justicia social.

Otra cosa es que la defensa de un Derecho puro, como un ente completamente desconectado de las condiciones materiales efectivas de la sociedad en la que dicho sistema se inserta, resulte ideológica, en el sentido de que pretenda erigirse como teoría formalista, abstracta y, por tanto, encubridora de las injusticias que la sociedad engendra. Pero nada impide que el Derecho pueda ser usado de forma crítica y equitativa, atendiendo a las diferentes situaciones reales que tienen lugar en la sociedad. El mandato de trato paritario ante las normas determina un tratamiento igual para todos que no sea discriminatorio, pero no impide una diferenciación basada en causas objetivas y razonables: necesidades, esfuerzos y habilidades diferentes. Ahora bien, la necesidad de tener en cuenta las condiciones de desigualdad entre las personas en el mundo real, no conduce a un llamamiento a renunciar al Derecho, sino a perfeccionar las legislaciones y afinar los criterios de aplicación con objeto de producir equidad.

Una sociedad que se rige por el imperio de la ley y no por la arbitrariedad o la mera concurrencia de una suma de voluntades, ha de apoyar que cualquier medida de reforma que se proponga se realice conforme a los cauces legales establecidos a tal efecto, siempre que ello sea posible y haya un conjunto razonable de alternativas a la vía insurreccional. Digo «siempre que ello sea posible y haya un conjunto razonable de alternativas a la vía insurreccional» porque es evidente que no en todas las sociedades lo hay. No lo había, por ejemplo, en el Timor Oriental en manos de Indonesia ni en la Argelia bajo dominio colonial francés, por citar sólo dos casos de territorios sojuzgados que se tuvieron que rebelar violentamente para proclamar su derecho a la autodeterminación.

Cataluña no es Timor Oriental ni Argelia. Es una de las regiones más desarrolladas de Europa, no ha sufrido ningún proceso de colonización, tiene unos elevados niveles de autonomía política y goza de libertades formalmente democráticas; por tanto, no puede apelar a una situación de opresión sistemática para justificar el uso de vías no previstas por la ley.

En un país con una democracia formal y un Estado de Derecho -imperfecto, porque como sabemos el orden legal vigente no está funcionando como debería para garantizar y proteger los derechos fundamentales de muchas personas-, existen los mecanismos legales para proponer numerosos cambios; y, puesto que existen, deben usarse. Sin embargo, la ley de referéndum aprobada por el parlamento de Cataluña contraviene el principio de jerarquía normativa que rige para todo orden legal, basándose en un «régimen jurídico excepcional». No sigue las indicaciones de la Comisión de Venecia, del Consejo de Europa, sobre la convocatoria de referendos. Hace borrón y cuenta nueva de la Constitución, del Estatuto de Autonomía y del resto de legislación. Para colmo, fue avalada por el voto de una mayoría simple, y no por una mayoría cualificada de dos tercios, que hubiera sido lo normal dada su especial trascendencia, tal como se exige para la reforma del Estatuto de Autonomía o la elaboración de una ley electoral. Siendo así, este referéndum nace sin la más mínima garantía legal y convierte el deseo de independencia en una mera ilusión, pues ningún organismo internacional y ningún país van a reconocerle legitimidad y, por tanto, será inviable que Cataluña pueda constituirse realmente como un Estado soberano en caso de que el «sí» sea la opción ganadora.

El ímpetu por conseguir aquello que ansiamos, no debe hacernos olvidar que no todos los medios valen con tal de conseguir el fin propuesto. Lo que la gente quiere, debe ser defendido con arreglo a la ley, respetando el funcionamiento de las instituciones y proponiendo desde ellas -pero también, por supuesto, desde fuera de ellas a través de la movilización social- los cambios que sean pertinentes. La movilización social y la batalla política por la convocatoria de una consulta en Cataluña comienza, de forma explícita y nítida, en 2012. No tiene más de cinco años, que en política es un período relativamente breve. Si en el momento presente no es posible lograr por vía legal el objetivo que se persigue, ello no significa que no pueda ser logrado más adelante. Entonces se debe perseverar en la lucha, continuar con la movilización ciudadana que genera contrapeso y tener la paciencia suficiente como para esperar que en el futuro la coyuntura social y política sea más propicia, pues dicha coyuntura no es inamovible sino que es cambiante.

Atentar contra los procedimientos legales constitucionalmente establecidos para el ordenamiento de la acción política institucional es grave cuando se trata de una institución quien lo hace. Porque si la propia institución reconoce que puede incumplir la ley y que, por tanto, ésta para ella no vale nada, ¿quién le confiere entonces la legitimidad que supuestamente tiene para hacer lo que hace? ¿En qué basan los diputados que votaron a favor del referéndum su autoridad para ordenar que dicho referéndum se celebre, más que en la posición de poder que la propia ley les ha permitido obtener como representantes de la soberanía popular catalana, gracias a un sistema legal de elecciones periódicas, un parlamento legalmente constituido, unos salarios como diputados que el Estado les proporciona por ley, etc.? ¿En virtud de qué son capaces de incumplir la ley aquellos que justamente son depositarios de ella y han recibido el mandato de cumplirla? La contradicción es manifiesta.

Resulta preocupante que haya quien pretenda legitimar la actuación del parlamento de Cataluña calificándola como una acción de «desobediencia civil». No puede ser «civil», porque el parlamento de Cataluña no es una entidad de la sociedad civil, sino una institución política. La desobediencia la pueden cometer los individuos o grupos sociales, movidos por razones éticas superiores al propio derecho imperante y con intención de provocar un cambio en alguna parte de éste. Cuando una acción desobediente cumple determinados requisitos como los que describe Jürgen Habermas (que sea una acción pública, no-violenta, motivada por principios éticos universalizables, con intención de cambiar una ley injusta y no el sistema en su totalidad, y llevada a cabo por sujetos que asumen las consecuencias penales de sus actos)[1] puede encontrar plena justificación ética. Tal es el caso, por ejemplo, de las acciones de las feministas sufragistas, el movimiento contra el imperialismo británico en la India de Gandhi, el movimiento por los derechos civiles liderado por Martin Luther King en los EE.UU, los insumisos o los activistas que paralizan desahucios. Los desobedientes civiles no pretenden cuestionar el reconocimiento de los deberes generales de los ciudadanos en una sociedad libre, por lo que enmarcan sus acciones dentro de la lealtad al orden constitucional democrático: en esto se distinguen de los revolucionarios.

Sin embargo, jamás pueden ser desobedientes las instituciones, las cuales están obligadas a cumplir y hacer cumplir la ley, porque su función es representar la voluntad general de los ciudadanos a quienes sirven; y esto solamente pueden hacerlo sometiéndose a los parámetros objetivadores del Derecho vigente, en tanto que éste es el marco de referencia para la vida social en una democracia. Una institución no es una persona, sino la representación de una pluralidad de ellas. Si una institución se rebela contra la ley, se quiebra el orden de razones en que toda acción institucional debería encuadrarse, se rompe la cadena de confianzas y lealtades implícitas sobre las que dicho orden se sustenta y directamente se abre paso a la arbitrariedad y la violencia.

Nacionalismo, identidad e intereses de clase

Los nacionalismos tienen a veces una tendencia a la exclusión que no casa bien con el tipo de mundo que actualmente habitamos. El llamado «hecho diferencial» es una falacia que se sostiene destacando un conjunto de rasgos como los relevantes para la diferenciación de un grupo pero obviando todos aquellos que, sin embargo, suponen una continuidad con el resto. Dicha apología de la diferencia es, además, inconsistente, porque vale para establecer un mecanismo de desconexión o separación de ese grupo respecto a otros, pero no reconoce, sin embargo, que al interior del propio grupo pueda haber, a su vez, otras diferencias que de hecho descompongan y desfundamenten la supuesta identidad primigenia del mismo. Por lo que, muy habitualmente, suele traducirse además en la defensa una identidad cerrada.

El apego a una tierra, a una tradición o a una simbología, en sí, es un sentimiento perfectamente legítimo, como cualquier otro; se tiene o no se tiene, y nadie legisla sobre él ni puede obligar a otro a que tenga ese mismo sentimiento. El problema sobreviene cuando la unidad política pretende fundarse, justamente, sobre ese sentimiento y no sobre el principio racional de ciudadanía según el cual una sociedad es una reunión de individuos libres e iguales dotados, por tanto, de la misma consideración, derechos y deberes. Y ese es el problema de los nacionalismos (me refiero, específicamente, a movimientos nacionalistas propios de Estados modernos que no son respuesta a procesos de colonialismo o dominación): forjan identidades sobre la base del apego a determinados elementos culturales, y pretenden que esas identidades sirvan, además, para edificar sobre ellas la construcción de la convivencia política. Por medio de una idea oscurantista de lo que la cultura significa (una hipóstasis metafísica que consiste en sustantivizar una serie de rasgos, símbolos y costumbres como partes de un todo homogéneo e irreductible), se pretende fusionar cultura, política y ciudadanía, todo lo cual desemboca en el no menos metafísico concepto de «nación». Si la nación se define por la pertenencia a una cultura, y ésta es la que confiere identidad política a sus ciudadanos, se concluye, muy fácilmente, que aquellos que no se identifican con dicha cultura o se identifican menos, tienen menos identidad política que otros y, por tanto, son también ciudadanos en menor grado. La consecuencia previsible es la incomprensión, el rechazo, el enfrentamiento y la injusticia, como tantas veces ha probado la historia. La guerra fratricida que asoló a la antigua Yugoslavia y sembró la destrucción en un país que pocos años antes gozaba de niveles muy aceptables de paz y prosperidad, da buena cuenta del horror al que pueden abocar los movimientos fuertemente identitarios, los cuales suelen extenderse con mayor rapidez y virulencia en épocas de crisis, como la que atravesamos ahora.

Es necesario desechar la idea de que la identidad política de un Estado deba sostenerse en un sentimiento de pertenencia a una determinada comunidad cultural. Es imposible concebir las culturas como si se tratara de esferas cerradas y homogéneas. Contra esa idea hay que afirmar, en cambio, que todo está inextricablemente mezclado; que no hay purezas ni esencias históricas prístinas; que todos somos resultado de la intersección de muy variadas pertenencias, que cada uno de nosotros somos únicos e irrepetibles y aun, por encima de todas las diferencias, básicamente iguales en tanto que personas y seres con necesidades comunes. No es conveniente confiar en las emociones, evanescentes e inflamables, como buena base para la fundamentación de los principios que deben regir la convivencia en una sociedad democrática, sino en los valores universales sobre los que se instituye la ciudadanía: libertad, igualdad, fraternidad.

Más allá de cuestiones identitarias espurias, es pertinente tener en cuenta que el nacionalismo catalán esconde también, en buena medida, otra serie de intereses de tipo fundamentalmente económico, ligados a la idea, ampliamente extendida entre la sociedad catalana, de que España roba a Cataluña (Espanya ens roba). Algo que ha sido desmentido por las balanzas fiscales publicadas por el Ministerio de Hacienda, pero que a pesar de todo sigue siendo repetido como una letanía insidiosa. Así pues, a los problemas vinculados a un nacionalismo escorado hacia la defensa de una identidad excluyente, habría que sumar, además, los graves problemas asociados a una ideología neoliberal destructora del Estado social y democrático, que apela a criterios de insolidaridad entre las personas y a criterios de supuesta superioridad respecto a los pueblos más pobres para justificar el deseo de independencia.

En todo caso, aún lo más extraño de este movimiento secesionista que se ha venido forjando en los últimos años en Cataluña, es que a esta operación del capitalismo más oscuro promovida por la oligarquía catalana, que invoca criterios como los mencionados, se hayan sumado partidos de supuesta izquierda, que tienen en su ideario político objetivos tales como la lucha por la justicia social y la eliminación de la sociedad de clases. Sin duda es algo profundamente desconcertante.

Necesidad de un referéndum para Cataluña

Pero, aclarado esto, y llegados a este punto, nos guste o no, con un 80% de la población catalana mostrándose favorable a la celebración de una consulta sobre su permanencia en España, la realización de la misma resulta ya una demanda insoslayable, pues además es la única manera de medir el apoyo real con el que el deseo separatista cuenta en el momento presente. Por la misma razón que cuestiono la legitimidad de las identidades culturales inmutables e irreductibles, también afirmo que ningún pueblo o comunidad está obligado por ninguna necesidad inexorable histórica ni de ningún tipo a permanecer políticamente unido a un determinado Estado si una amplia mayoría de sus ciudadanos ya no lo desean. Las unidades políticas que conforman la convivencia deben ser libres y revocables, sometidas a revisión y no impuestas por la fuerza por parte de nadie. Resulta ingobernable democráticamente un territorio en el cual la inmensa mayoría de sus miembros no se reconocen como parte del ente político que los administra.

Pero un referéndum para la secesión de un territorio debe convocarse siempre con las garantías democráticas elementales que un proceso de tales características requiere. Lo cual exige, en primer lugar, que dicho referéndum haya de ser pactado con la entidad soberana de la que, en ese momento, el territorio forma parte. No existe acuerdo entre los expertos juristas sobre si una consulta para la independencia tiene encaje en la Constitución española de 1978. Quienes niegan la posibilidad de que el sistema jurídico español ampare el derecho de un territorio a decidir sobre su continuidad en el Estado, se apoyan sobre todo en el artículo 2, donde se dice que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española», y en el artículo 1.2, en el que se afirma que «la soberanía nacional reside en el pueblo español». Por su parte, quienes sostienen que aquel derecho encuentra cobijo en el texto constitucional, hacen referencia al artículo 1.1, que establece que España se constituye en un Estado democrático, y otros preceptos como el artículo 23, en el que se reconoce que «los ciudadanos tienen derecho a participar en los asuntos públicos». La discusión entre partidarios y detractores del derecho a decidir se ha enconado sobre la base de argumentaciones jurídicas sumamente farragosas, lo cual probablemente es inevitable dada la ambigüedad, vaguedad e imprecisión de un texto constitucional que fue compuesto sobre malabarismos conceptuales con intención de sortear las dificultades del contexto social que lo demandaba.

En todo caso, si en la actual Constitución española no tiene cabida un referéndum para la independencia, entonces debe abrirse ya de una vez por todas un proceso constituyente que, por lo demás, empezamos a necesitar en nuestro país para otras muchas materias. Y entonces, en ese proceso, a quienes somos partidarios de una izquierda racional, fraterna, con vocación internacionalista, nos tocará defender un modelo de Estado federalista y concretar su forma, pues el federalismo, a mi juicio, es la mejor respuesta a la realidad particularmente compleja y plural de nuestro país, habida cuenta que la federación de los pueblos permite grados de autonomía suficientemente amplios compatibles con la necesaria y conveniente cooperación y solidaridad entre los mismos, a través de un justo reparto de las competencias entre los diferentes niveles de soberanía.

Sin embargo, el inmovilismo por parte de quienes defienden por encima de todo la unidad indisoluble de la sacrosanta España y ni siquiera contemplan la posibilidad de cuestionarla, ha precipitado también la escisión actual en la sociedad catalana, esta lamentable polarización que no podrá resolverse por ninguna otra vía que no sea el pacto. El nacionalismo centralista español de raigambre franquista, que sigue entonando aquello de «España: Una, Grande y Libre», es una máquina de fabricar independentistas tan poderosa como la de aquellos que los jalean. No cabe duda que frente a posiciones políticas centrípetas que pretenden sofocar cualquier aspiración de autogobierno, siempre se generarán, a modo de reacción, deseos centrífugos de separación como posible vía de escape.

La negativa a modificar o sustituir la Constitución por parte de PP y PSOE en este caso resulta llamativa y escandalosa, teniendo en cuenta que fueron estos dos partidos políticos quienes en 2011 tuvieron a bien ponerse de acuerdo para acometer la reforma constitucional del artículo 135, por orden del Banco Central Europeo, con el fin de blindar en la Carta Magna que el pago a los acreedores del Estado tuviese prioridad absoluta por encima de cualquier necesidad de los ciudadanos. Su inverosímil defensa del intocable orden constitucional sólo puede interpretarse, por tanto, como un gesto de repugnante hipocresía.

El problema respecto a la Constitución es que algunos la interpretan como norma suprema a-histórica, eterna, inmutable, causa de sí misma, totalidad cerrada y perfecta. Cuando el Estado constitucional se concibe desde esos presupuestos formalistas y dogmáticos, entonces prende el conflicto. Pero la democracia es un sistema dinámico y tensional que exige el equilibrio ponderado de las diferencias; y desde esa concepción debe ser entendida la Constitución como un decantado de principios que, en un tiempo y en un espacio determinado, contribuyen a estabilizar el juego democrático dotándolo de ciertas normas fundamentales que deben ser por todos respetadas para el mantenimiento de la homeostasis social. Como tal producto histórico y social, material, puede ser modificada o sustituida si ya no cumple con las funciones para las que, en otro momento, fue pensada (entiéndase, claro, de una manera razonable en tiempo y forma: no se podría aprobar una nueva Constitución cada año ni al albur de cualquier deseo). Empieza a ser un clamor popular que la Constitución de 1978 y el régimen a ella asociado han quedado ya por completo desbordados por el propio desarrollo de la sociedad, por lo que se hace imprescindible un nuevo pacto civil y político para hacer frente a la realidad actual.

El referéndum en Cataluña debe celebrarse, pero habrán de pactarse con el Estado central la manera de hacerlo, la pregunta o preguntas que en él se formularán, el porcentaje de votantes que deberían votar para autorizar la separación y las consecuencias. Entre otras cosas, porque se trata de un referéndum especialmente peliagudo en el que se ven afectados los intereses de muchas personas. Es obvio que en un proceso de separación de un territorio habrá un buen número de habitantes de ese territorio que no son partidarios de la secesión. Es menester, por tanto, que la opción independentista cuente con una mayoría cualificada y estable en el tiempo. Con el fin de velar por la protección de los intereses de todas las personas involucradas, es necesario establecer, por ejemplo, un porcentaje mínimo razonable de participación en el referéndum para que éste pueda ser válido y un porcentaje mínimo de votos a favor de la independencia para que esta opción pueda ser legitimada.

Antes de la votación debe haber, además, un amplio debate social que permita a los catalanes colectivamente deliberar sobre lo que realmente quieren, porque en Cataluña es preocupante la manipulación a la que se lleva sometiendo a la gente desde hace tiempo por parte de los poderes públicos y los medios de comunicación. Es preciso desentrañar lo que hay detrás de ese afán separatista, si no será más bien que esconde otras inquietudes no explícitas o necesidades no satisfechas; si no será que la independencia funciona en realidad como una invocación mágica con la que se pretende resolver de un día para otro todos los problemas, sin saber muy bien cómo, pues nadie ha sido capaz todavía de explicarlo. Como tampoco se explica, por ejemplo, por qué los secesionistas rechazan la posibilidad de construir un Estado español federal, mientras que admiten su deseo de integrarse en la Unión Europea, que es una confederación de Estados, una vez hayan conseguido la independencia.

Cabe preguntarse si a la mayoría de la gente en Cataluña lo que le preocupa de verdad es la independencia o los problemas del paro, los desahucios, las dificultades para llegar a fin de mes, el deterioro de los servicios públicos, los recortes en ayudas a la dependencia, la corrupción y un sinfín de cosas más que atañen directamente a la construcción de una democracia social. ¿Acaso la obsesión por la independencia no es una manera de desviar la atención de los problemas sociales más importantes? ¿Cómo es posible que los partidos nacionalistas que se autodefinen como partidos de izquierda se sumen a la derecha catalana representada por el PdeCat argumentando que el objetivo de la independencia es el más importante de todos, aun por encima de la preocupación central de toda verdadera izquierda, que es la defensa de la justicia social? ¿Es mejor la explotación de los catalanes por parte de los oligarcas catalanes que por parte de la oligarquía no catalana? ¿Cambia algo la situación sustituir a unos explotadores por otros? ¿Qué creencia lleva a dar por sentado que el simple hecho de constituir un Estado independiente va a significar de inmediato la transformación del país en una «república socialista libre y autogestionaria»?

Todas estas preguntas deben propiciar un debate que, en último término, ha de expresarse en un referéndum con plenas garantías democráticas. Ahora bien, parece que a casi nadie interesa desatascar esta situación, cada vez más similar a un callejón sin salida. No interesa a PP, PSOE y Ciudadanos, porque se aferran a la defensa cerrada y dogmática del actual orden constitucional borbónico, heredero del franquismo; ni interesa a la mayor parte del nacionalismo catalán (al PdeCat porque esta pantomima le sirve para ocultar las miserias del «pujolismo» y la trama de corrupción del 3%, a ERC porque siente profundo desprecio por todo lo denominado «español» y a la CUP porque, desde sus categorías más bien delirantes, al defender este proceso cree estar apoyando algo así como la última gran revolución socialista del mundo occidental).

En medio de todos ellos, o al margen si se prefiere, algunos otros, calificados despectivamente por parte de un bando y otro como «equidistantes», se esfuerzan por poner sentido común en medio del despropósito, tratando de matizar, desmitificar, disminuir antagonismos y derribar los muros de incomprensión levantados por unos y por otros. El matiz y la cordialidad han sido prácticamente desterrados del panorama por el dogma y la cerrazón. Cualquier cuestionamiento a las propuestas esbozadas por unos o por otros, acaba por provocar que quien lo plantee sea automáticamente ubicado, de la manera más expeditiva, o bien al lado del sector más reaccionario de la derecha española, o bien del lado de los más furibundos antiespañoles, como si no hubiera posibilidad alguna de superar esa dicotomía.

Pudimos constatarlo tristemente, una vez más, con ocasión de los atentados yihadistas acaecidos en Cataluña el pasado mes, pues ni siquiera ante un suceso terrible como la muerte de varias personas a manos de unos terroristas, fueron los sectores políticos centralistas e independentistas capaces de dejar de lado sus disputas y priorizar lo importante en ese momento: el apoyo a las víctimas, la unidad de la lucha frente al terrorismo y la conveniencia de no criminalizar a ningún colectivo. Fueron, sin embargo, los atentados, una ocasión idónea para que aflorara sin reparos el odio que se profesan. Todavía calientes los cadáveres de las víctimas tras haber sido cruelmente asesinadas, sus muertes fueron utilizadas por unos y por otros como armas arrojadizas con las que cruzarse mutuamente acusaciones, reproches, exabruptos y difamaciones. El espectáculo fue bochornoso, impropio de una sociedad sana.

Irresponsables, unos, por su cerrazón inmovilista (los que se niegan a que haya un referéndum), insensatos, otros, por su impaciencia voluntarista (los que lo quieran ya y de cualquier manera), han llevado a Cataluña a esta situación lamentable, que ojalá la gente lúcida sepa pronto reconducir por el bien de todos.

Nota:

[1] Ver la obra de J. Habermas, Ensayos políticos, Barcelona, Península, 1997, Capítulo «La desobediencia civil, piedra de toque del Estado democrático de derecho» (pp. 51-71)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.