Yo pregunto a los economistas políticos, a los moralistas, si han calculado el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infancia, a la ignorancia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta para producir un rico.Almeida Garret 12 de junio de 2012, Barriada […]
Almeida Garret
12 de junio de 2012, Barriada de Juan Canet en Mérida. No son todavía las nueve de la mañana y un grupo de policías antidisturbios, pertrechados de escopetas lanzapelotas, custodian el rápido desalojo de muebles en una vivienda social. Se trata de uno de los 16 desahucios consumados en el último mes y medio en Extremadura. Bocachas expectantes velando las puertas y cunas extraviadas en plena calle. Una mujer, inquilina hasta el momento de ese piso, suplica sin éxito que le dejen entrar en la casa a coger el biberón para dar de comer a su hijo. No, no llega a estos barrios la salmodia del interés superior del menor ni hay espacio en los suburbios para melindres compasivos. «Nos tratan como a terroristas», dice una mujer mayor, consumida de rabia. Hace ya tiempo que dejó de extrañarnos la presencia de los antidisturbios y de los GEOS en las barriadas miseria. Es la guerra sorda, la ofensiva de los ricos contra los pobres, la guerra social que viene.
Un desahucio cada tres días. La Junta de Extremadura, dueña de casas y juez de intemperies, ha convertido el desalojo en la guía de su política de vivienda. 764 expedientes de desahucio abiertos y, de ellos, según se nos anuncia, 90 de ejecución inminente. Esto ocurre en una región que ronda los 150000 parados, más de 60000 de ellos sin subsidio alguno y cuando el número de personas acogidas a los programas de alimentos de Cáritas no deja de multiplicarse. Un tsunami de marginación y miseria avanza a boca llena y, mientras tanto, el gobierno extremeño pone en marcha la ruleta de los desahucios. «Sólo entran en mi casa los 426 euros del paro y tengo que pagar 143 de alquiler. ¿Como pretenden que pague otro recibo atrasado?», dice una de las mujeres amenazadas de expulsión. «A mí no me quieren aplicar las minoraciones de alquiler porque dicen que tengo deudas anteriores», se queja otro vecino. «¿Tú crees que hay derecho a que te amenacen con echarte a la calle por tener una deuda de 800 euros?». Se acumulan las historias de incertidumbre y miedo. La Junta, propietaria de las casas, moviliza policías y jueces para acobardar pobres, pero no parece demostrar la misma diligencia ni energía para cumplir sus obligaciones como casera. Los ascensores dejaron de funcionar hace mucho tiempo en muchos bloques y los barrios se llenan de cucarachas, pero el ejemplar gobierno de Extremadura sólo piensa en hacer caja y, sobre todo, en la más rentable de las inversiones: el miedo. La viña del poder, siempre amasada con miedo.
Esta vileza institucional del desahucio como herramienta política se produce en un país que cuenta con 4 millones de viviendas vacías y, casi un millón de ellas, en manos de los bancos como consecuencia del saqueo hipotecario. España, campeona europea de gentes sin casa y, al tiempo, casas sin gente. El mismo país en el que mientras tiburones como Rodrigo Rato o Miguel Ángel Fernández Ordóñez se van de rositas dejando pufos de 23000 millones de euros (Bankia) o agujeritos financieros de más de 100000 millones (banca española), se arroja a la calle a familias por el grave delito de haber «ocupado ilegalmente» la vivienda de la que era titular la abuela de uno de los cónyuges. En la comunidad autónoma donde el empresario más grande, Alfonso Gallardo, aún no ha devuelto los 10 millones de euros adelantados para el fracasado engendro refinero y donde cada pasajero del aeropuerto fantasma de Badajoz le cuesta 37 euros a las arcas públicas, sin embargo se extorsiona a gentes sin recursos para que paguen la insignificante deuda atrasada o se le corta el agua a familias con niños pequeños.
«Nadie va a dormir en la calle», dicen los políticos funcionarios de la Junta de Extremadura. Y es cierto. A pesar de ellos, más allá de la razón burocrática, existe la humanidad de las familias que se encargará de acogerlos aunque, para ello, hayan de hacinarse 15 personas en una vivienda de 90 metros, como ha ocurrido en uno de los casos de la barriada Bellavista.
«No vamos a parar los desahucios, de ninguna de las maneras. Además nos están felicitando por ello», dice jubiloso Víctor del Moral, Consejero de Vivienda de la Junta de Extremadura. Es ahí, en ese perturbador argumento, donde se encuentra la clave de esta oleada de desahucios. Todo un discurso populista que habla de las barriadas más machacadas como el reino de los televisores de plasma y los muebles de diseño, y que repite machaconamente términos como conducta antisocial acabando por presentar como un problema de orden público lo que no es sino una expresión radical de injustica social. También aquí, tras la chaladura de los desahucios colectivos se encuentra el «inveterado conflicto entre ricos y pobres por el derecho a la ciudad» (Mike Davis).
En 2005, estallaba la rebelión de las banlieu parisinas y Sarkozy rescataba el viejo argumentario clasista-higienista: «Hace falta una gran manguera para barrer a la chusma». La chusma, la morralla, los bajos fondos, los vagos y maleantes, los quinquis de ayer y los canis de hoy, el miedo al suburbio oscuro, restaurado una y otra vez. Y a la veterana criminalización de la pobreza se suma el darwinismo social, importado de Estados Unidos e inyectado en vena en las últimas décadas. Ya no hay pobres, sino fracasados. Desapareció el marginado, ya no quedan en el lenguaje de la selva capitalista más que perdedores e inadaptados sociales.
Un espeso silencio cómplice acompaña los desahucios. Y en los foros de los periódicos supura el odio contra los pobres. «Es lo único bueno que ha hecho el PP desde que gobierna en Extremadura», dice un justiciero anónimo. «Venga, daros prisa en echar la escoria, que a este paso aún llegan al invierno», añade otro enigmático valiente. Es el lumpen y todo vale. Los que mandan conocen bien el miedo a la proletarización de las clases medias y se aprestan a parasitar la zozobra de quienes intuyen el final de la gran milonga de consumismo e individualismo propietario. Enrique de Castro, el párroco de Entrevías, viene hablando hace años de un nuevo concepto, el de la pobreza rentable. Desde los 90, mucha gente empezó a vivir de la pobreza en la poderosa «industria de lo social». Hoy resulta más evidente aún la utilidad que el poder concede a la pobreza como instrumento de cohesión y disciplina de la ciudadanía.
En Novecento, la hermosa película de Bertolucci que narra la historia del siglo XX en Italia, aparece la historia del desahucio de Orestes, un jornalero al que los patronos echan de la casa incumpliendo el contrato. Cuando llegan «los diablos a caballo», que así denominan los obreros a la policía de la época, los campesinos y campesinas se arman de palos y se tienden en el suelo para apoyar al compañero y resistir a la expulsión. «Nos quieren echar, bajad rápido os necesitamos», urgen los jornaleros más conscientes. Desde el río, uno de los pequeños propietarios de tierras, que está cazando patos, anima a la policía a a intervenir contra los contestatarios: «Váyanse de aquí, villanos. Muchachos, hay que enseñarles que la propiedad no se toca, la propiedad es inviolable». El relato del desahucio sirve en la película para explicar el origen del fascismo en Italia. Observando la brutalidad e inhumanidad de los desahucios masivos de estos días y la liquidación sistemática de derechos sociales, parece que el vientre que parió aquella cosa bestial todavía está fecundo.
Manuel Cañada. Militante en La Trastienda, Colectivo por los Derechos Sociales
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