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Regreso de los sujetos en América Latina

Fuentes: Rebelión

INTRODUCCIÓN Para explicar, comprender e interpretar lo que sucede en América Latina en este período histórico debemos recuperar la categoría de sujeto de la praxis ético-política. A contracorriente de la academia y de las modas intelectuales que la infectaron y disminuyeron su potencial crítico, nos parece necesario recuperar al sujeto tanto como concepto como perspectiva […]

INTRODUCCIÓN

Para explicar, comprender e interpretar lo que sucede en América Latina en este período histórico debemos recuperar la categoría de sujeto de la praxis ético-política. A contracorriente de la academia y de las modas intelectuales que la infectaron y disminuyeron su potencial crítico, nos parece necesario recuperar al sujeto tanto como concepto como perspectiva crítica y emancipadora que nos permita pensar políticamente lo que sucede en esta región del mundo.

Negación teórica del sujeto

Como se sabe o debería saberse, la cuestión del sujeto remitía a encendidas polémicas en las ciencias sociales en los años 60 y 70 del siglo pasado, donde se confrontaban posiciones opuestas: por un lado, las posiciones objetivistas, que pretendían explicar lo social de un modo determinista; por el otro, las posiciones subjetivistas, que buscaban comprender las acciones sociales desde la subjetividad. Mientras el objetivismo subrayaba el peso determinante de las estructuras sociales, el subjetivismo enfatizaba el hacer ético-político de los sujetos. La postura objetivista sólo registraba lo macro, las estructuras, la sociedad; la postura subjetivista, en cambio, lograba determinar lo micro, las existencias, la vida cotidiana. Este debate se resolvió, o parecía hacerlo, a favor de las estructuras y con la negación teórica del sujeto.

Como «pensamiento anti-68» (Castoriadis dixit), el estructuralismo francés ganó la hegemonía cultural en la academia y se propagó por el mundo intelectual defendiendo una nueva ciencia que pretendía explicar de manera objetiva los fenómenos sociales a partir de las Estructuras, ya sean del lenguaje (Saussure), del inconsciente estructurado como lenguaje (Lacan), del parentesco (Levi-Strauss), de las epistemes (Foucault), o de la causalidad estructural socio-histórica (Althusser).

Según esta «nueva ciencia», el sujeto no tenía ningún papel explicativo y debía entenderse como «sujeto-sujetado».

De hecho, en este cientificismo estructuralista no solo se perdía al sujeto sino a la propia Historia como unitaria y cambiante porque se privilegiaba lo sincrónico (el corte temporal) dentro de una estructura sobre lo diacrónico (el cambio histórico).

El subsiguiente posestructuralismo abandonó su cientificismo pero no su negación del sujeto y de lo histórico-social. De hecho, estas teorías relacionaron el conocimiento con el poder en discursos que constituyen-construyen determinadas subjetividades (Foucault), lo que permitía juegos deconstructivistas (Derrida) del discurso. Lo social se volvió Discurso, en donde no había espacio para los sujetos o para políticas de transformación social, sólo para luchas micropolíticas (que no escapaban de las relaciones de poder), moleculares, o para deconstrucciones.

Con el posmodernismo se pasó del discurso-poder, todavía con pretensiones de crítica social a modos de dominación, al Relato: a la crítica del relato de la Modernidad (Lyotard, Vattimo) en el cual sí había Sujeto e Historia. Se celebró, entonces, el discreto encanto del conformismo social como fin de la crítica, de la Historia, de las utopías, de las ideologías, en pocas palabras: el fin del relato del sujeto. Este relato posmoderno se volvió ideología hegemónica y sentido común con el triunfo del neoliberalismo, presentado con el relato de la necesidad histórica («no hay alternativa«, era la consigna de Margaret Tatcher).

Negación práctica de los sujetos

Si esas ideologías negaban teóricamente a los sujetos, el neoliberalismo significaba la más extrema negación práctica de los sujetos para imponer su proyecto de barbarización capitalista y neocolonización del mundo.

El neoliberalismo es una ideología simplista, economicista, dogmática y teleológica, diseñada por la ultraderecha capitalista (Cfr. Perry Anderson), que se propagó como proyecto hegemónico en las universidades de las élites. Esta ideología neoliberal colonizó al pensamiento económico y político y fue impuesta por los organismos financieros (FMI y Banco Mundial) a los países semicoloniales, volviéndose de esta manera una brutal práctica económica y política (adelgazar al Estado social, desregular el mercado, precarizar trabajos, privatizar y mercantilizar todo) que promovió la acumulación por desposesión, esto es: despojo extractivista, neocolonialista, etnocida y ecocida; sobrexplotación clasista, como expropiación de salarios y de derechos laborales; sobrexplotación patriarcalista de las mujeres, promoviendo violencias extremas para la domesticación de las mujeres e imposición de dobles o triples jornadas.

Si la barbarie capitalista expresada en las guerras mundiales del siglo XX había sido contenida con la derrota del fascismo y el desarrollo del Estado benefactor, el neoliberalismo se levantó contra todas las conquistas sociales del período histórico anterior reconfigurando al mundo entero para ponerlo al servicio de esa fuerza enajenada y enajenante que es el Capital (el «sujeto automático», le llamaba Marx) y su «sed de ganancias». En ese sentido, el neoliberalismo fue y es la afirmación histórica de la barbarie capitalista.

La crisis de la Deuda (existente hasta nuestros días) le permitió a los organismos financieros al servicio del gran Capital subordinar a los gobiernos e imponer su ideología neoliberal (como dogmático «pensamiento único») plasmada en políticas económicas (supuestamente científicas) que impulsaron la neocolonización del mundo. La sobrexplotación patriarcalista y capitalista se globalizó agudizando las miserias, las desigualdades, el ecocidio, la aceleración del Cambio Climático. La ONU y la OEA sirvieron para legitimar subordinaciones e intervenciones imperialistas; la cultura, la moral y las tradiciones se volvieron enajenantes y dispositivos de poder cargados de ideologías (patriarcalistas, colonialistas, racistas, clasistas, consumistas) para construir subjetividades adaptadas y funcionales al sistema. Neocolonialismo, dominación política e ideológica, sobrexplotación patriarcal y capitalista, miseria y desigualdad, enajenación (en el sentido de Marx: negación de las potencialidades humanas) u opresión (en el sentido de Freire: negación de la vocación de ser), extrema injusticia social y no reconocimiento de derechos (de mujeres, pueblos originarios, etc.), marcos de poder que determinan vidas que no merecen ser vividas (Butler), micropoderes y biopoderes que minimizan, construcción de subjetividades subordinadas, etc., todo ello suponía la negación práctica, efectiva, del sujeto que el neoliberalismo pretendía imponer para proclamar el Fin de la Historia, que parecía confirmarse con el derrumbe del mal llamado «socialismo real».

EL REGRESO A LOS SUJETOS

Sin embargo, en América Latina hay reacciones a esa ofensiva neoliberal: en todo ese período hay rabia y se grita el ¡Ya basta! La rebeldía y las resistencias se hacen presentes en sujetos colectivos, indignados y solidarios, que se levantan por su dignidad, por sus intereses y necesidades radicales, por sus deseos utópicos y su memoria histórica, por sus vidas y por la Vida.

Desde esas experiencias es posible pensar el necesario regreso a los sujetos.

Pero no al Sujeto espiritualizado o intelectualizado de la tradición filosófica occidental (la Razón, el Espíritu), o al Sujeto de la Modernidad patriarcalista y capitalista (androcéntrico, dominador, soberano).

Tampoco se trata de regresar al Sujeto abstracto del marxismo ortodoxo (la clase obrera como sujeto ya dado con una finalidad histórica garantizada por la lógica de la Historia) o al Sujeto individual como existencia libre (Sartre) o a un Sujeto occidental (que incluso es dialógico) que nos lleva al Progreso y a la democracia (Habermas)…

Se trata, entonces, del regreso a los sujetos negados por las Estructuras (económicas, políticas, culturales, discursivas…) que pese a su negación tienen una irreductible subjetividad que es intersubjetividad -un «nudo de relaciones sociales» (Marx)- que puede pasar de su negación a su afirmación como sujetos.

Esos sujetos a los que se debe regresar tienen cuerpo (y por ello, necesidades vitales) así como subjetividad (Dussel): interioridad como conciencia (que es en el mundo y con otros); como Yo pero también como inconsciente: Ello (deseos) y Super Yo (interiorización de los Otros como moral represiva); como conciencia ética y crítica; como subjetividad que se reconoce intersubjetividad (interdependencia) pues sus necesidades vitales son satisfechas por una humana comunidad de vida. Ese sujeto se sabe Yo que es OtrosYo soy si tú eres» (Hinkelamert)-, y que es un Nosotros negado -nada que ver con la etérea e individualista subjetividad cartesiana del Yo pienso.

Es un sujeto negado con una intersubjetividad profunda que siente, piensa, desea, imagina, actúa negando su negación para afirmarse y hacer Historia, o por lo menos sacudirla, agrietarla, abrirla a futuros posibles.

El volcán latinoamericano y los sujetos negados

Desde su integración a la acumulación del Capital, América Latina ha sido una tierra volcánica que frecuentemente tiembla, se eleva, se agrieta y explota social y políticamente. Y es que en Nuestramérica corre la lava ardiente de subjetividades que pese a ser sujetos negados pueden irrumpir como sujetos colectivos que intentan tomar la Historia y sus vidas en sus manos.

De hecho, en Latinoamérica se es un sujeto negado de un modo histórico vigente hasta nuestros días gracias a nuestra peculiar caída en la Modernidad capitalista: de manera brutal se conquista, coloniza, sobreexplota, domina, inferioriza, despoja a los pueblos originarios pero no se les extermina, promoviendo el mestizaje (demográfico, político-económico, cultural) o el ethos barroco (Bolívar Echeverría).

La Modernidad instituye la contradicción entre el valor de uso (propio de comunidades no capitalistas) y el valor que se valoriza (propio del capitalismo), pero el segundo (el Capital) subordina al primero (al mundo de vida). La cultura o ethos de la modernidad capitalista constituye una subjetividad que viva con naturalidad lo invivible: el dominio de lo social-natural (el mundo concreto de valores de uso) por la dinámica capitalista de valorizar el valor (despojando, explotando, sometiendo).

El ethos, explica Bolívar Echeverría, es un «dispositivo objetivo-subjetivo, que reconfigura su propia identidad para aproximarla al tipo de ser humano requerido por esta vida tan especial que es la vida moderna capitalista.» Su elemento objetivo son los usos y costumbres dados (moral) y su elemento subjetivo son las disposiciones subjetivas que tienden a acomodarse, acoplarse, articularse a la dinámica capitalista.

Pero, como se sabe, Bolívar Echeverría distingue cuatro ethos de la modernidad capitalista:

1) el ethos realista, que se identifica con la dinámica capitalista, característico de los países imperialistas o centrales de la Europa del Norte, que llega a América para imponerse en lo que será la «blanquitud» racista de Estados Unidos (con la tentativa de exterminar lo indígena);

2) el ethos romántico, que pretende negar la enajenación capitalista con la ilusión de un sujeto moderno (el Estado-nación) que traza su destino (cuando en realidad es subordinado al proceso de acumulación mundial);

3) el ethos clásico, que vive al capitalismo como la inevitable enajenación capitalista de los mundos de vida y la misma vida: no es anticapitalista pero trata de corregir sus efectos nefastos (muchos caudillos progresistas serían hoy el Jean Valjean de Los Miserables, con los que ejemplifica Bolívar Echeverría a este ethos); y

4) el ethos barroco, que vive el capitalismo como desgracia pero no inevitable pues no deja de reivindicar «la forma social-natural de la vida y su mundo de valores de uso».

Aunque el ethos realista ha sido el «más militante y fanático», el dominante en la modernidad capitalista, en América Latina no ha sido así. Por circunstancias históricas, el dominante fue el ethos barroco: el mestizaje demográfico, económico y cultural se volvió una estrategia de conservación de los sobrevivientes pueblos originarios a partir del siglo XVII, cuando las grandes civilizaciones indígenas fueron destruidas y el Imperio español entró en declive.

El ethos barroco pretende caracterizar un cierto modo de habitar reproductivo y funcional al capitalismo pero también busca recuperar la peculiaridad de la subjetividad latinoamericana que, históricamente, se volvió sujeto negado en la misma constitución del capitalismo latinoamericano y su articulación con la acumulación originaria del Capital y su acumulación a escala mundial.

El despojo de la acumulación originaria (extractivismo) así como las diversas formas de explotación (encomienda, hacienda u otras formas productivas) fueron determinadas por la lógica capitalista de valorizar el valor, por el desarrollo del capitalismo. Pero el capitalismo de esta región del mundo, para decirlo de varias maneras, es necesariamente «subdesarrollado» porque fue y es la base del impulso del capitalismo «desarrollado»; es semicolonial, dependiente, periférico, neocolonial, o sea: siempre subordinado al imperialismo o a los países centrales, siempre sobreexplotado, despojado, dominado.

Pero esto ha ocurrido con múltiples resistencias de subjetividades volcánicas que al fortalecerse se vuelven sujetos insumisos, rebeldes, desobedientes, revolucionarios. Y es que, en realidad, el ethos barroco es frágil: integra al capitalismo esas subjetividades que son ya, por existir, una forma de resistencia al mismo capitalismo: porque son comunidades de vida (que incluye a la naturaleza) que trabajan y cuidan la tierra, que valoran los lazos sociales, que aprecian el trabajo reproductivo y de cuidados. No son bárbaros fetichistas adoradores del dinero.

Por tanto, el ethos barroco integra a las subjetividades pero les permite resistir. Mientras el capitalismo penetra «en las venas abiertas de América Latina», al mismo tiempo se suscitan innumerables insurrecciones y luchas. Y el conflicto sigue. Desde que el Capital llegó a Latinoamérica, somos tierra volcánica.

Por supuesto, en América Latina hemos tenido nuestros momentos revolucionarios, pero comandados por «criollos» poseídos por un ethos romántico que intentaron constituir Estados-nación independientes en el siglo XIX pero desplazando los reclamos de los sujetos históricos del cambio (igualdad, tierra, justicia). Los gestores de los Estados-nación independientes en América Latina se olvidaron de la cuestión social (planteada en su momento utópico por Hidalgo y Morelos, Bolívar, por ejemplo) y se ocuparon de la cuestión política, copiando el liberalismo europeo: gobernar instituyendo una igualdad política y una forma política liberal, que sacraliza hasta nuestros días tanto a la (falsa) democracia representativa como la (real) propiedad privada.

El ethos realista y cínico se hizo presente en nuestros países, pero solo entre los «neocriollos» oligarcas (una literal «lumpenburguesía» delincuencial) y sus políticos neoliberales. El ethos clásico se ha manifestado con los gobiernos populistas del siglo XX y los gobiernos progresistas del siglo XXI, pero sin responder a los intereses, necesidades radicales, memoria, utopías emancipadoras de los verdaderos sujetos del cambio histórico en nuestros países.

El capitalismo latinoamericano, resistido permanentemente por subjetividades que lo hacen con solo existir y sujetos que lo rechazan, siempre ha implicado colonialismo (subordinación al imperialismo) y extractivismo, racismo y patriarcalismo occidental (androcentrismo jerárquico dominador y violento).

Es por eso que, conquistadas y colonizadas, sometidas y despojadas, enajenadas a la lógica explotadora y dominadora del Capital, las subjetividades latinoamericanas sufrieron y padecen hasta nuestros días una cuádruple determinación:

(1) la sobrexplotación laboral capitalista e imperialista (esclavización, servidumbre, proletarización, precarización);

(2) el colonialismo externo y la colonialidad interna (la inferiorización racista);

(3) la sobrexplotación patriarcalista del trabajo reproductivo, de subsistencia y cuidados de las mujeres;

(4) la sobrexplotación de la naturaleza (extractivismo ecocida).

Ese sujeto negado, bárbaramente conquistado y colonizado (Las Casas), sobreexplotado (Marini) y enajenado (Freire), inferiorizado por la raza (Quijano), violentado por ser mujer (Segato) se sabe interdependiente (comunitario) y puede reconocer que tiene género como negación de la vida y la subjetividad de las mujeres; recuerda, además, que su propia materialidad lo hace parte de la trama de la vida (es ecodependiente), que su intersubjetividad como comunidad de vida es más amplia pues también es naturaleza (Pachamama), pero enajenada, violada, devastada, asesinada.

Y esa negación la vive como rabia y grito que lo lleva a ponerse como sujeto: como un nosotros consciente, despierto, abierto al mundo y a los otros, que siente la carencia de sus necesidades vitales (siente el hambre y la pobreza) y de sus necesidades radicales (resiente la enajenación de sus potencialidades humanas), que se duele si matan su territorio, que rechaza sus determinaciones sociohistóricas (colonialidad/ clase/ raza/ género) desarrollando sus propios intereses liberadores y sus emociones emancipadoras (rabia, amorosidad), que sueña despierto su deseo utópico de otra vida, otra sociedad y otro mundo mejor.

Entonces, esas subjetividades que son intersubjetividades, que son comunidades de vida y naturaleza, se levantan con rabia, dignidad y solidaridad (reconociéndose un Nosotros negado e indignado) para afirmarse como sujetos que luchan por negar su negación y afirmarse, reafirmando a la comunidad de vida, volviéndose fundamento civilizatorio (Hinkelamert).

En las masivas irrupciones acontecimentales de los sujetos latinoamericanos, en las que intentan «tomar en sus manos las riendas de su propio destino» (Trotsky), los pueblos originarios son también campesinos y campesinas o proletarios y proletarias, viejos y jóvenes, mestizos y mestizas, que luchan contra la explotación y toda forma de opresión, por la dignidad, libertad y la justicia, por la independencia (aún no alcanzada).

Desde las batallas por la Independencia y sus posteriores revoluciones interrumpidas, los sujetos latinoamericanos luchan contra el Imperialismo y su condición colonial, pero también contra el capitalismo como solución a la cuestión social postergada por la cuestión política en términos liberales (coloniales). En esa larga e intermitente lucha, los sujetos latinoamericanos también impugnan la inferiorización y explotación racista y de las mujeres, defendiendo a la naturaleza, de la que son (somos) hijos y partes ecodependientes.

Esas luchas nos enseñan, nos invitan, nos llaman a ser sujetos.

Ante la negación que supone el capitalismo y el imperialismo, el patriarcalismo, la enajenación y la opresión, la injusticia social y el no reconocimiento, el ecocidio acelerado y globalizado, ponerse como sujeto (singular y colectivo, en la vida cotidiana y en la Historia) en América Latina es ser digno y solidario (amoroso) antiimperialista, anticapitalista, antipatriarcalista, antiracista, antinaturaísta que sueña y lucha guiado por una utopía critica, política, factible que busca la reconciliación de los humanos entre sí y de estos con la naturaleza (Marx).

Este sujeto con cuerpo, subjetividad, intersubjetividad, nosotros colectivo, que es multidimensional (con niveles de conciencia, necesidades, deseos, emociones, imaginación), complejo y ampliado, aparece (reaparece) siempre como Acontecimiento en la medida en que niega su negación: por eso emerge como praxis ética que rompe con la moral dominante (Mèlich), como «revuelta subjetiva» en la vida cotidiana (Agnes Heller), como ruptura del tiempo homogéneo cotidiano o histórico (Benjamin), como explosión social colectiva («la irrupción violenta de las masas en el gobierno de su propio destino», definía Trotsky al acontecimiento revolucionario).

EL REGRESO DE LOS SUJETOS EN AMÉRICA LATINA

En ese sentido, el sujeto no es una sustancia fija y permanente sino una praxis colectiva que socava como topo e irrumpe de pronto a la superficie (Shakespeare/Marx), de manera intempestiva (Bensäid), agrietando (Holloway), rompiendo con el pasado y atrayendo posibles futuros con su acción.

En estos últimos años hemos visto por todo el mundo la emergencia de los sujetos colectivos, rabiosos y solidarios, con intereses emancipadores, necesidades radicales y utopías criticas, llenando las calles y avenidas con sus marchas, gritos, consignas, cuestionando y deslegitimando al neoliberalismo y sus gobiernos.

Hoy mismo vemos sucederse en Francia una Huelga general de los trabajadores, perfectamente organizados en sindicatos, contra medidas que afectan sus intereses (pensiones). La adormecida subjetividad de muchos trabajadores reaccionó cuando el gobierno que sirve a la clase explotadora les quiso quitar hasta su incierto futuro; despierta, se unió a otros, tomó la palabra, votó por la huelga, salió a marchar: fue un Nosotra/os, se volvió sujeto.

En América Latina esos sujetos colectivos y combatientes son jóvenes y estudiantes que luchan por la educación, por empleos, por su futuro negado, por un mundo mejor; son mujeres indígenas, campesinas y urbanas que hacen la guerra al patriarcado capitalista que las sigue minimizando, violentando, explotando; son campesinos y pueblos originarios que enfrentan megaproyectos ecocidas y etnocidas, defendiendo sus territorios y modos de vida; son trabajadores que luchan contra la tentativa de destruir sus organizaciones sindicales, contra la precarización laboral y la sobrexplotación capitalista dictada por el FMI; son múltiples organizaciones que devienen en movimientos sociales ante la negativa de Estados enajenados al Capital por atender sus demandas.

Y cada vez son más radicales, unidos, poderosos, con aprendizajes colectivos.

Sin embargo, las luchas y resistencias de esos sujetos latinoamericanos encontraron una insuficiente forma política en los autodenominados «gobiernos progresistas» de América Latina.

Ciclo progresista latinoamericano como callejón sin salida

«El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.» -Antonio Gramsci

Este período histórico latinoamericano puede definirse como el del fracaso ideológico y político del neoliberalismo que entra en contradicción con la necesidad económica capitalista de maximizar ganancias preservando y radicalizando las políticas neoliberales. El neoliberalismo es un fracaso político del capitalismo pero al mismo tiempo es una necesidad económica del mismo.

Un producto contradictorio de esta contradicción son los llamados «gobiernos progresistas» de América Latina: ideológicamente, rechazan lo neoliberal, pero lo mantienen económicamente.

Como decía en otro ensayo sobre el tema («El callejón sin salida de los «progresismos» latinoamericanos«), el llamado «progresismo» latinoamericano nació del fuerte y masivo rechazo al neoliberalismo de subjetividades explotadas y oprimidas que se levantaron como sujetos en gran parte del continente sudamericano. Esos sujetos que irrumpieron masivamente canalizaron en lo político su repudio al neoliberalismo votando por opciones gubernamentales que se presentaron como alternativas posneoliberales.

La hegemonía neoliberal se desgastó por sus políticas económicas antipopulares y antinacionales, extremando la explotación y la desigualdad, como por sus formas autoritarias que reprimían ferozmente a los movimientos sociales que se levantaban en su contra. El neoliberalismo sostuvo una larga dominación en América Latina (más de 30 años) sin legitimidad ni consenso. Realizó profundos retrocesos en lo económico, político, jurídico, ideológico y cultural, de modo que su hegemonía, o capacidad de generar consenso en las clases subalternas, siempre fue frágil. Por eso se sustentó en la coerción (terrorismo de Estado) y la manipulación de los medios de comunicación de masas.

Con todo, la mayor fuerza del neoliberalismo consistió (y consiste) en desarmar ideológica y políticamente a sus adversarios. El reiterado discurso que negó la existencia de los sujetos, el difundido relato del Fin de la Historia y de la victoria del capitalismo («no hay alternativa»), ejemplificándola con la caída del Socialismo real, la promoción del individualismo y la naturalización de la competencia de todos contra todos, la derechización cultural (neofundamentalismos religiosos), intentó diluir los intereses de los sujetos negados, borrar su memoria e identidades, eliminar sus necesidades radicales y quitarles sus deseos utópicos.

La alternativa socialista, democrática, feminista, igualitaria, internacionalista, ecologista que encarnaba esos intereses, necesidades, memorias y utopías se quedó en la marginalidad.

Mientras algunos sujetos se mantenían como tales en una resistencia sin horizonte estratégico (Bensäid), algunos individuos y agrupaciones políticas que venían de la izquierda socialista claudicaron ante el neoliberalismo, reconvirtiéndose en una izquierda liberal, promotoras de las ilusiones del liberalismo político (democracia reducida a «elecciones libres», Estado de derecho, división de poderes), al mismo tiempo que asumían las brutales realidades del (neo) liberalismo económico (expresión cínica de la Dictadura del Capital), buscando atenuarlas con políticas redistributivas. Parte de estas subjetividades derrotadas y constituidas por el discurso capitalista, el relato posmoderno y neoliberal, fueron las que llegaron a los gobiernos «progresistas» cuando las resistencias de los sujetos latinoamericanos provocaron la crisis de la hegemonía neoliberal, hundiendo a los gobiernos y partidos de derecha.

Porque el ya viejo mundo neoliberal se muere, pero el nuevo (anticapitalista) tarda en aparecer. En este tiempo de claroscuros, «surgen los monstruos»: la batalla entre «progresistas» y «conservadores» por mantener al capitalismo.

En el fondo, el llamado «progresismo» latinoamericano también es profundamente conservador: acepta el capitalismo como inevitable, pero quiere hacerlo más vivible con formas redistributivas. Puede cuestionar al neoliberalismo por sus excesos pero no tiene una ruta de salida al mismo porque no pretende hacerlo, ya que ello lo llevaría a imaginar lo inimaginable, pensar lo impensable: atacar al sistema capitalista y trascenderlo.

Hemos visto en estos años «en los que los monstruos surgen» a gobiernos progresistas con mucha fuerza política y tentativas de golpes de Estado fracasados, sin atreverse a encarcelar a los golpistas y a «expropiar a los expropiadores». Hemos visto a un caudillo progresista burlarse de la izquierda y aliarse con la derecha para que ésta, cuando tenga cierta oportunidad política, lo encarcele sin causas legales. Hemos visto a presidentes progresistas atacar a los sujetos que los llevaron al gobierno y apoyar al sucesor, que luego lo persigue a él y arremete, nuevamente, contra los sujetos que los llevaron al poder. Los gobiernos progresistas no pretenden ser el principio de una revolución permanente anticapitalista. Por eso mismo, después de su ciclo de gobierno llevan a una restauración conservadora. Por eso son un «callejón sin salida».

Las batallas del «progresismo» latinoamericano contra la ultraderecha

Los autodenominados «gobiernos progresistas» comenzaron su ciclo hace veinte años, cuando Hugo Chávez alcanzó la presidencia en 1998 en Venezuela, después de una crisis del régimen político tradicional, desgastado por las políticas neoliberales. Lo mismo ocurre en 2002 en Brasil, cuando el Partido de los Trabajadores ganó las elecciones presidenciales con Lula. En 2003 comienza el Kirchnerismo: los gobiernos sucesivos de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández (2007-2015). En 2005 llega Tabaré Vázquez a la presidencia en Uruguay. En Bolivia gana la presidencia Evo Morales en 2006. Ese año también gana la presidencia Manuel Zelaya en Honduras. En Ecuador accede a la presidencia Rafael Correa en 2007. Fernando Lugo gana la presidencia en Paraguay en 2008.

Sin duda, la primera década del siglo XXI la ganaron los «progresistas» latinoamericanos y su falsa propuesta posneoliberal.

Pero ya en esa década, recordemos, fracasa en 2002 el intento de golpe de Estado del imperialismo y la derecha contra Hugo Chávez. A partir de entonces, lo han intentado varias veces más.

Si los «progresistas» no se atreven a «expropiar a los expropiadores» y pretenden pactar con el gran Capital, el imperialismo y la derecha sí se atreve a impulsar su derrocamiento como sea.

Por eso, el hondureño Manuel Zelaya es presidente del 2006 al 2009, cuando es destituido y corrido por la derecha en un limpio y efectivo golpe de Estado.

La segunda década es la de la revancha del imperialismo y la derecha, que ya es, abiertamente, una ultraderecha que no respeta ninguna Constitución, marcha en las calles para generar caos y violencia, organizando golpes de Estado, casando al fundamentalismo religioso con los militares formados por Estados Unidos.

Fernando Lugo llegó a ser presidente de Paraguay en el 2008 para irse en 2012, después de ser destituido por la derecha.

Al imperialismo y a la derecha no le interesa el juego democrático: sólo quieren recuperar el poder político explícito (el control del Estado) como sea. Lula es presidente de Brasil del 2003 al 2011 y le hereda la presidencia a Dilma Rousseff, quien la ejerce del 2011 hasta el 2016, destituida por su ultraderechista vicepresidente Temer.

A Lula lo encarcelan para que ganara Bolsonaro. Los militares regresen al poder con los fundamentalistas.

Son incontables los ataques (económicos, políticos, mediáticos) a Venezuela en esa década. Lo notable es que Maduro siga en la presidencia, pese a no atreverse a ir más allá del progresismo y «expropiar a los expropiadores».

Atacada por una derecha que ya es ultraderecha, se termina el Kirchnerismo en Argentina con la llegada en 2015 de Macri: un oligarca que decide ejercer directamente la presidencia.

Heredado por Correa (fue su vicepresidente), el ecuatoriano Lenín Moreno llega a la presidente desde 2017 y gira abiertamente al neoliberalismo arremetiendo contra el pueblo con medidas dictadas por el FMI y la fuerza pública en 2019.

Es verdad que el largo desgaste del neoliberalismo en México impulsó una irrupción masiva de votos que llevaron a la presidencia al «progresista» López Obrador en 2018 y que los «progresistas» argentinos regresaron a la presidencia en 2019. Pero ese mismo año, en Uruguay, el Frente Amplio «progresista» fue desplazado por la derecha.

El balance a favor de la derecha lo determina el golpe de Estado contra Evo Morales en 2019.

Queda claro que los gobiernos «progresistas» no son gobiernos de izquierda que apunten a cambios radicales, socialistas, anticapitalistas, ni tampoco son gobiernos consecuentemente antiimperialistas y nacionalistas que puedan radicalizarse. La mayoría de los progresistas sigue prisionero en el liberalismo político y su falsa democracia formal.

En todo caso, forman parte de una izquierda liberal, que renegó del proyecto socialista. Son y han sido liberales en lo político e incluso en lo económico, priorizando un desarrollismo economicista. Buscan mejorar la economía pero no desenajenarla del Capital.

Los «progresistas» latinoamericanos de este siglo son y han sido gobiernos bonapartistas de Estados capitalistas que impulsan la reproducción del sistema económico, sin modificar la estructura y relación de clases: la explotación de la fuerza de trabajo y de los recursos naturales, las desigualdades y violencias sistémicas. Es verdad que aprovechando los recursos de los precios elevados de las materias primas promovieron una redistribución de la riqueza social y el combate a la pobreza a través de programas gubernamentales, sin tocar el funcionamiento del capitalismo.

Más allá de sus discursos anti-neoliberales, los gobiernos progresistas, con formas bonapartistas de poder, terminaron promoviendo un desarrollo capitalista, neodesarrollista y extractivista, pero atacando la pobreza y la exclusión, elevando los niveles de consumo con programas de gobierno.

Después de varios años gobernando, el «progresismo» latinoamericano ha mostrado sus limitaciones y los riesgos de ser desplazados por una restauración derechista y neoliberal.

Como izquierda revolucionaria tenemos claro que para salir del neoliberalismo y del capitalismo se necesita trascenderlos en la perspectiva de la revolución permanente.

Pero lo interesante en América Latina es lo que ocurre fuera de la disputa entre, por un lado, los «progresistas» (y su callejón sin salida) y, por el otro lado, las ultraderechas y el imperialismo norteamericano (y su imposible tentativa de imponer un neoliberalismo sin golpe político): el regreso de los sujetos que busca ya otra forma política para solucionar sus demandas históricas.

OCTUBRE RECOMIENZA EN AMÉRICA LATINA

Lenín Moreno, que llega a la presidencia de Ecuador en 2017 con la plataforma electoral del «progresista» Correa, Alianza/PAÍS, no sólo persigue a su antiguo aliado, del que fue vicepresidente dos veces, sino que gira abiertamente al neoliberalismo, comprometiéndose a cumplir en octubre de 2019 los dictados del FMI: una Ley de Urgencia Económica que implicaba recortar salarios y jubilaciones, imponer nuevos tributos y quitar subsidios a la gasolina. Ello provoca una insurrección popular: paro de transportistas, manifestaciones masivas de indígenas, estudiantes y trabajadores recorren a todo el país. El gobierno responde con represión pero ello sólo generaliza las protestas. Las subjetividades despiertan, se reconocen como sujeto negado y se levantan como sujeto colectivo en estado de insurrección. Tienen experiencias atrás: en estos últimos años han tirado a tres presidentes. En su vanguardia y como fuerza política más organizada irrumpe la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) para desbaratar la Ley neoliberal. Insumisos ante toda medida neoliberal y descreídos del «progresismo» y del «correísmo», la lucha de clases converge con el poder comunitario de los indígenas en la organización de un Parlamento de los Pueblos que elabora un programa que espera su forma política, que ya no será ni neoliberal ni «progresista».

Algo similar sucedió en el Chile, donde el neoliberalismo se impuso con un sangriento golpe militar y el fin de la vía chilena, pacífica y legal, al socialismo. El país ejemplar del neoliberalismo reveló que su población no podía aguantar sin explotar 30 pesos de aumento al metro con más del 70% de su población empobrecida y endeuda. La vanguardia estudiantil empezó, saltándose la entrada al metro. La represión brutal de los carabineros provocó marchas masivas pacíficas que rápidamente pasaron de demandar eliminar el incremento del metro, la caída del presidente Sebastián Piñera, al cambio de sistema económico. Con antecedentes en la revolución de los pingüinos del 2006, la incesante lucha del pueblo mapuche y la oleada feminista, las masivas protestas continúan desde octubre configurando un poderoso sujeto que ya no soporta al neoliberalismo pero tampoco al progresismo (vivieron la falsedad del suyo con la doble presidencia de Bachelet). Ese sujeto busca materializar su poder desde abajo, desde los cabildos abiertos que demandan una Asamblea Constituyente que los saque del neoliberalismo y sus disfraces progresistas, sin encontrar aún su forma política.

El ejemplo del Octubre ecuatoriano y chileno contagia de inmediato a Colombia, que en noviembre organiza una protesta de las centrales obreras contra un paquete neoliberal. La represión del gobierno del derechista Iván Duque generó otro estallido de protestas sociales, la emergencia del sujeto, que tiene como vanguardia tanto a los estudiantes como al movimiento obrero, pero que lleva dentro de sí muchas otras fuerzas y busca su forma política que lo exprese.

-¿Qué vemos en esos procesos que nos fascina?

-Vemos a miles de mujeres y hombres dignos, rabiosos y solidarios marchando por sus intereses, su memoria, sus necesidades vitales y radicales, sus sueños utópicos compartidos y vueltos crítica y proyecto político que responden masivamente a una medida neoliberal. Son hombres y mujeres jóvenes y estudiantes, pero también mujeres y hombres indígenas con sus vestimentas tradicionales, son campesinas y campesinos de alguna organización, son trabajadoras y trabajadores de sindicatos, que marchan unidos en una misma lucha que no es sola esa, la inmediata, sino una más grande, la histórica.

En esas luchas vemos, fascinados, al enorme y poderoso sujeto latinoamericano con ganas de hacer su propia Historia, buscando una nueva forma política que le permita que no se la vuelvan a arrebatar.

CONCLUSIONES PARCIALES

Pese a pesadas estructuras (históricas, económicas, culturales) e ideologías, discursos y relatos posmodernos, los sujetos existen y hacen Historia.

En América Latina esos sujetos son volcánicos, explosivos, tienen lava dentro de sí, porque se saben sujetos negados. Sus subjetividades quedaron marcadas a fuego y hierro por la tentativa de conquista y colonización, por la colonización y el capitalismo, que no sólo impuso la sobrexplotación del trabajador, la mujer y la madre naturaleza, sino el racismo, el patriarcalismo occidental y el naturaísmo.

Esos sujetos volcánicos rompen todo ethos y se sublevan contra los procesos de subjetivización del poder y sus discursos despotencializadores. Aunque siempre preocupados por lo inmediato, se indignan y se conmueven: la rabia los moviliza y la solidaridad los une; resienten el hambre y la pobreza, pero también tienen necesidad de ser más, de ser con los demás; sueñan despiertos sus utopías y las discuten en su comunidad; y se encuentran como Nosotros en una marcha, una asamblea, una batalla. Ahí están, socavando desde abajo, tejiéndose entre sí, repensando las cosas y las experiencias, sin dejar de abrir grietas para seguir irrumpiendo.

La izquierda revolucionaria debe aprender de las apariciones masivas de ese gran sujeto colectivo que hace temblar todo sin encontrar, aún, su camino. Y debe aprender para servirle mejor, para prepararse para su previsible regreso. Porque esta izquierda que se quiere revolucionaria sabe que ella nos es el sujeto de la revolución ni la que aspira a detentar el poder: pero sí quiere ser parte de ese gran sujeto histórico para tratar de ayudarlo a la realización de sus necesidades radicales y su deseo utópico, que nosotros llamamos ecosocialismo…

Esta izquierda debe aprender que hay una gran diferencia entre detentar el enorme poder explícito de un gobierno (incluso por varios períodos) y el poder fáctico y económico del Capital, con su poder implícito en lo ideológico y lo jurídico, en los medios, en capas sociales subalternas, en los mandos del ejército… Mientras el poder económico e implícito del gran Capital subsista y no sea expropiado, aunque sea parte a parte, toda tentativa de transformación revolucionaria se puede volver una caricatura borroneada por la restauración derechista.

Debe aprender que en los tiempos claroscuros del «progresismo» latinoamericano «los monstruos surgen» o resurgen: sin la máscara de demócratas liberales, las personificaciones del Capital construyen subjetividades de ultraderecha (fanáticas, violentas, fundamentalistas religiosas, conservadoras) y se dedicarán de tiempo completo al golpismo político. Con los «progresistas» ha vuelto también el poder militar y el poder religioso conservador.

La izquierda de la izquierda debe aprender a reflexionar críticamente la extraña experiencia de vivir el capitalismo y el neoliberalismo bajo gobiernos «progresistas» (con una fuerte legitimidad política) que son atacados por una ultraderecha abiertamente golpista coludida con el imperialismo. En todo caso, la izquierda capitalista que apuesta por una revolución permanente debe aprender a eludir tanto el campismo (subordinándose acríticamente al gobierno progresista cuando éste sea atacado por el imperialismo y la derecha) como el sectarismo (la denuncia constante al «progresismo»).

Y, claro, esta izquierda revolucionaria debe volver a aprender a «renunciar al mito de un gran Sujeto de la emancipación» y comprender «el regreso de los sujetos latinoamericanos» para hacer política estratégica y hegemónica. Dejemos que lo diga Daniel Bensaïd:

«La introducción del concepto de hegemonía modifica la visión de la relación entre el proyecto socialista y las fuerzas sociales susceptibles de realizarlo. Impone renunciar al mito de un gran Sujeto de la emancipación. Modifica también la concepción de los movimientos sociales, que no son más movimientos «periféricos» subordinados a la «centralidad obrera», sino protagonistas de pleno derecho, cuyo papel específico depende estrictamente de su lugar en una combinatoria (o articulación hegemónica) de fuerzas. La hegemonía evita ceder a la simple fragmentación incoherente de lo social o a conjurarla por un golpe de fuerza teórico, incitando a pensar el Capital como sistema y estructura, cuyo conjunto condiciona las partes.»

Por eso, la izquierda revolucionaria de estos tiempos claroscuros debe aprender a concentrarse en preservarse y mantener su independencia política, preocupada y ocupada en crear un polo alternativo contrahegemónico que busque y gane su espacio político para poder intervenir de manera más decisiva en el previsible regreso, permanente regreso, de los sujetos latinoamericanos, que buscan, ahora mismo, alternativas más allá del «progresismo».

Debemos estar listos para intentar aprovechar nuestra oportunidad.

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