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Reseña "Vale la pena luchar" de Marcos Ana

Reflexiones poliéticas, históricas y autobiográficas de Marcos «Mandela» Ana

Fuentes: El Viejo Topo

Autor de varios poemarios y de un libro de memorias inolvidable e imprescindible, Decidme cómo es un árbol, el nuevo libro de uno de nuestros Mandelas más queridos y admirados merece, de nuevo, nuestra admiración, reconocimiento y recomendación. Las razones se suman y agolpan para recomendar la lectura de Vale la pena luchar, un libro […]


Autor de varios poemarios y de un libro de memorias inolvidable e imprescindible, Decidme cómo es un árbol, el nuevo libro de uno de nuestros Mandelas más queridos y admirados merece, de nuevo, nuestra admiración, reconocimiento y recomendación.

Las razones se suman y agolpan para recomendar la lectura de Vale la pena luchar, un libro compuesto de diez capítulos -de hermoso título: «Para la lucha he nacido», «Mi corazón es una plaza roja», «El abrazo de América Latina»,…- y un epílogo que toma pie en un verso de «Al Alba» de Luis Eduardo Aute: «Si te dijera amor mío». Explicitamos algunas de esas razones.

La primera está expuesta en el primer capítulo: «[8 de enero de 1937] La gente comentaba que por la zona de la estación habían caído varias bombas y que había heridos y muertos. Enseguida pensé en mi hermano; cuando cesó el ataque corrí hacia mi casa para ver si estaba bien. Por el camino escuchaba a la gente gritar: «¡Aquí hay muertos!, ¡hay muertos!». En el jardincillo de Atilano, que era de un rico del pueblo, había gente buscando cuerpos con linternas. Le quité la linterna a uno de ellos y, dentro del haz de luz en forma de círculo que iluminé en el suelo, distinguí unas botas de campesinos. Eran las de mi padre. Cuando enfoqué el resto del cuerpo vi su cabeza destrozada por la metralla. Es uno de los recuerdos más fuertes que conservo y que aún me conmueve: el tacto de su rostro frío y ensangrentado cuando le di el último beso» (p. 30).

No faltan tampoco razones que apelan a lo más actual, a lo más urgente: «Las herramientas con las que nos manejan van a permitir que solamente los que tienen dinero puedan formarse. Las batallas parciales, porque conseguir todo es muy difícil, tienen que convertirse en pequeñas victorias». Los ciudadanos de Gamonal han leído el comentario. «Aunque no formulemos una lucha común contra el sistema hay que decirle a la gente que es necesario erradicar todo aquello que solo busca cumplir con la ley del máximo beneficio. Es la misma lucha, ha existido siempre, entre lo público y lo privado. Alegan que las privatizaciones persiguen la creación de empleo y se escudan en falsedades para tomar unas decisiones que solo benefician a un pequeño grupo privilegiado» (p. 35).

La generosidad y humanidad es marca de la casa, del afable hogar del autor. Un ejemplo, son numerosos, del segundo capítulo, «La juventud estaba dormida y despertó»: «Nunca he logrado comprender cómo este hombre podía haberse convertido en semejante bestia y enseñarse de ese modo con un crío. Yo mismo y muchos otros, a pesar de las torturas y de privarnos durante tantos años de la libertad, no hemos caído en esa deshumanización. Después, y sin que los guardias consiguieran de mi un solo nombre ni una confesión, me trasladaron a la cárcel de Polier, en la calle General Díaz Porlier, número 58, que hoy es un colegio de monjas, donde tuve que pasar tres meses en la enfermería para recuperarme de las torturas que sufrí en aquella siniestra comisaría de la calle Almagro» (p. 50).

El 15 M, por supuesto, no está lejos de sus preocupaciones. A sus noventa años estuvo cerca, muy cerca. «Y creo que ese fue el principal logro de aquella asamblea popular: caló en la conciencia de jóvenes, pero también en la de otros no tan jóvenes. Allí discutieron sobre el futuro personas de todo tipo y de cualquier edad. Nos hicieron sentir que, como pueblo, no estaba todo perdido, que no había que rendirse y que, de alguna forma, unidos, teníamos poder para ganar algunas batallas». Han detenido desahucios y han perseguido la dación en pago llevando al Congreso su voz, prosigue Marcos Aan, «han defendido a preferentistas, han planteado un mayor control a los bancos y han puesto en tela de juicio sus mecanismos, han exigido una ley de transparencia, han puesto en la lupa social la corrupción y los privilegios de la clase política. Son los logros del 15M: pusieron de acuerdo a mucha gente que quería participar y no sabía cómo» (p. 53). Fue maravilloso el lema que los jóvenes gritaron cuando les desalojaron de la plaza del Sol, un lema muy marcosanista: «No nos vamos, nos trasladamos a tu conciencia». Así ha sido en su opinión.

Una historia le parece a Marcos Ana especialmente sobrecogedora. La cuenta en el tercer capítulo: «Cuando la libertad no va de la mano de la justicia»: su marido había muerto durante la Guerra civil. Le quedaba su hijo. Preso en la cárcel de Valdenoceda, en Burgos. Cruzó el país: por las vías del tren, por caminos. Algunos la llevaban, se atrevían a llevarla algunos kilómetros. Cuando llegó a la prisión el funcionario le dijo que no podía ver a su hijo: estaba incomunicado. «Fueron muchos los días que aquella anciana se acercó a la ventanilla, mañana, tarde y noche, y siempre recibió la misma respuesta. Con su pañuelo en la cabeza, toda ella de luto, se acercaba a la cárcel con el único afán de ver a su hijo. A veces golpeaba los muros de la prisión, intentando inútilmente que alguien respondiera. Entonces llegó el invierno a Burgos, uno de los más fríos que se recuerdan. Nevaba diariamente sobre la cárcel». Ana Faucha, este era su nombre, no resistió mucho tiempo. «Cayó sobre la nieve, como un pájaro pequeño y oscuro, con el paquete que llevaba a su hijo entre las manos» (pp. 67-68).

  Hay incluso humor y huidas (frustradas) en el capítulo IV, al igual que la magnífica descripción de algunas prisiones en las que estuvo. En el capítulo V, uno de los más emotivos del libro, se cuenta la historia del «homenaje más hermoso, arriesgado y generoso que… se haya rendido nunca a Miguel Hernández» (p. 105: «Miguel es eterno/ No podrán matarle nunca más»), así como la pasión del autor por el Canto General (Neruda fue su amigo: «Desde aquellos días en que perdimos -los pueblos y los poetas- la guerra, perdimos también todos gran parte de la poesía y muchos perdieron la vida o la libertad. Así se me murieron muchos poetas y sufrimos también nosotros tormento y muerte»).

En el sexto, con la máxima delicadeza, el autor da detalles de sus primeras relaciones amorosas. En el séptimo -«Mi corazón es una plaza roja»- se describe su encuentro con la Pasionaria: «Le estreché la mano, muy conmovido, y acerté a decirle algo como que era un milagro para mi estar en la Unión Soviética y encontrarme a su lado. Me recibió como una madre, con ternura, y se interesó por mi vida, por mi familia, por todos los camaradas que seguían en prisión» (p. 155) y su relación con Ilya Ehrenburg, así como su deslumbramiento por la Unión Soviética, que él mismo considera acrítico, cegado: «Pero mi amor por la URSS era tan ciego entonces que no era capaz de ver las contradicciones evidentes» (p. 157). Las páginas dedicadas al asesinato de Julián Grimau son también imborrables: «En nuestros sótanos imprimíamos documentos, boletines y llamamientos urgentes a la solidaridad, denunciábamos torturas y publicábamos procesos en curso, siempre con los compañeros caídos presentes, con Julián Grimau y Salvador Puig Antich en la memoria».

En el octavo hay una hermosa referencia a Salvador Allende y a su encuentro con el Che Guevara: «Marcos, los comunistas tenemos que ser sencillos y austeros, sobre todo cuando estamos en el poder. Esto que hay aquí no puede comerlo nadie en la ciudad de Santiago [de Cuba]» (p. 173). En el noveno se describen pasajes y paisajes de la transición. Una de las reflexiones del autor: «Nuestra mitificada Transición se hizo bajo libertad vigilada. Tal vez fueron demasiadas las concesiones que hicimos para que se llevara a cabo. Después del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, impedir que el juez Garzón investigara los crímenes del franquismo ha sido el mayor atentado que ha sufrido nuestra democracia. Lo primero fue una «militarizada»; lo segundo tiene que ver con motivaciones políticas e ideológicas» (p. 199).

El libro, se señala en la contraportada, es un manual contra la injusticia escrito por un hombre sencillo con una vida apasionante y apasionada que cruza toda la historia del siglo XX. El libro, propiamente, un matiz sin importancia, no es ningún manual. El resto de la afirmación es tan verdadera y justa como lo es su dedicatoria: «A la juventud, en cuyos surcos hemos sembrado nuestra historia: una lucha incesante por alcanzar un mundo mejor y más justo en el que el sol salga y caliente para todos» y como lo son también estas palabras que el autor incluye en su preámbulo, en su «Querido lector: «¿Cómo olvidar, sobre todo, a los cientos y cientos de compañeros a quienes abracé, conteniendo las lágrimas, cuando iban a enfrentarse a la última madrugada de su vida?» Para Ana la cárcel fue una universidad. «No porque allí organizáramos nuestras clases y muchos aprendieran a leer y escribir -yo mismo creé, en una celda de castigo, mis primeros versos, aún sin dominar la «carpintería» del poema-, sino porque allí lo descubrí todo: valores como la fraternidad, el altruismo, la dignidad y el poder de la imaginación». Por eso, concluye, con la fuerza del motor que encendieron sus compañeros de prisión, «decidí salir al mundo y explicar la razón de nuestra lucha». Una lucha que no ha concluido: «Anhelo un socialismo que tenga un rostro nuevo y más humano. Aunque nos parezca una utopía, es la mejor que conozco. Quiero un mundo en el que se borren las palabras guerra y hambre, en el que no haya sitio para las desigualdades y en el que el sol salga y caliente para todos. El comunismo es un ideal hermoso».

Marcos Ana es un comunista humanista, un luchador imprescindible, un referente, alguien que, como dijera Nicolás Guillén, siempre llevara sus presos a cuestas. Son parte de él…

Y de todos nosotros por supuesto.